(Algunas
reglas extrapoladas de las experiencias más desoladoras.)
Cuando vayas a
pronunciar una conferencia, asegúrate de que te hallas lo más lejos posible de
Madrid (o de Tegucigalpa, si eres hondureño: he puesto Madrid sólo como ejemplo).
Esto es indispensable por una gran
cantidad de razones. En primer lugar, en Madrid (o en cualquier gran capital)
cada tarde hay tanta gente conferenciando que las elites escuchadoras se reparten entre todas y tendrás suerte si hay
siete personas en el público (incluyendo a los dos amigos a los que tú mismo
has arrastrado a oírte). Así es que procura que sea lejos. Guadalajara o Ávila
pueden brindarte hasta 30 ó 40 oyentes.
La idea que subyace es que lo
importante se fragua en la capital; por ello, la gente de provincias tiene la
sensación diaria de que se está perdiendo algo de importancia morrocotuda. Una
conferencia impartida en algún sitio más remoto (puede ser Lugo, Cádiz o
incluso Murcia) arrastra decisivamente a mucha más gente por la Ley de la Culturización
Inversa: cuanto más cerca estás de la cultura, menos te interesa. (El Museo del
Prado lo han visitado infinitamente más tokyenses, hiroshimenses y nagasakinos
que madrileños. Es un hecho probado.)
Cerciórate
de que los que te presentan sabes quién eres. El despiste es más común de
lo habitual por una razón que ahora expondré. A ti te invitó —por ejemplo— el
director de un departamento de una universidad cualquiera en el mes de octubre
para una conferencia que tenías que pronunciar en—digamos— mayo. Cuando llega el
día el tal director está de permiso y hay un director en funciones que no se ha
enterado muy bien de qué actividades hay programadas y que, además, odia al
verdadero director (porque quiere substituirle permanentemente) y no tiene
ningún interés en que las actividades programadas por éste salgan bien. El
conferenciante viene de fuera y para él no es una eminencia respetable que
honra el campus y lo iluminará con su
sabiduría, sino un incordio del que hay que ocuparse y al que hay que recibir,
presentar, escuchar, invitar a cenar y hacer que firme papeles: un pelmazo que
no dirá nada nuevo, porque, si era conocido del verdadero director, será un
cretino como él.
Con estos pensamientos el director en
funciones opta por delegar, dice que tiene una cita con el dentista y encarga
al pringado de turno la tarea de encargarse de ti. El pringado de turno es el
profesor más joven, el que hace menos tiempo que se ha incorporado al
departamento y tiene aún la obligación moral de hacer la pelota a los miembros
más antiguos. Ese señor se pondrá una corbata (quizá por tercera o cuarta vez
en su vida), engolará la voz para parecer más importante y se ocupará de ti.
Probablemente se olvidará de hacerte firmar algún recibo (con lo cual, meses
más tarde, tendrás problemas para cobrar la conferencia) y, al presentarte al
auditorio, será incapaz de leer correctamente tu currículo resumido, por lo que
dirá algo por este estilo: «Ahora escucharemos a don Ricardo Jardiel Gallurt,
que nos hablará sobre Las claves del amor
en la obra de Eduardo Mendoza» Entonces tienes que rectificar y aclarar que
no te llamas Ricardo, sino Enrique, que no es Jardiel Gallurt, sino Gallud
Jardiel y que a tratar de Mendoza no vas a hablar del las «claves del amor»,
sino de las «claves del humor», que no siempre es lo mismo.
Controla
el tiempo. La duración de la conferencia es fundamental. Suelen ser de cincuenta
minutos más el coloquio, pero eso no es lo que importa, sino la impresión que
transmitas de que va a durar mucho o poco. Has de recordar que todo asistente tiene
la esperanza y el deseo inconfesable de que tu conferencia acabe lo antes
posible (lo que te hace preguntarte por qué asiste en primera instancia). Así
es que si hablas despacio o si el auditorio cree que el tema no avanza, la cosa
se pone fea.
Más que en el reloj, la gente se fija
en la velocidad a la que pasas las páginas. Si tienen mucho texto, malo. Es más
conveniente escribir a doble espacio y con un tipo de letra grande. Así es que
te ven el tocho al principio y puede que se desanimen (aunque siempre les queda
la esperanza de que te saltes alguna) pero cuando ven que las vas pasando
deprisa, se ponen contentos y tu conferencia aún puede ser un éxito.
