El hombre y el Osho


Crónica real y verídica de una vivencia autobiográfica en la que yo mismo cuento un caso de mi propia vida que me sucedió a mí en persona

          La India es famosa como tierra de maestros religiosos —de esos que se congelan en las cuevas del Himalaya— y de arroz de grano largo. No me cabe duda de que en algunos indios hay verdadera santidad. Pero también existe el fraude y yo lo presencié.
          Fue durante un viaje maravillosamente insensato que efectué con mi madre, por el oeste del país, en una «Lambretta» que se caía de vieja y que se caía también por ir mal conducida. Era 1976 ó 1977 (tendría yo entonces 18 ó 19 años) y sería un lunes o un martes cuando visité el âshrama [lugar de retiro espiritual] del guru más famoso del momento: Osho, que por aquel tiempo aún no se llamaba así. Entonces sólo se le conocía por el muy modesto apelativo de Bhagavan Shri Rashnish (literalmente «Su Divinidad el Señor Rashnish»). En aquellos años su sede estaba en la ciudad de Pune (estado de Maharashtra, India), porque le habían echado de Bombay, por gamberro. (Luego le echaron de Pune también y de más sitios.)
          A Rashnish, como digo, aún no se le conocía con el sobrenombre de Osho, que se sacó de su ancha manga y popularizó más tarde en Occidente. Aún no había comprado medio estado de Oregon, ni poseía aún noventa y tres «Rolls Royces» —como luego llegó a tener—, pero ya había escandalizado con sus terapias místico-sexuales a un montón de gente. Yo no me escandalizo de nada y estoy a favor de cualquier tipo de orgía, siempre y cuando no me cobren demasiado.
Lo malo era que Rashnish cobraba demasiado.
          Sus acólitos, ataviados con los típicos ropajes de ese color naranja que sólo llevan los que han renunciado al mundo y algunos modistos atrevidos, pululaban por toda la urbe de Pune como por una ciudad tomada. Un hecho significativo: todos aquellos discípulos eran extranjeros. Los indios no se dejaban tomar el pelo tan fácilmente.
          Puedo calificar el día que pasé junto a Bhagavan Shri Rashnish como un verdadero descensus ad inferos[1].
          La palabra ‘âshrama’ significa originariamente «cobijo», pero aquél mantenía cerradas sus puertas. Y éstas eran inmensas, como pudieran ser las del muro de Jericó. Y tenían pinchos gordos, de ésos que se ponían para que los elefantes no las embistieran. Se abrían a horas señaladas y recuerdo que los visitantes que aguardábamos en el exterior tuvimos ocasión de entrar a un gran patio, semejante a un inmenso mercadillo, rebosante de tenderetes donde se vendía todo género de recuerdos, pero especialmente fotos del Maestro tocado con una pamela (que le gustaban mucho), amén de otros artículos con la foto del dios Rashnish, como jarras para cerveza, juegos de café, llaveros, bolígrafos, insignias, banderolas, bufandas y artículos de bisutería.
          Para escuchar el sermón de Rashnish había que entrar en un recinto todavía más interior, al que sólo se podía acceder cruzando el mercadillo del patio (sabia disposición de marketing). De él salía una larga fila de personas que aguardaban pacientes su dosis de sabiduría. Me situé en ella (en la fila, no en la sabiduría, claro está) y esperé mi turno para entrar, puesto que había un control singular. Me iba a llegar la vez cuando recibí otra sorpresa. Un hombre alto, de luengas barbas, parecía estar dando la bienvenida con un abrazo y un beso a los que nos íbamos acercando. Tal me lo pareció de lejos[2].
Cuando me acerqué más, me percaté de que el recibidor (el hombre que recibía) no besaba a los recién llegados, no: lo que hacía era olfatearles el cuello como un sabueso bien adiestrado. Pregunté la causa y me dijeron que el dios Shri Rashnish estaba muy evolucionado espiritualmente, pero que físicamente no lo estaba tanto y era alérgico a los olores fuertes en general y a los perfumes y colonias en particular. Le producían un sarpullido por todo el cuerpo, como si hubiera comido pepinillos en vinagre, de ésos que se te quedan meses y meses en la nevera. Me sometí al cariñoso cacheamiento olfativo, aunque desde entonces, cuando un hombre barbudo viene a besarme, muestro un poco de recelo.
          Por fin fue la hora fijada para la impartición de la Verdad y unas doscientas personas se habían congregado allí a la espera de la charla, junto con un servidor de ustedes. Rashnish no destacó por su cortesía y tardó hora y media en aparecer. Vestía unos elegantes ropajes blancos y su entrada tuvo mucho de teatral. Iba rodeado de un buen número de acólitos que llevaban también vestiduras blancas, pero no tan rabiosa e impolutamente blancas como las del dios, porque para eso eran sólo santos subalternos. Los allí reunidos nos hallábamos sentados en el suelo, como es lo habitual en la India en este tipo de ceremonias, pero el guru tenía dispuesto para sus iluminadas posaderas un sillón de última generación, reclinable y giratorio, tapizado en terciopelo.
          La espera me había indignado e impacientado; no así al resto del público, que parecía hallarse como en trance por el hecho de encontrarse en presencia de un hombre tan santo, con su barba reglamentaria.
Rashnish habló durante unos cuarenta minutos y en ellos se dedicó sistemáticamente a burlarse de las tradiciones del yoga y de las técnicas de control del cuerpo y de la mente, que sirven para la meditación y el progreso espiritual. Su discurso no recordaba en nada a lo que yo conocía de sus escritos. En él despreciaba la búsqueda de conocimiento, la acción desinteresada, la devoción y los otros múltiples caminos de liberación que propone la ortodoxia hindú. Su mensaje era mucho más sencillo: no había que esforzarse durante innumerables vidas para evolucionar e iluminarse, perdiendo el tiempo miserablemente. Todo podía conseguirse aquí y ahora, de inmediato, sin necesidad de ninguna restricción, esfuerzo ni austeridad. Lo único preciso era tener la suerte de encontrar al Maestro Adecuado —él—, entregarse a tal maestro plenamente, obedecerle y abandonarse a los deseos del cuerpo.
          Miré a mi alrededor y contemplé algunos rostros de mirada interrogante —pocos— y más de un centenar de caras zómbicas totalmente complacidas. Ninguna enseñanza se había dado en aquella charla, nada se podía aprender, únicamente servía al crematístico propósito de crear adeptos de los de cuota fija y de convencer a la gente del oxímoron práctico de que sometiéndose a otro, desarrollaban su personalidad individual y hacían algo meritorio.
          Descubrí entonces el secreto de la popularidad de ese maestro: daba la sanción, el permiso para indulgir en las tentaciones de la carne —sexo, drogas— y las santificaba, de manera que eliminaba de aquellas personas desorientadas la sensación de culpa y, al mismo tiempo, les hacía creer que estaban avanzando mucho en el camino espiritual.
Confieso que quedé bastante asqueado, aunque nunca me arrepentí de haber visitado aquel lugar siniestro, porque allí tuve ocasión de conocer el engaño en su estado más puro.
          (Desde entonces no se me ha presentado la ocasión de ver a ningún otro dios en persona y desde tan cerca. Sólo espero —si me topo con alguno en lo que me queda de vida— que no padezca ninguna alergia cutánea, en aras de su credibilidad.)

[1] «Descenso a los infiernos». (Nota aclaratoria para aquellos que no dominen el idioma checoslovaco).
[2] Hay que recordar que en aquellos años los besos de señores no se prodigaban tanto como en la actualidad.

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