El rey Midas

 

Aunque, por lo general,
muchos de los mitos griegos,
por ser muy enrevesados,
no se entienden ni de lejos,
no es este el caso, señores,
pues si vemos el ejemplo
de Midas, se entiende pronto
que el amor por el dinero
produce sólo produce neuralgias,
inquietudes y desvelos,
y es mejor ser pobre y rico
que ser rico y estar muerto.
Y aunque reconozco que
la moraleja del cuento
no es algo desconocido
ni original en extremo,
en cambio es una verdad
de más tamaño que un templo.

Midas era rey de Frigia.
(¿Quién sabe dónde está eso?)
Y gobernó en el periodo
que va desde el setecientos
cuarenta (era antes de Cristo)
hasta allá por el seiscientos
noventa y seis, año arriba,
año abajo, más o menos.
¿Por qué destacó el gachó?
Pues si hemos de creer a Homero
(que fue el cotilla mayor
que escribió sobre los griegos
y sus miserias), se hizo
amiguete de Sileno,
que era el padrastro adoptivo
del dios Dioniso y, por eso,
está en las enciclopedias
con foto de cuerpo entero.

Este Sileno era tonto
por ser borracho perpetuo
(que el alcohol dicen que matan
las células del cerebro
y te deja gilipuertas,
obtuso, cretino y lelo).
Y en las pocas ocasiones
en que no se hallaba ebrio,
se entretenía el buen señor
en ser profeta, que en Delfos
hizo una vez un cursillo
(aunque le dieron suspenso).

Como fuere: pues un día
que salieron de paseo
Sileno, Dioniso, siete
criados y cinco coperos,
el primero se apartó
de los demás un momento
para ir tras unas matas
a hacer... Pero no lo cuento,
que ya ustedes lo imaginan.
Y unos campesinos necios
que pasaban por allí
y que tenían poco seso,
al ver a Sileno, que era
un sátiro con dos cuernos,
lo apresaron ipso facto
y, cargando con su peso,
lo llevaron ante Midas,
que se alegró mucho al verlo.
Le recibió con honores
y le dio vino del bueno
(no del otro, que guardaba
para ofrecérselo a aquellos
visitantes pelmas que
le producían desprecio).
Durante varias semanas
ambos se pusieron ciegos
a beber y disfrutaron de
placeres eutrapélicos,
montando una macrofiesta
que tembló todo el Egeo.

Cuando se enteró Dioniso,
lleno de agradecimiento,
quiso darle un don a Midas
por haber sido tan bueno
con su padre. Y como supo
que el rey amaba el dinero
con un amor pasional
que no lo sintió Romeo
por Julieta, se sacó
un conjuro del chaleco:
cualquier cosa que tocara
Midas, persona u objeto,
se convertiría en oro
de ese que vale su peso.

El rey Midas, al principio,
no cabía en sí de contento.
Trocó en oro como inició
su trono —que era de hierro—,
su corona de latón,
su espada de molibdeno,
su centro de calamina
y sus zapatos de cuero
(con lo que el pobre acabó
con unos callos tremendos).
Después doró las columnas,
las paredes y los techos
de su palacio enterito,
sin olvidarse los suelos.
Doró todos los salones,
los pasadizos secretos,
comedores y cocinas,
todos los apartamentos,
el gimnasio, la piscina,
el pabellón de recreo,
las alcobas de invitados,
los retretes, los trasteros
y hasta el cuarto de la plancha
y la caseta del perro.
Hasta aquí todo fue bien.
¡El conjuro era estupendo!

Pero entonces le entró hambre
al rey, que tenía el defecto
de ser bastante glotón
y adorar el picoteo,
por lo que estaba gordito
como una bola de sebo.
Pidió jamón, aceitunas
y algo de queso manchego
a modo de tentempié.
Pero, ¡oh, destino adverso!,
al disponerse a comer
el primer trozo de queso,
éste se trocó en metal
en su boca y, al morderlo,
Midas se partió tres dientes
y hubo de llamar al médico.

El rey se encontraba ahora
con un problema muy serio.
¿Cómo comer? Se asustó:
no le llegaba el chaleco
al cuerpo. ¡Se moriría
si no encontraba otro medio!
¿De qué sirven la riquezas
cuando las palmas famélico?

Aristóteles relata
que Midas murió tras esto,
pero ustedes no hagan caso,
que es siempre cuenta cuentos
y se inventa muchas cosas
que no son verdad. De hecho,
a mí me consta que el rey
sobrevivió a este proceso.
Puso al dios un telegrama
preguntándole el remedio
y Dioniso le explicó
que anularía el efecto
bañándose en el Pactolo,
pues frotarse todo el cuerpo
con fuerza y con estropajo
era la clave del éxito.

El Pactolo era un riíto
(vamos: un río pequeño)
que nacía en el monte Tmolo
y discurría por el reino
de Lidia, y al que llamaban
con mucha guasa «el río seco»,
pues tenía menos agua
que la que bebe un camello.
El monarca, con champú
de huevo se lavó el pelo,
los pinreles, los sobacos
y otros cuantos recovecos
corporales, tras lo cual
el don se quedó deshecho
y el oro que poco a poco
sus partes le iba cubriendo,
tras ponerse un poco blando,
se desprendió de su cuerpo,
haciendo aurífero el río,
sus aguas enriqueciendo
y dejando al rey, de paso,
limpio, relajado y fresco.

Aquí se acaba la historia
de un rey codicioso y memo,
de un borrachín redomado
y un dios bastante gamberro.

Reseña de Vis a vis con la vis cómica, de Pepe Pelayo

 

Pepe Pelayo: Vis a vis con la vis cómica. Entrevistas a humoristas gráficos, Humor Sapiens Ediciones, Santiago de Chile, 2025, 316 págs.

 

 

          Una de las grandes ventajas del humor es que te da la más completa libertad para escribir lo que te salga de los hemisferios (cerebrales), sin tener que dar cuentas a nadie. Esto no sucede con la literatura ensayística, por ejemplo, en la que tienes que cuidar el dato, ni en la novelisticoculebrónica, en la que has de procurar que tus tramas no caigan en el ridículo para no volver a levantarse más.

No. El escritor de humor (no lo llamo humorista para que no lo confundan con los señores que se limitan a contar en televisión chistes que estaban ya anticuados y decrépitos durante el Paleolítico superior) puede escribir lo que quiera; lo peor que le puede pasar es que lo escrito no tenga gracia, pero nada le impide hacer que su protagonista contraiga matrimonio con un ladrillo, mantenga una conversación con un paraguas o juegue al dominó con el espíritu desencarnado de Wifredo «el Velloso», si así le apetece, sin tener que justificarlo.

Pues bien: haciendo un usado oso (un usado oso, no: un osado uso, quiero decir, que se me ha colado una metátesis a traición) de esta libertad mencionada, el gran cómico Pepe Pelayo se ha atrevido aquí a emprender la tarea más difícil que se le pueda ocurrir a un indoeuropeo: ¡a definir el humor, nada menos! Y a desglosar minuciosamente muchas de sus particularidades en este libro, que es el primero de una serie de cinco (o el último, todo depende de por dónde empieces a contar), todos ellos en la misma línea cómico-didáctico-informativa.

Y como Pelayo es listo, no ha hecho el trabajo él solo, sino que para que le ayuden en tan manga tarea se ha sacado de la magna (me ha pasado de nuevo; ¡lo siento!) un centenar y medio de amigos, expertos en la materia. A esta variedad de comportamiento consistente en lograr que otros te saquen las castañas del fuego mientras tú te las vas comiendo en el más agradable de los ocios se le denomina actualmente ‘delegar’ y se considera una virtud laboral muy a tener en cuenta.

Es broma, porque para poner en orden en... vamos a ver: ciento treinta y seis humoristas, multiplicados por trece preguntas del cuestionario, son... ¡un montón de respuestas que catalogar, analizar, sintetizar y estudiar! Concretamente, mil ochocientas cuarenta y siete opiniones (seguro que la cuenta está mal hecha, pero ser de Letras nos exime de responsabilidad; váyase eso en compensación por el desprecio que siempre nos muestran los que son de Ciencias).

¡Ah! Y tras correarse con tanta gente (iba a escribir ‘cartearse’, pero ahora todo se hace por correo electrónico), Pelayo ha llevado a cabo un magistral resumen de contenidos, con reflexiones y flexiones (las flexiones son las reverencias simbólicas que el autor les ha hecho a los participantes para agradecerles su ayuda, porque pagarles, no creo que les haya pagado nada).

¿Qué tenemos entonces entre manos? ¡Pues un libro estupendo, señores míos! Un tratado doctísimo sobre esos mil aspectos de la risa que interesan a las personas inteligentes (los tontos no se preocupan de los mecanismos de la creación artística, que es terreno reservado a las grandes sensibilidades). En él se dilucida de dónde sale el humor, a dónde va, qué es lo que hace por el camino, quiénes lo cultivan, quiénes lo venden y quiénes son los intermediarios que se forran al hacerlo, qué límites tiene (si es que tiene alguno), cómo se lleva con su archienemiga (la Censura), cómo está de salud, qué proyectos tiene para el futuro próximo y lejano, qué relación va a tener con la IA y otros muchos aspectos de su personalidad y capacidades. Información toda ella de primera mano, salida, como suele decirse «de la boca del caballo», siendo el caballo en este caso (con perdón) todos esos humoristas gráficos que se dedican a hacernos la vida agradable a los que nos portamos bien y a cantarles las verdades del barquero a los que se portan mal, pues ya se conoce el lema tácito y supremo de los que se dedican a esto: «Castigat ridendo mores» (riendo, corrijo las costumbres). Los dos principales fines del humor son el solaz y la crítica.

Y el libro tiene más cosas, muchas más. Para empezar, las ciento y pico autosemblanzas con las que los dibujantes nos cuentan su tránsito al sagrado terreno del humor, sus logros, sus experiencias y propósitos artísticos. Para seguir, información a raudales sobre este aspecto literario en distintos países y sociedades, y las situaciones político-lo-que-sea que impelen a los artistas a dibujar compulsivamente. Y, para resumir, la sabiduría artística no de uno, sino de 137 señores (Pepe incluido), lo que resulta una ganga considerando la calidad/precio del producto.

Personalmente, no puedo dejar de recordar una curiosa frase de Salinger: «Un libro es bueno cuando, al acabar de leerlo, te entran muchas ganas de llamar al autor por teléfono». A mí es lo que me ha pasado y lamento no poder entablar ese centenar y medio de conversaciones con artistas de tantos países que no sé si tendrían tiempo para mí, pero que más que bastante han hecho contribuyendo con su experiencia, sus consejos, su saber y su ingenio a esta manga obra (¡otra vez!).

Cronología de Inglaterra

 

Saberse la historia del propio país está muy bien, pero con ello no puedes presumir casi nada, porque la gente considera —con razón— que era tu obligación conocerla.
En cambio, si te sabes datos, fecha y nombres de la historia de otro país cualquiera, entonces sí puedes echarte fama de ser un completo pozo de sabiduría, con su polea, su cubo y su cuerda.
Ofrecemos a nuestros distinguidos lectores una cronología de la historia de esa querida nación conocida como Angalaterra. Pero como ha habido ya más días que longanizas —como vulgarmente suele decirse— y han pasado un porrón de cosas, hemos tenido que elegir qué contar de entre todas las chuminadas que la Historia alberga en los sótanos de su memoria (¡qué hermosa frase nos ha salido, así, como quien no quiere la cosa!).