Hay que evitar frases como «Seré
breve», pues todo el mundo sabe que estás mintiendo como un bellaco. Tampoco
debes decir «... y para finalizar...» si aún te queda un buen cacho, pues les
haces tener esperanzas infundadas. Beber agua muchas veces es nefasto. Implica
que aún falta mucho para acabar, es como si les dijeras: «Con la gasolina que
tengo en el coche no llegamos a casa. Hay que repostar.»
Evita
la controversia en el coloquio. Los coloquios son una tontería intelectual
y sólo sirven para aliviar vanidades frustradas. Lo explicaré: Si eres bueno en
tu campo y lo dominas, es muy raro que te hayas dejado algo importantísimo sin
decir que obligue a alguien del público a preguntártelo durante el coloquio.
Por el contrario, si eres un intelectual chapucero y has dicho muchas
majaderías es poco probable que puedas contestar coherente y eficazmente a una
pregunta que se te haga.
Las preguntas que suele haber tras las conferencias son de
varios tipos: a) Preguntas que no tienen
nada que ver con el tema en cuestión, hechas por estúpidos; b) preguntas cuya
respuesta ya has dado durante la charla, hechas por sordos y gentes que estaban
durmiendo; c) no-preguntas. Y llamo «no-preguntas» a las preguntas que no lo
son. O sea, cuando un señor, para lucirse y dar rienda suelta a su vanidad, se
levanta y, fingiendo preguntarte algo, lo que hace es dar una breve conferencia
para demostrar lo mucho que sabe él sobre el tema, mencionando gran profusión
de autores y títulos de libros. Estas intervenciones (las más aburridas para
los oyentes, que se habían hecho la ilusión de que el suplicio estaba terminando)
suelen ser las más frecuentes y las hacen aquellos a los que nunca en la vida
nadie les ha invitado a hablar en público y que se sienten frustrados por ello.
Cuando se da esta situación, a los
organizadores que están contigo en la mesa se les ve nerviosos. Es obvio que
conocen bien al pedante; probablemente es un compañero de departamento que les
hace también la vida imposible a ellos. Están incómodos, se revuelven en sus
asientos y te miran con curiosidad, para ver cómo te desenvuelves ante el erudito
a la violeta.
¿Qué postura se puede adoptar ante tal
situación? Sólo tienes dos opciones: la educada y la maleducada.
La opción educada (para quedar bien
con todo el mundo) consiste en escuchar atentamente al interruptor, fingir que
te interesan sus comentarios y que tomas notas de algunos de ellos en el dorso
de tu conferencia y, cuando acaba, darle las gracias amablemente, decir que
estás de acuerdo con todo lo que ha dicho y decir luego tú lo mismo que ha
dicho él, sólo que con otras palabras. Esta actitud servil te hace quedar bien
con todos: con el preguntante, porque has halagado su vanidad elogiándole
delante de todos, y con los organizadores, porque con mano izquierda has sabido
torear al atacante, manteniendo las formas y el decoro.
La opción maleducada consiste en mirar
fijamente al hablante con una sonrisa y sin mover ningún músculo del rostro
durante toda su perorata y, cuando acaba, decirle con tono dulce, lentamente,
pronunciando muy bien (para que todos te entiendan) y tras una pausa (para
asegurarte de que has captado la atención del auditorio): «Usted ha hablado
aquí de muchas cosas, pero no ha hecho absolutamente ninguna pregunta. ¿Podría
decirme, por favor, qué es lo que quiere saber?»
Con esto, lo hundes.
El público suele prorrumpir en
carcajadas y se pone totalmente de tu parte. El hombrecillo queda en el mayor
de los ridículos y se sienta, mascullando algunas palabras ininteligibles. Los
oyentes te agradecen el gesto, considerando que has sido su vengador de un tipo
que estaba prolongando innecesariamente su aburrimiento. Aquí suele finalizar
el coloquio y en los aplausos finales notas que te has apuntado un triunfo.
Pero lo malo es que no te vuelven a
invitar a disertar allí.
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