Edison, el hombre

 

(Cuento esta película de Clarence Brown, de 1940,  con un experimento sinonímico-literario: el lipograma.)

          Los lipogramas son un sistema para perder miserablemente el tiempo, que consiste en escribir textos donde no se emplea una letra específica del alfabeto. Los inventó un vago a quien se le rompió una tecla de la máquina de escribir y tuvo demasiada pereza como para llevarla a arreglar. Este necio género literario tiene tanta dificultad que muy poca gente lo cultiva y, si no se avisa de antemano, suele pasar desapercibido. Por ello yo les aviso: esta sinopsis de la película sobre Thomas Alva Edison —que no tiene ninguna gracia— no contiene ninguna letra ‘a’, algo muy complicado en castellano. Si alguien encuentra alguna ‘a’ en el texto que viene a continuación, será obsequiado con un chalet en Torremolinos o un ejemplar del libro Las moradas, de Santa Teresa de Jesús, a elegir.

 

 

Edison (1847-1931), el héroe del film descrito, es, de seguro, el científico supremo de los EE.UU. e incluso del mundo. Pero en sus primeros tiempos tuvo oficios muy distintos. Dicen muchos que teniendo solo tres lustros evitó el óbito de un niño pequeño en riesgo de ser muerto por un tren y el progenitor, como premio, le enseñó el código Morse.

          El joven Edison se convirtió en pocos meses en un morsero muy veloz y se empleó en ello por los territorios del sur y el oeste del continente. En cierto momento el hielo destruyó de un golpe el tendido eléctrico entre Port Huron y los territorios del norte y Edison, subido sobre el techo de un tren, envió todos los contenidos precisos con el silbido del convoy. Como solucionó muy bien el conflicto, le ofrecieron un empleo de ingeniero, que desempeñó muy bien por mucho tiempo.

En un tremendo choque de trenes quedó por completo sordo. Pero percibiendo el tintineo del receptor logró eludir su condición de sordo y seguir con sus experimentos, sin percibir otros ruidos. Su mujer estudió junto con él el código Morse y desde entonces se convirtió en su fiel intérprete, con golpecitos en el hombro como signos.

          Edison es el inventor por defecto de nuestro mundo. Él solo registró trescientos inventos y descubrimientos y entre sus logros se incluyen el tubo luminoso, el sonido de los films, el reproductor de cilindros sonoros, el kinescopio y el tren eléctrico, entre otros muchos.

 

(Este resumen cinesco concluye sin el empleo ni de un solo ejemplo del signo en cuestión, como puede verse.)

La metamorfosis


 

Navidad en enero

 ¡Qué lástima ver los timones del mundo virados por grumetes sin ideas ni preparación! Sólo los grandes filósofos estamos en condiciones de ayudar al mundo de vez en cuando.

Y yo, para reivindicar para mí el título de tal, propondré algunas soluciones eficaces para que conservemos en nuestros bolsillos el poco dinero que aún no tienen los bancos.

La medida que les ofrezco consiste simplemente en que pospongamos la celebración de las Navidades al mes de enero. Es cosa harto sencilla.

No hace falta que convenzamos a todos de que lo hagan: bastará que lo haga individualmente el que quiera ahorrar. Está en nuestra mano y es medida de simple aplicación, como paso a explicar prolijamente.

Para empezar, durante el mes de diciembre no saldremos de casa en absoluto (bueno, el que tenga un empleo tiene permiso para ir a trabajar, pero a ningún otro sitio). Esto elimina un verdadero montón de gastos en cenas de empresa, compras de regalos y de lotería, desplazamientos a casa parientes y compromisos sociales de toda índole.

Si os preguntan por vuestra ausencia de tales eventos, decid que vosotros desde siempre celebráis la Navidad en enero. Para justificaros podéis aducir, sin faltar a la más estricta verdad, que durante los primeros siglos del cristianismo el nacimiento de Jesús se celebraba el día seis de enero y que únicamente después de varios siglos, se trasladó al veinticinco de diciembre, solsticio que celebraban los antiguos paganos y cuya importancia quiso capitalizar el cristianismo. Así os las daréis de cultos y de puristas, y no parecerá que queréis ofender a nadie en sus creencias religiosas.

Llegado el mes de enero, procederéis entonces a celebrar vuestras navidades particulares con un mes justo de retraso. Invitaréis a cenar a todos vuestros parientes el día 25 de enero, que probablemente será laborable. Muchos no acudirán a la cena por estar ocupados y porque al día siguiente tendrán que madrugar; otros no irán, sencillamente, porque les parecerá ridículo o una tomadura de pelo. Así es que tendréis que preparar muy poca comida. Ahorraréis dinero.

En cuanto a los regalos, ya habréis recibido los vuestros, bien en Navidad o en el día de Reyes. Lo único que tenéis que hacer es volverlos a regalar a vuestra vez, cuidando únicamente de barajarlos bien para no regalarle a un pariente justo lo que ese pariente os ha regalado antes a vosotros. Ahorraréis todavía más montones de dinero.

En cuanto al turrón, en enero lo venden de saldo en los grandes almacenes: se pueden comprar hasta tres pastillas por el precio de una, pues no lo pueden guardar hasta el año siguiente y quieren, como es lógico, liquidar las existencias.

Como veis, mi plan sólo tiene ventajas.

El único inconveniente es que todo el mundo piense que sois unos grandísimos imbéciles. Pero os podéis consolar con el pensamiento de que seguramente ya lo creían así mucho antes de que pusieseis en marcha vuestro plan «Navidad en enero».

Ramón de Campoamor

 

El poeta de los dos campos, Ramón de Campoamor y Campoosorio, provenía, ¡claro!, de una familia de terratenientes. Tuvo el acierto de nacer en 1817 y cometió la torpeza de morirse en 1901.

Nuestro hombre quiso ser jesuita en su juventud, lo que explica muchas cosas. Estudió Medicina un rato, pero pronto lo dejó. Su gran amor por la literatura le llevó a ser gobernador civil de Alicante y de otros sitios de veraneo. Su carrera política fue brillante: fue consejero de estado, subsecretario, diputado a Cortes, senador y reumático.

En 1861 sus escritos le llevaron a la Academia y le dejaron en la puerta.

Compuso su obra literaria rodeado de gloria popular y envuelto en una faja que le mejoraba mucho el tipo.

Tituló uno de sus libros Ternezas y flores, demostrando así ser más cursi que un trombón con lazo. (Por si alguien duda de esta aseveración, diremos que su segundo libro se llamaba Ayes del alma.)

 Imitó a Lamartine en sus temas y a Victor Hugo en su forma de anudarse la chalina.

Su estilo puede resumirse de manera admirablemente precisa en dos palabras: tono llorón.

Se dudó en su día en clasificarlo como poeta-filósofo o filósofo-poeta. En la actualidad se debate entre pedante-pelmazo o pelmazo-pedante.

Dicen que fue el enterrador de todo lo malo del romanticismo, pero no hay que hacer caso de habladurías.

Sin embargo, la crítica le amó. Leopoldo Alas «Clarín» dijo una vez que Campoamor era «nuestro mejor poeta» y se quedó tan pancho.

A «Azorín» le gustaba mucho Campoamor, lo que no hace sino refrendar nuestra opinión de que sus poemas prosaicos y moralejantes, cargados de filosofía para porteras, no valen un pimiento de esos verdes.

Nos alegra observar que en las principales antologías de poetas del xix Campoamor no figura en absoluto.

Pese a lo antedicho, Campoamor obtuvo gran fama mediante un bien meditado ardid: practicaba todos los días, de 5 a 6, la redacción de pequeños poemas tomados de aquí y de allá para luego «improvisar» en los saraos y escribírselos en los abanicos a las señoras que se los pedían, mientras se tomaban una copa de ponche. Y cuando las señoras de la buena sociedad empezaron a hablar bien de él, sus maridos no se atrevieron a contradecirlas, produciéndose así la escalada social de don Ramón. Recuérdese que en su tiempo se le llegó a considerar un poeta muy superior a Zorrilla, lo que es una injusticia mayor que la Ley Hipotecaria.

Campoamor se dijo inventor de un género nuevo, al que llamó humorada. «La humorada debe ser corta», sentenció. Estamos perfectamente de acuerdo. Cuando tenemos que leer algo de Campoamor, queremos que sea lo más corto posible.

Y zambulléndonos de pleno en el asunto: ¿tienen la más mínima gracia las humoradas de Campoamor? La respuesta es no, se pongan los críticos como se pongan.

          ¿Por qué lo hizo el bueno de don Ramón? Por ese afán español de ser más que el vecino, de inventar algo perdurable. No fue él sólo. Unamuno declaró que lo que él escribía no eran novelas, sino nivolas. Valle-Inclán quiso redenominar al género grotesco como esperpento. No faltó quien, en lugar de sonetos, dijo escribir sonites (Manuel Machado). Las greguerías no son sino metáforas más o menos superrealistas. En fin, vanitas vanitatis.

          (Porque a lo que se puede aspirar es a escribir algún buen párrafo que otro. Inventar géneros no está al alcance de todos, por más que se empeñen estos autores de teatro moderno que rellenan sus obras con proyecciones en Power Point o fuegos artificiales.)

          Volviendo a Campoamor, ya que estamos, puede que sus doloras sí pudieran considerarse como un subgénero medianamente identificable y distinto. Las más famosas son El gaitero de Gijón y esa otra en donde se mostró inesperadamente sincero y que se titula ¡Quién supiera escribir!

          Él mismo definió sus géneros. Citamos textualmente: «¿Qué es humorada? Un rasgo intencionado. ¿Y dolora? Una humorada convertida en drama.» ¡Qué definición más inane! ¡Un rasgo intencionado! Un rasgo ¿de qué? ¿Y con qué intención? Esta frase no nos dice nada en absoluto.

          Ejemplo de humorada:

 Las hijas de las madres que amé tanto

me miran hoy como se mira a un santo.

 ¿Les ha hecho reír? ¿A que no? Pues eso.

          ¿A qué conclusión llegamos después de todas estas disquisiciones divagantes? A que Campoamor sí inventó algo después de todo; inventó el humor sin pizca de gracia.

La dolorosa

 

          Las zarzuelas mañas son un subgénero literario de pleno derecho, como las películas de vampiros, los telefilms de anoréxicas o los corridos mexicanos sobre caballos veloces.

          En ellas se recalcan a partes iguales dos grandes rasgos: la grandeza de alma y la dureza de mollera de los personajes autóctonos. Conste que no es culpa nuestra, que nos limitamos a constatar un hecho.

          Hablaremos antonomásicamente de La Dolorosa, una pieza que está diciendo «desglósame» o, para ser más modernos, «deconstrúyeme». La letra es de Juan José Lorente, calagurritano de pro, y la música, del maestro José Serrano, que no era de allí, pero que lo disimulaba muy bien. La obra se estrenó en algún año de aquéllos, por una compañía de las que había, en un teatro u otro de Madrid, aunque puede que se estrenará en otro sitio y nosotros no nos hayamos enterado.

          La acción, ambientada en la vega aragonesa, según se entra a la derecha, fluye con fuerza morrocotuda.

          Al levantarse el telón la escena está sola, porque los actores han pillado un atasco y llegan con retraso. Al cabo de veinte minutos, aparece el Hermano Rafael acabando de pegarse el bigote. Lleva una caja de pinturas y va acompañado por Perico que, como su nombre indica, es el que nos tiene que hacer reír con sus simplonerías.

          El hermano Rafael está pintando una dolorosa para no tener que tragarse el rezo, que le aburre. Perico le lava los pinceles y no le lava también los calcetines, porque el otro usa sandalias.

          No ha dado tres pinceladas, cuando aparecen fray Lucas y el Prior a ejercer la censura. Ambos se traen una disputa, pues uno dice que es Lucifer quien mueve los pinceles del pintor y el otro dice que no es sino Satanás. La cosa es que ambos le tienen mucha envidia, porque por artista está exento de pelar patatas para las colaciones cotidianas.

          El Prior le pide que les hable de su cuadro y enseguida se arrepiente de haberlo hecho, porque el hermano se pone a entonar una romanza descriptivo-explicativa cuya letra canta tres veces consecutivas para que la zarzuela no resulte tan corta. A sus reverendísimas les parece mal que el otro se apasione por una mujer, aunque sea la mismísima Virgen, a la que dicen que hay que amar, pero no tanto.

          Mientras tanto, Perico se ha entretenido bebiéndose el aguarrás. Rafael se mete en el convento, porque se ha acordado de que se ha dejado encendida la luz de la mesita de noche, y Perico habla con su novia, Nicasia, con quien tiene una competición tácita para ver quién es más cerril de los dos. Hay que decir que, en el momento en que tiene lugar esta escena, Nicasia va ganando.

          Salen sus respectivos padres y empiezan a decir esas aragonesidades de teatro como «han pensau hacese novios sin decilo a naide», «me los hi topau abrazadicos», «¿qué estrupicio es este?» y cosas por el estilo. Finalmente deciden que los dos son muy brutos y que, por ende, han nacido el uno para el otro. Los progenitores de ambos acceden a la boda y esta línea argumental se acaba así, cuando todavía falta mucho para que finalice la obra. Veamos lo que pasa.

          Pues pasa que aparece por allí una «probé» mujer «con un angelico» en brazos, que se desmaya a las puertas del convento con la esperanza de que allí le socorran y le den un sopicaldo. Pero no son los frailes sino la tiple cómica la que se hace cargo de ella, porque es un axioma zarzuelero que la tiple cómica es siempre más fea que la tiple dramática pero, en cambio, suele tener un corazón de oro.

Y el susto llega cuando el hermano ve a la prójima, que se llama Dolores para que nada más presentarse la gente se vaya haciendo una idea de lo mucho que sufre. Ella es «ella»: su antiguo amor, la mujer cuyo rostro está poniéndole a la Virgen que pinta.

          Dolores le cuenta a Rafael que un mal hombre con patillas la engañó: la sedujo convidándole a un helado de tres sabores y, tras aprovecharse de ella de la manera en que de seguro ustedes ya se imaginan, la dejó tirada en medio de un camino polvoriento.

          «¡Canalla!», dice el hermano, indignado. Sin embargo, no la invita a entrar en el convento, quizá por el qué dirán. La infeliz se tiene que ir con los cómicos, porque ya se está haciendo de noche y ha empezado a refrescar como suele hacerlo por allí. Viendo que el acto está a punto de acabar, Rafael aprovecha y vuelve a cantar la romanza de antes, porque los músicos de la orquesta ya se la han aprendido y quieren rentabilizarla.

          En el entreacto surgen muchas dudas. Rafael se pregunta si colgará los hábitos o se contentará con seguir en el convento y exponer sus cuadros en alguna galería. El Prior se pregunta lo mismo. Perico se pregunta si tendrá que aguantar mucho tiempo a la huéspeda. Dolores se pregunta (sin que lo sepa nadie) por dónde andará el canalla y si seguirá estando igual de guapo. Y el público se pregunta si no hubiera hecho mejor quedándose en casa en lugar de ir al teatro.

          Todo ello lo aclarará el acto segundo.

Hay aún otras muchas preguntas que podemos hacernos.

¿Por qué la Virgen que pinta el hermano Rafael se asemeja a su antiguo amor? ¿Es algo deliberado? La respuesta es no; lo que sucede es que aprendió a dibujar narices copiando las de ella y ya todas le salen igual, por lo que los rostros que pinta se parecen.

¿Por qué no intentó casarse en su momento con la moza? ¿Por qué se metió a fraile? ¿Sospechaba ya que ella era una coqueta que se iría detrás del primero que pasara? Probablemente.

¿Cuál es la razón para que la obra esté ambientada en Aragón, cuando se trata de una historia tan vulgar que podría haber pasado en cualquier sitio? Pues para poder hacer «gracias» con el habla del lugar, como cuando dice Nicasia:


Perico, Perico, Perico,

si tienes congojas

 avisa al «medico».

 

          ¿Qué opinan los frailes del asunto? La respuesta a esta pregunta puede esperar, porque se va a responder por sí sola al poco de empezar el segundo acto.

           El caso es que el público, durante este descanso, tiene que hacerse tantas preguntas que no tiene tiempo para hacer consumición en el bar del teatro y eso sale perdiendo la empresa.

           El melodrama continúa.

           Como el asunto de Rafael y la pecadora arrepentida no tiene mucha chicha, el autor tiene que tirar de los actores cómicos para hacer avanzar la trama, por lo que ambos porfían sobre si se dan un beso o no se lo dan, alargando forzadamente la acción.

           (En realidad, la razón por la cual los protagonistas de la obra casi no aparecen en ella es que son cantantes y los cantantes no solo no saben decir los diálogos, sino que, además, no les gusta nada aprendérselos. Así es que, con muy buen juicio, los libretistas prescinden de ellos todo lo posible. Hacen que los actores secundarios desarrollen la acción y reservan a los cantantes solo para desgañitarse en las romanzas.)

           Ahora sí viene una escena tremebunda. Rafael pronuncia el siguiente diálogo, ejemplo supremo del arte literario:

           —Mi tragedia es honda como un abismo.

           Dicho lo cual, se enfrenta a Dolores, que se arroja a sus manos y le besa los pies o cosa parecida.