55 a.C.         Se inicia la dominación romana. Julio César se toma una taza del Thea sinensis de allí y comienza a sufrir ataques de epilepsia.

208 d.C.      Septimio Severo se acuesta en Roma con la hermana de quien no debe y es rápidamente enviado a Britania para fijar fronteras (esto explica por qué el Imperio Romano tenía tantas fronteras).

633              La derrota y muerte del cuñado de Etelberto, Edwin, a manos de los paganos de Mercia, puso fin a la primacía de Northumbria. Como no sabemos bien quién era toda esta gente, este período de la historia inglesa sigue siendo un enigma para los historiadores.

735              Muere Beda el Venerable, padre de la literatura inglesa y máximo exponente de la escuela de York, popular por su peculiar forma de preparar las morcillas de arroz. (No; no fue el inventor del jamón de York. Ese descubrimiento fue muy posterior.)

871              Reinado de Alfredo el Grande, quien mantuvo la paz en el reino... hasta que consiguió armarse lo suficiente e inició la guerra. ¿Contra quién? Poco importa. La guerra es la guerra.

1035            El rey Canuto (Cnut) se suicida, harto ya de que le tomen el pelo. Le sucede Eduardo, que se caracterizó porque no sabía mover bien los alfiles en el juego del ajedrez.

1066            Tiene lugar la famosa batalla de Hastings, también llamada batalla de Senlac, porque los participantes no tenían muy claro con quién se estaban pegando ni dónde.

1072            Guillermo «el Conquistador» reparte las tierras del reino. Él se queda con una sexta parte; una cuarta parte pasa a la Iglesia; a los normandos se les entrega en régimen feudatario algo menos de la mitad. Como nosotros nunca aprendamos a manejar quebrados no podemos contar cómo quedó el reparto. Esto impidió en el futuro todo intento de desamortización, pues nadie quiso complicarse la vida.

1126            Adelardo de Bath tradujo al latín las tablas astronómicas de Al-Khwarizmi. Como nadie en Inglaterra —salvo él— sabía latín, el libro vendió poco.

1167            Se inician las actividades de la Universidad de Oxford, pero como aún no ha nacido Shakespeare, los profesores ingleses no saben qué enseñar y se pasan los semestres en la cafetería.

1208            El papa Inocencio III se enfada, no se sabe bien por qué, y excomulga a toda Inglaterra de un plumazo, lo cual es gran error, pues Juan sin Tierra se apodera enseguida de las propiedades del clero inglés y se queda tan pancho.

1211            Robin Hood es soberanamente apaleado por Little John y cae en el arroyo, poniéndose perdido de barro.

1215            Los barones ingleses imponen al rey la Carta Magna, una especie de comodín que sirve para todo.

1346            Gran victoria de Crecy, no está muy claro en qué guerra.

1455            La guerra de las Dos Rosas, por alusión simbólica a los dos generales de las casas de Lancaster y York, que eran bastante suavitos, por decirlo eufemísticamente. Ni que decir tiene que aquello fue la juerga padre y material para todo tipo de chistes.

1521            Enrique VIII recibe del papa León X el título de «Defensor de la fe», pocos años antes de ser excomulgado.

1587            María Estuardo la pringa con la conspiración de Babbington y es ejecutada. Isabel I duerme bien por primera vez en muchos años.

1591            Shakespeare le roba varios argumentos a Christopher Marlowe.

1653            El Parlamento nombra a Oliverio Cromwell «Protector de la República de Inglaterra, Escocia e Irlanda» pero, pese a este título tan pomposo, no le sube el sueldo.

1702            Se declara la guerra a España.

1708            Marlborough se fue a la guerra.

1752            Inglaterra adopta el calendario gregoriano y se come once días (entre el 2 y el 14 de septiembre). Cuando llega Navidad, hay todavía tal confusión de fechas que la gente va a cenar a casa de sus familiares y se encuentra con que no han preparado nada de comida.

