Romance de la niña vestida




(Poema inedito de Federico García Lorca)

Cuando la luna nos muestra
redondez de cacahuete
y, antes de dormir, la brisa
se toma un vaso de leche,
cuando las sombras calladas
cuentan cuentos a los tréboles
y se incrementan los grados
de aquellos que tienen fiebre,
cuando la tarde es recuerdo
emborronado de Alzheimer,
cuando salen los vampiros
para ver lo que se muerde,
cuando los grillos entonan
la «Lacrimosa» del Requiem
y los sonámbulos comen
sardinas en escabeche,
o sea: cuando la noche
sale, porque el Sol se mete,
en un callejón de un barrio
muy típico de Albacete
Jacinto le mete mano
a su prima, Mari Tere.

¡Ay, que los lobos oscuros
van persiguiendo a las liebres!
¡Ay, que el mar está mojado
y lleno de salmonetes!

La niña, si se descuida,
va a perder lo que se suele
perder siempre en estos casos
y que es algo muy corriente
en los versos de la Ge-
neración del Veintisiete.

Él, ansioso por gozar
lo gozable, la acomete.
Rasga su blusa de seda
de un manotazo valiente
porque no tiene paciencia
para buscar los corchetes,
y le pega un gran bocado
sin preguntar si le duele.

Los pechos a la muchacha
le tiemblan, de puro alegre;
él los degusta, extasiado,
cual si fueran un sorbete.
Su lengua fría acaricia
los pezones de la Tere
que, enervados, se le ponen
firmes, igual que un teniente
recibiendo una medalla,
duros como una «baguette»
de atún comprada en el bar
de alguna estación de trenes,
y, sobre todo, muy dulces,
tan dulces como pasteles.
Jacinto cierra los ojos
y a su memoria le vienen
napolitanas, cruasanes,
ensaimadas con merengue,
tocinos de cielo, crema
catalana, arroz con leche,
empanadas de boniato,
tortas de pasas y nueces,
profiteroles de nata
y otras mil exquisiteces.
(Como no pase a otro tema
agarrará la diabetes.)

El viento en los olivares
va tocando el clarinete
sin que este verso se sepa
por qué está aquí, ni a qué viene.
Los gitanos, con sus ropas
muy bien dadas de azulete,
se meten en el poema
sólo para dar ambiente
y hay un olor de jazmines
que no está mal, porque siempre
es mejor que huela a flores
que a vertedero o retrete.

Él empieza a despojarla
de sus faltas (lleva nueve,
una encima de la otra,
y todas tienen mil pliegues).
Con las caricias del primo
la muchacha desfallece
y Jacinto, enloquecido
de pasión, sigue en sus trece
y le va quitando toda
la ropa que la guarnece.
Él quiere hacerlo deprisa,
—vamos: en un periquete—
pero la cosa no es fácil
y ya casi le amanece.
Cuando se acaban las faldas
once enaguas entorpecen
la consumación de amor.
Jacinto, con ansia ardiente
rompe y rasga y hace trizas
todo aquel montón de lence-
ría que le está impidiendo
pasarlo de rechupete.

Pero decidió el destino
que no le iba a hincar el diente,
porque bajo las enaguas
desgarradas aparecen
una sucesión de bragas
de aspecto sólido y fuerte.
Y Jacinto está cansado
y, además, no es ningún Hércules.
Se desanima bastante
y decide, de repente,
que es mejor pagar un poco
que seguir haciendo el mente-
cato, por lo que dirige
sus pasos rápidamente
hacia un barrio que él conoce
en donde hay varios burdeles
que ofrecen un «dos por uno»
todos los martes y viernes.

En los almendros en flor
las mariposas se duermen.
Los grillos y las cigarras
están jugando al julepe.

Mari Tere, despechada,
llora lagrimones verdes
y coge un catarro por
desnudarse a la intemperie.

No hay comentarios: