Lerma, Olivares y otros duques hispanos de infausta memoria




Ojeada retrospectiva a una panda de sinvergüenzas muy nuestros


Dijo Hegel —creo que fue él, pero si no lo fue, que me demande por difamación, cosa que está ahora de moda cuando alguien dice de ti algo que es verdad pero que no te gusta oír— que lo único que los hombres aprendemos de la Historia es que no aprendemos nunca nada de la Historia. (Esta paradoja es semejante al planteamiento irresoluble «El ateniense Epaminondas afirma que todos los atenienses mienten. ¿Dice verdad o miente?». Pero no voy a insistir en ello, porque para un primer párrafo ya he incluido bastante erudición pedante e innecesaria).
         La cosa va de duques. Duques de nuestra historia.
         Está primero el de Lerma (Francisco Gómez de Sandoval y Rojas), de infeliz recuerdo. Si han visto la gola descomunal que llevaba Felipe III se harán idea de que el rey no podía inclinar la cabeza lo suficiente para ver lo que firmaba. De ahí la necesidad de alguien que lo hiciera por él: un privado o valido, como se les llamaba en los siglos xvi y xvii a los asesores nombrados a dedo.
         Fue el hombre más poderoso del reino. Se hizo inmensamente rico a costa de manejar el tráfico de influencias, la corrupción y la venta de cargos públicos. Destacó como pionero de la modernidad en lo de abusar de su posición colocando en puestos de importancia a parientes y amigos, y obteniendo para sí honores títulos, cargos, regalos y ayudas, hasta reunir la fortuna más grande de su época. (Hay que decir en su descargo que el papeleo necesario para estas gamberradas lo redactaba él en persona, pues entonces no había ningún «Rincón del vago» de donde fusilar escritos).
         Lerma inventó la especulación y el pelotazo inmobiliario. Por su cargo de valido del rey podía emprender lo que le viniese en gana. ¿Qué hizo? Convencer al monarca de que Madrid era un verdadero asco y que debía trasladar la Corte a otro sitio. ¿Adónde? A Valladolid, por ejemplo, cosa que efectivamente sucedió en 1600. El duque efectuó una magistral operación inmobiliaria seis meses antes del traslado, comprando propiedades e invirtiendo en su propio beneficio. Hecho el negocio, le volvió a vender a la corona, tiempo después, algunas de estas propiedades. Astuto, ¿no? Además, la villa de Valladolid le sobornó para que fomentase el cambio de capital y, años después, la villa de Madrid hizo lo propio para que volviese a dejar la Corte donde estaba colocada en un principio. Lerma fue en esto muy justo y equitativo: cobró a ambas villas la misma cantidad.
         Cuando la cosa se puso fea y se le acusó de haber robado algo, Lerma recurrió a una solución muy española: se puso en manos de la SMI y, para evitar ser juzgado, logró que el Papa le nombrase cardenal, aforándose de esta manera y haciéndose inviolable. El pueblo recitaba la siguiente coplilla:

Para no morir ahorcado,
el mayor ladrón de España
se vistió de colorado.

Cuando hubo de devolver una pequeña parte de las enormes sumas que se había embolsado, se quejó de que el rey le había empobrecido injustamente.
         Después de Lerma, vino otro pícaro de pro: Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde de Olivares y duque de Sanlúcar la Mayor. Mientras que Lerma sólo quería dineros, Olivares quería dineros y poder. Se congració a Felipe IV y cuando éste recibió la corona en 1621 con tan sólo dieciséis años, dijo el Conde-Duque, refiriéndose al Imperio español: «Ya todo es mío». Y durante años todo fue suyo.
         Quevedo, ¡cómo no!, le criticó y tomó el pelo en un famoso verso (osadía que pagó luego con la cárcel):

¿Qué culpa al conde le dan,
sea verdad, o sea patraña
en la perdición de España?
La del conde don Julián.
Muchos afirmado han
en varios juicios severos
que a España dos condes fieros
han causado eternos lloros:
uno metiendo a los moros
y otro sacando dineros.

Otro ejemplo más actual de duques financieros es el de Jacobo María del Pilar Fitz-James Stuart (1878-1953), que no parece que tuviera tanto dinero o tierras como los otros de los que he hablado, pues aparte de Duque de Alba, solamente era Duque de Berwick upon Tweed, Conde de Tinmouth, Barón de Bosworth, Duque de Arjona, Duque de Huéscar, Duque de Liria y Jérica, Duque de Montoro, Conde-Duque de Olivares (pues era heredero del otro), Marqués de El Carpio, Conde de Baños, Conde de Lemos, Conde de Lerín, Conde de Miranda del Castañar, Conde de Módica, Conde de Monterrey, Conde de Osorno, Conde de Siruela, Condestable de Navarra y de Éibar, Marqués de Andrade, Marqués de Ardales, Marqués de Ayala, Marqués de Barcarrota, Marqués de Casarrubios del Monte, Marqués de Coria, Marqués de Eliche, Marqués de Fuentes de Valdepero, Marqués de Fuentidueña, Marqués de Galve, Marqués de Gelves, Marqués de Mirallo, Marqués de La Algaba, Marqués de La Mota, Marqués de Moya, Marqués de Osera, Marqués de Piedrahíta, Marqués de Salvatierra, Marqués de San Esteban de Gormaz, Marqués de San Leonardo, Marqués de Santa Cruz de la Sierra, Marqués de Sarriá, Marqués de Tarazona, Marqués de Valdunquillo, Marqués de Villalba, Marqués de Villanueva del Fresno, Marqués de Villanueva del Río, Vizconde de la Calzada y Señor de Moguer. Tenía, además, otras tierras en una maceta y cobraba una suculenta pensión, pues fue ministro con el general Berenguer.
         Sobre él, escribió Rafael Alberti un romance: «El último Duque de Alba» (En El burro explosivo, 1937), aludiendo a que, cuando le quisieron hacer trabajar durante la II República, salió por pies:

Señor duque, señor duque,
último duque de Alba:
si tu abuelo tomó Flandes
tú nunca tomaste nada,
sólo las de Villadiego
por Portugal o por Francia.
Si tu abuelo cruel, ilustre,
lustró de gloria tu casa,
tú lustraste los zapatos,
las zapatillas, las bragas
de algún torero fascista
que siempre te toreara [...]

Podríamos poner otros ejemplos de duques sinvergüenzas, quizá más de actualidad, pero, ¿para qué cansar? ¿No les parece a ustedes?

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