           Él, con mentalidad frailuna, le aconseja que vuelva junto al seductor y le pida perdón, para ver si él la acepta de nuevo. Pero Dolores es orgullosa y dice que no lo hará. Como Rafael no sabe qué camino seguir, el autor opta por acabar aquí el cuadro con un oscuro, sin que se haya decidido nada.

           Cuando se reanuda la acción, el Prior ha salido al patio a fumarse un cigarrillo y aprovecha para entonar una romanza en donde les confiesa a los pocos espectadores que aún aguantan heroicamente en sus butacas que el hermano Rafael le tiene algo mosca. Se imagina que sigue enamorado de la de las narices y que acabará huyendo del convento por la escalera de incendios si hace falta. Nos asegura que «el amor es un veneno de un poder fatal». Luego pone cara soñadora —recordando seguramente sus devaneos pre-prióricos— y le roba el acto a Rafael, cuyas frases musicales son más feas que las suyas.

           El Prior y Rafael se enfrentan al fin. El primero le afea al segundo que haya faltado al rezo (como de costumbre, por otra parte) y Rafael pide que le oiga en confesión, porque tiene algo verde que contarle. El Prior le escucha, encantado, como suele pasar. Rafael confiesa que la pasión le domina y el Prior le pide detalles picantes. Finalmente, deciden que el hermano se vaya con la chica, pero no en ese momento, sino en el cuadro siguiente.

           Ya estamos afortunadamente en el cuadro final de la obra. Vuelven a salir Nicasia y Perico para dar ambiente. Aparece Rafael, vestido de artista bohemio, seguido de Dolores, con el niño en brazos y unas alforjas con queso y chorizo para el camino. Ambos se despiden del convento con lágrimas en los ojos. Suenan campanas. Hay chupinazos. Desfilan los mozos y las mozas. El Prior y los monjes agitan pañuelos y la obra se acaba para alivio de muchos.

 

 

 

 

 

 

María Estuardo

 

Dramón romántico en dos actos, el segundo muy cortito

ANTECEDENTES (IMPORTANTÍSIMOS, PORQUE SIN ELLOS NO TE ENTERAS DE LA INTRÍNGULIS DE LA HISTORIA).—María Estuardo, reina de Escocia, tuvo sus más y sus menos con sus barones, que eran muy levantiscos (por no llamarles una cosa más fea) y se vio obligada a salir de su reino por patas (porque huyó a caballo). Pidió asilo en Inglaterra, donde reinaba su prima, Isabel I, que enseguida la mandó encarcelar y la tuvo en prisión durante años. La Estuardo se decidió a conspirar contra la vida de Isabel (ya que podía heredar su trono) y a hacer ganchillo.


Acto primero

          (Un claro en un bosque, donde parece que hace bastante frío. Además,, como la acción sucede en Inglaterra, llueve lógicamente. No mucho, pero llueve. Llegan la reina Isabel y el conde de Leicester, montados a caballo. En esta escena los caballos no hablan. Los ex jinetes (les llamamos así porque ya se han apeado de sus monturas) sí lo hacen y los vamos a escuchar ahora mismo.)
          (¡Ah! En la acotación anterior se nos ha olvidado mencionar que Isabel es fea como ella sola. Es flacucha. Su rostro recuerda la mojama. Tiene chepa, quizá para compensar que no tiene pechos. Su pelo es estropajoso; sus ojos recuerdan el carbón, no por lo negro, sino por estar metidos en sus cuencas, como una mina; su nariz es ganchuda; sus torcidos dientes parecen estar enfadados unos con otros y darse la espalda; su mentón es más prominente que el Arzobispo de Canterbury. Las verrugas y el bigote no nos molestamos en describirlos porque el lector ya se los habrá imaginado.)

