La toma de la Bastilla




Un episodio de historia
de la Francia o la Francía
famoso en el mundo todo:
la toma de la Bastilla,
que simboliza... pues ahora
no sé lo que simboliza.
¡Ah, sí!: la revolución
del pueblo y la burguesía
contra un régimen que ya
iba de capa caída.

En secreto les diré
que esta gesta tan magnífica
no lo fue tanto. ¡Qué va!
No fue importante. Es mentira.
Porque aunque sí que asaltaron
esa prisión con horquillas
los franceses, se encontraron
que estaba casi vacía
y sólo había tres rateros,
una furcia arrepentida
y ningún preso político,
siendo una gesta perdida
y un ridículo sonado
desde París hasta Niza.

Pero la revolución
fue bastante divertida.
¿Qué sucedió? No lo supo
ni Robespierre ni su tía.
La cosa fue así: ya estaban
casi hasta la coronilla
de Luis XVI, un rey
duro como un alfombrilla,
esbelto como un pandero,
guapo como Pedro Erquicia:
un dechado de virtudes,
gloria de la borbonía.

El tema estaba muy mal,
la situación era crítica:
el pueblo no tenía pan
en que poner mantequilla
y la corte de Versalles
gastaba todos los días
en lazos para sus perros
y en helados de vainilla
más doblones que zoquetes
hay en toda Normandía.

Marcharon para Versalles
unas mujeres feísimas
(y que iban, además,
todas bastante cochinas)
a pedirle pan al rey,
porque en París no había harina
para rebozar siquiera
una croqueta chiquita.
El rey estaba en las nubes:
de la hambruna no tenía
el bueno de Luis Capeto
la más remota noticia.
Bien, los revolucionarios
cogieron a la familia
real, sus perros, criados
y demás parafernilia
(ya sé que es «parafernalia»
pero es que, entonces, no rima),
la llevaron a París
y la dejaron metida
en ese sitio tan raro
que le dicen Tullerías,
los Inválidos y a veces
llamado la Enfermería
y otros nombres semejantes
con los que siempre nos lían.

Entonces se convocaron
—por ver si aquello servía—
los Estados Generales
que era una invención antigua
de cuyo funcionamiento
nadie tenía maldita
la idea, pero que sonaba
bien y, al menos, parecía
oficial, legitimando
el caos que en Francia había.
Allí estaba la nobleza,
estaba la burguesía,
el clero y el pueblo llano,
un montón de periodistas,
la asociación de beatas,
la vanguardia jacobina,
los tigres de la Gironda
y hasta el gremio de callistas.
Todos reunidos deciden
una cosa decisiva
que ahora no recuerdo bien
pero que fue importantísima.
En fin, pasaron mil cosas
insólitas o «insolitas».
Se depuso al rey, se hizo
un gobierno muy de prisa.
Se mandaron fabricar
cuatrocientas guillotinas:
dos o tres para París
y el resto, para provincias.
Se persiguió a la nobleza
(que organizó una estampida
y no dejó de correr
hasta llegar a Abisinia),
se abolió —o abolicionó
o como sea que se diga—
a esa institución caduca
que se llama monarquía,
se declaró la república,
se prohibió comer natillas
por ser postre aristocrático,
se declaró instituida
la igualdad de los derechos
humanos con mucha prisa
y, como logro tremendo,
se hizo grande escabechina
cortando tantas cabezas
que llevaron a la ruina
a todos los peluqueros,
a muchas sombrererías
y a un montón de fabricantes
de peines y brillantina.

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