Joan Miró, pintor peripatético




          Hay artistas cuya vida y obra merece ser descrita en cien mil pinceladas. Para otras, como ésta, bastan dos brochazos.
          Quizá yo tenga atrofiada la glándula manchacea, que es la que permite apreciar el arte abstracto. Pero puedo asegurarles que el trozo de mi lóbulo cerebral que detecta las estafas está en perfecto funcionamiento.
          Según información privilegiada de la que dispongo, Miró paseaba por su inmenso estudio —donde había dispuesta una veintena de lienzos en blanco— con un bote de pintura de cinco kilos en la mano. Iba poniendo sus famosos puntos, estrellas, ganchitos, medias lunas de ese color en cada lienzo. Al acabar la ronda, cogía otro color y daba otra vuelta haciendo lo mismo. Rojo, amarillo, negro y azul. Tras cuatro pasadas (media hora de trabajo y footing combinados) tenía veinte lienzos acabados e inmediatamente vendibles.
          A los precios que todos sabemos.
          Todo esto no despierta sino envidia en cualquier individuo normal, que siente no haber sido él el inventor del timo perfecto.
          Además, el ejercicio de los paseos le mantuvo tan sano que vivió hasta los noventa años como si tal cosa.
          Parece ser que Picasso, en 1928, al contemplar una exposición vanguardista de su amigo Miró, le confesó: «Esto va más lejos que yo. Tú eres el hombre que da un paso adelante.» En efecto: ya hemos visto para qué usaba Miró los pasos y cómo y por qué se convirtió en pintor andante.
          Cursó parte de sus estudios en la Escuela de Comercio, donde no tuvieron reparo en suspenderle y echarle. De la Escuela de Artes y Oficios de la Lonja también le botaron. Se inscribió en la Academia Galí, donde «sufría en las clases de dibujo, dada su escasa destreza».
          No me pondré pesado recalcando la inmoralidad de que alguien se gane la vida haciendo algo que no sabe hacer (dibujante que no dibuja) porque, por desgracia, es algo muy común. Pero sí incidiré en que, en lugar de aprender a dibujar, optó por pasarse a los circulitos y estrellitas, y dedicó lo mejor de su cerebro no a crear sino a vender lo «creado». Y en eso sí merece nuestra admiración, porque consiguió que toda la burguesía catalana pagara por las narices por cualquier mancha salida de su brocha.
          En cuanto a su calidad humana contaré que, como tuvo que soportar burlas a sus cuadros en Barcelona, en una exposición que hizo en 1918, mantuvo su rencor y, después de lograr el éxito, tardó cincuenta años en volver a exponer en su ciudad natal.
          (A mí es que me gusta el Tiziano.)

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