Como hay
gente para todo, Pearl S. Buck dedicó su vida a intentar entender a los chinos
y, aunque fracasó miserablemente, nos dio un aceptable sucedáneo de la realidad
en sus sinonovelas, contándonos que son así y asá, y que no solo pronuncian la
ele en lugar de la erre, sino también la erre en lugar de la ele, lo cual lo
lía todavía más.
La buena tierra, novela primero
y película después, nos cuenta el hambre que pasan los campesinos chinos, que
tienen que limitarse a darle lametones a las cortezas de los árboles para
sacarles algo de jugo. Wang Lung es un humilde granjero que vive en una humilde
casa con su humilde padre y unas pocas humildes gallinas que casi no tienen
humilde pienso que llevarse a sus humildes estómagos, lo que les produce un
humilde cabreo, pues no pueden permitirse un cabreo orgulloso.
WL se casa con una esclava que le
regalan en la «casa grande», porque ella es fea hasta la hidrofobia (a rabiar)
y su fealdad espanta a las visitas. O-lan es trabajadora, tiene hijos cuando
toca, no se queja de comer con la escudilla vacía y su marido solo siente que
sea huesuda y que sus codos le pinchen cuando comparten lecho, que es un día de
cada tres, porque los otros dos ambos duermen de pie para no desgastar las
sábanas del catre marital.
Wang trabaja en los campos como un
chino (no vale decir, en aras del exotismo, que como un español, porque nadie
se lo creería) y, en cuanto puede permitírselo, compra nuevas tierras (aunque
los gusanos y los topos los tiene que pagar aparte). Pero de pronto le viene
una mala racha. Una sequía seca los campos, como es lo que se espera de
cualquier sequía digna de ese nombre. Los honrados vecinos de Wang Lung le
roban el poco grano que tenía y que había escondido debajo de un pisapapeles.
Cuando nace su cuarto hijo, O-lan —a la que le da pereza guisar para tantos,
aunque no tiene nada que guisar— lo estrangula inmediatamente, porque le da
mucha pena que se muera de hambre. Tienen que vender sus escasos muebles a unos
forasteros (que los compran para comérselos) y abandonar la aldea para ver si
en la ciudad crecen más verduras que en el campo y pueden adquirirlas más
baratas. Ya Confucio había hecho énfasis en la importancia de la educación,
pero los chinos no tuvieron la paciencia de leerle.
En los suburbios urbanos Wang Lung
sobrevive empujando un carro y tirando de él, lo que muchas veces produce el
efecto de que se quede donde estaba. Contempla cómo los revolucionarios hacen
migas chinas a los ricos y aprovecha unos disturbios políticos para entrar en
una tienda y llevarse un televisor (no: para entrar en una casa aristocrática y
hacerse con oro y joyas).
Rico, aunque manchado por este robo,
regresa a la aldea hecho un Creso manchego. Se compra un buey taoísta (que está
en descuento por este motivo), un saco de semillas de calamares, una mesa con
dos patas y algunas herramientas agrícolas, como azada, pico y cola (la cola
para reparar la madera del gallinero).
En fin, prospera y, en cuanto es ri (o
sea, medio rico), se empieza a aburrir de su mujer, que lleva veinte años
teniendo las mismas narices y sin cambiárselas en absoluto. Wang se echa una
querida con nombre de reloj suizo, «Lotus», más pintada que un tiziano y con
las uñas más largas que un cernícalo. La instala en su casa y se pasa el día
compartiendo colchón con ella y llevando una vida muelle. (Aquí hay un chiste
posible, con lo del muelle y lo del colchón, pero no sé si el lector lo sabría
apreciar.)
La familia le da problemas. Los hijos
no dan un sinopalo al agua así los maten. «Lotus» engorda (nos lo estábamos
imaginando). Su tío (porque Wang tiene un tío) es el jefe de una banda de
bandidos (claro: ¿de qué, si no, va a ser una banda?; ¡no iba a ser una banda
de música!) y le pide dinero de ese cuyas monedas tienen en medio un agujerito
cuadrado.
Afortunadamente para el protagonista,
O-lan se muere y su padre, copiota, se muere también, lo que alivia un poco la
presión sobre el ferrocarril de vida de la familia Lung.
El expobre es ahora neorrico y compra
la casa señorial donde trabajaba O-lan, que, por cierto, tiene goteras. (La
casa tiene goteras; O-lan ya no tiene nada, porque está muerta, ¿recuerdan?).
Los hijos y nietos le dan a Wang muchos cabeceros de crabeza (quebraderos de
cabeza: ¡qué metátesis más tonta!), porque eso de que eres feliz en medio de la
propia familia es un cuento chino (en este caso y en todos los casos).
Cuando parece que Wang la va a cascar,
ya el lector va anticipando que la película se acaba, aunque bastaba con mirar
los minutos que se llevaban de proyección. Ya moribundo, Wang Lung escucha cómo
sus hijos planean vender los campos que tan importantes han sido en su vida y,
al escucharlo, le da un soponcio.
Las moralejas son dos: nunca te separes de la tierra y no
tengas familia o, por lo menos, no tengas familia viva.