1775            Una ola moja un barco inglés en América, el té se empapa, lo tiran por inservible, los otros se mosquean... en fin: se arma un barullo y acaban a tiros.

1806            La victoria de Napoleón en Austerlitz hace que el estadista William Pitt muera del disgusto.

1824            Muere Lord Byron por meterse donde no le llamaban (una guerra griega de ésas).

1876            El Primer Ministro, Disraeli, a pesar de ser uno sólo, fue convertido en un Par.

1908            Tras la dimisión de Campbell-Bannerman, se forma el gabinete de Herbert Asquith, no sabemos muy bien con qué finalidad.

1937            Lord Halifax desayuna con el canciller Hitler en Berchtesgaden, pero no se atreve a mojar las galletas en el café, para no causar una mala impresión. El resultado es que se queda con hambre.

1943            Inglaterra interviene en la conferencia de Postdam, que dura desde el 17 de julio al 2 de agosto. Afortunadamente, la conferencia es a cobro revertido.

1956            A la reina Isabel II se le rompe un empaste.

1994            La princesa Diana hace cosas importantes, según dicen algunos.

Madrid en la zarzuela

 

Llega a mis ojos (porque lo he leído en un periódico) que la muy ilustre, muy insigne y muy más cosas villa de Madrid va a querellarse contra los herederos de Luis Fernández de Sevilla y Anselmo C. Carreño, autores del libreto de la zarzuela Don Manolito, por injurias y etc.
          Estamos de acuerdo en que la zarzuela Don Manolito es aborrecible (cosa que nos apena a los que amamos ese género, pero don Pablo Sorozábal, al componer, alternaba alegremente las melodías exquisitas con las detestables, a las que no quería renunciar una vez compuestas). Pero la letra nunca había producido el más leve sarpullido hasta que el mencionado artículo (que. por cierto, aún no lo he mencionado) nos ha abierto los ojos a su cruda realidad insulto-malgustizante, al hablar de Madrid.
          Y eso que el propósito de sus ramplónicas y pachanguerísticas melodías era precisamente el contrario: exaltar la patria chica de la Casta, la Susana, don Hilarión y el que le pegó la bofetada a don Hilarión, (que se llamaba Julián y cobraba cuatro pesetas, según el mismo no tenía inconveniente en reconocer).
          Porque dice el cantable (y resumimos los comentarios del comentarista):
¡Viva Madrid, que sí, que sí, que sí!
Pase lo de«¡Viva Madrid!», pero la insistencia siguiente lleva ya una crítica implícita. Parece como si se esperara que al grito de «¡Viva Madrid!» fuera a seguir un clamor de voces de censura diciendo: «¡No! ¡De ninguna manera! ¡Fuera!» y los letristas se anticiparan a tales voces insistiendo en que sí, que viva Madrid y que, al que le pique, que se rasque, en una muy castiza postura chulesca.
          «¡Viva Madrid!» Vale. Dicho lo cual, a los escritores no se les ocurre qué otra cosa decir a continuación. Podrían hablar de las excelencias de dicha ciudad, si las hubiera; pero, como no las hay, no saben cómo seguir. Sin embargo, la música es como un tren, que no espera, y los letristas se ven obligados a pergeñar algo para que los cantantes puedan cobrar el sueldo. Así es que se arrancan con aquello de:
Do, re, mi, fa, sol, la, so, do, re, mi.
          O sea: usan como letra el nombre de las notas de la melodía. Seguro que en este momento se vieron tentados de seguir así durante toda la pieza. Pero quizá algún amigo bienintencionado les convenció de que no lo hicieran, por el bien de sus carreras literarias, y les instaron a que compusieran algo de verdad.
          Tras mucho pensárselo Luis Fernández de Sevilla y Anselmo C. Carreño se fueron por los cerros de Úbeda, porque afirman:
El canto del milano se llama esta canción.
¿No habíamos quedado en que la canción se llamaba «Seguidillas», del acto 2º de Don Manolito? Pero lo que sigue es peor, porque nos dicen incluso cuándo se puede y cuándo no se puede cantar la dichosa canción:
Se canta en el invierno del ronco viento al son.
          Primero: tiene que ser invierno. Segundo: tiene que haber un viento que esté ronco (¿cómo será eso, Dios mío?) y luego hay que cantar su son y no puedes cantar por tu cuenta. Parece difícil, pero los autores nos resuelven la dificultad añadiendo:
Perejil, don, don,
las armas son
del nombre virulí
del nombre virulón.
         
¿Quién es el virulón? Nos consume la curiosidad.  Además, ¿de qué armas se habla y qué tienen que ver? Parece como si los autores tuvieran pensadas unas frases desde años ha, en espera de que les sirviesen para la letra de una canción cualquiera. Pasan los años y no encajan en ninguna romanza. Hartos de guardar la ficha con las frases sin usar, las meten con calzador aquí, por no poder hacerlo en ningún otro sitio.
Continúa la letra:
Morito pitipón.
          ¡Hombre! Por fin aparece el protagonista de la canción, aunque llega algo tarde. A lo mejor acaba teniendo argumento y todo. Lo que pasa es que no conocemos el adjetivo ‘pitipón’, con lo que nos quedamos sin conocer la personalidad dramática del morito.
Arrevuelto con la sal y el perejil.
          ¡Hala! «Arrevuelto» Luego se quejan de los recientes planes de estudio, pero estos señores se supone que aprendieron a escribir hace muchos años y que hicieron muchos dictados cuando niños, así es que no nos explicamos este fallo garrafal. (Salvo que sea una crítica a la cultura de los madrileños y el error sea deliberado, para dar tipismo al ambiente).
Y ¿qué hace el morito con sal y perejil? ¿Son antropófagos los madrileños? Aquí nos perdemos.
El amor no es sólo un niño, es también un otoñal.
          Los autores no han sabido definitivamente qué hacer con el morito y lo han abandonado a su suerte, pasando a otro tema menos controvertido: el amor.
No hay edad en el cariño,
el amor no tiene edad.

Estas dos frases dicen exactamente lo mismo con distintas palabras. Parece que la zarzuela va dirigida a un público zoquete que precisa que le repitan las cosas muchas veces. Después de la digresión sobre el amor, los autores (¡por fin!) se disponen a hablarnos de Madrid y nos dicen con toda desfachatez que
En Madrid hay una niña que Catalina se llama.
Chriviriví morena y salada.

(No entendemos lo de ‘Chiriviriví’, pero lo perdonamos. Sólo pretendemos enterarnos qué le pasa a la tal Catalina.)
En Madrid hay un palacio que le llaman de oropel.
          Aquí nuestra indignación no conoce límites, porque los autores tampoco saben qué hacer con Catalina, la abandonan, como abandonaron en su momento al morito, y nos hablan de un palacio con una gramática infame, puesto que el palacio no «se llama de oropel», en todo caso «estaría hecho de oropel». Un asco de letra, vamos.
Allí vive una señora que la llaman Isabel.
          ¡No se dice «una señora que la llaman», zopencos! Se dice: «una señora a la que llaman». Esto es un anacoluto como el castillo de la Mota. Isabel sufre la misma suerte que Catalina y el morito, y es abandonada despiadadamente por los autores que, decididos a convencernos no se sabe cómo de que como Madrid no hay nada, nos cuentan lo siguiente:
La puerta de Toledo tiene una cosa:
que se abre y que se cierra como las otras.

¡Valiente hazaña! Evidentemente, por mucho que se estrujaron las meninges los señores Luis Fernández de Sevilla y Anselmo C. Carreño no consiguieron contar nada interesante de la capital de España. Es más, nos olemos que la mitad de la letra de su canción está robada de algún cancionero popular.
          Y finalizan su obra, diciendo convencidos:
¡¡¡Madriiiiiiiiiiiiiid!!!