Isabel.—(Mirando en derredor.) ¿Qué es esto, Leicester? ¿Qué bosque es este? ¿A qué lugar me habéis traído para nuestro cotidiano paseo a caballo?
Leicester.—Sé que os enfadaréis, majestad, pero era necesario. Estáis en los alrededores del castillo de Fotheringhay.
Isabel.—(Indignada.) ¡Cómo! ¿Me habéis conducido con engaños al lugar donde está encerrada María Estuardo, la conspiradora papista, ese monstruo de lascivia que mató a su esposo y ahora quiere asesinarme a mí y hacerse con mi trono? ¡Deberíais avergonzaros, conde! Os aprovecháis porque sabéis que en el fondo y debajo de toda mi pompa y ornamento soy solo una débil mujer que os ama.
Leicester.—Majestad, confieso mi treta. Pero os aseguro que María es casi del todo inocente de esas acusaciones que le hacéis. Si alguna vez intentó mataros fue solo un poquito y lo hizo por estar mal aconsejada. Ahora la prisión la ha hecho comprender su error y solo desea llegar a vuestra presencia para poder pediros perdón y misericordia.
Isabel.—¿Habéis planeado una entrevista entre ambas?
Leicester.—Sí, que querido facilitar una entreambas, digo, una entrevista, para que os miréis a los ojos y vuestros recelos se disipen. María está avisada y pronto la traerá aquí su carcelero. Y tengo una súplica que haceros: perdonadla. Dad fin a esta injusticia de tener en prisión a una reina ungida. Liberadla, dejadla ir y demostrad que vuestro pecho es el más generoso que jamás vieron los siglos.
Isabel.—Mucho habláis en su favor. ¿No os habrá seducido a vos también, como ha hecho con tantos y tantos de sus partidarios, que gustosamente irían a la muerte por defender su innoble causa?
Leicester.—¿A mí? ¿Cómo podéis pensar eso? Yo solo a vos amo, os consta. Y jamás he estado aquí ni visitado a María en su prisión.
Isabel.—Bien. Por el amor que os tengo, accedo. La perdonaré y dejaré en libertad.
Leicester.—Será una gran acción. Pero María es de temperamento fuerte e impulsivo. Prometedme que no os ofenderéis, os diga lo que os diga.
Isabel.—Pero...
Leicester.—Hacedlo por mí.
Isabel.—Lo prometo. He dicho que la perdonaré y cumpliré mi regia palabra. ¡Todo por amor a vos!
Leicester.—(Besándole la mano.)  ¡Oh, mi señora!
Isabel.—Nunca nos habíamos encontrado antes cara a cara. Pero ahora olvidaré sus ofensas y la trataré con afecto, como primas que somos. (Tras una pausa.) Decidme una cosa, Leicester...
Leicester.—¿Sí, majestad?
Isabel.—Vos la visteis en cierta ocasión, años ha, cuando os envié a Edimburgo con un mensaje para ella. ¿Es hermosa?
Leicester.—(Quitándole importancia.) ¡Oh, nunca me he fijado en eso! Ved: aquí llega.

(Por un lateral sale María Estuardo, seguida por un tipo gordo y basto, Burleigh. María no es que sea guapa, es que está para parar un tren. Esta buena, buena, buena. Todo lo que se diga es poco.)

Burleigh.—(A María.) María, arrodillaos; os halláis en presencia de la reina.
María.—(Aparte, refiriéndose a Isabel.) ¡Es un coco!
Isabel.—(Aparte, refiriéndose a María.) ¡Mecachis en el Canal de la Mancha! ¡Sí que es bella!  (A Leicester.) ¿Decíais que no os habíais fijado en ella? ¿Cómo es eso posible?  (Mientras Isabel dice esto, María le guiña a escondidas un ojo a Leicester.)
Leicester.—(Sin saber qué responder y procurando que la reina no vea el guiño de María.) Yo... Esto...
Burleigh.— (Aparte, a Leicester.) ¡Señor conde! ¡Qué alegría veros de nuevo por aquí!
Leicester.—(Aparte, a Burleigh.) ¡Calla, imbécil!
María.—(Arrojándose a los pies de Isabel.) ¡Querida hermana! ¿Puedo llamaros así? Dadme vuestra mano a besar.
Isabel.—(Tendiéndosela.) Tomad. Besad todo lo que os apetezca. (María lo hace.) María: por consejo de gentes a las que mucho aprecio y que me son muy allegadas, he decidido ser clemente con vos. Mi corazón se inclina a la piedad y voy a poner fin a vuestro cautiverio.
María.—Sois muy buena.
Isabel.—Olvidaré lo de Babbington.
María.—¿Babbington?
Isabel.—Sí, el asunto de Babbington.
María.—(Como haciendo memoria.) ¿Babbington... Babbington...? No recuerdo a ningún Babbington.
Isabel.—Tenéis mala memoria, prima. Pues el tal Babbington intentó asesinarme en vuestro nombre. Me atacó con un puñal al tiempo que gritaba claramente: «¡María Estuardo me envió a mataros, zorra protestante!»
María.—¡Ah! Ya caigo. «Ese» Babbington.
Isabel.—Confesó en el potro que le sedujisteis para que apoyara vuestra causa, no lo neguéis.
María.—No, si no lo niego; simplemente es que no me acordaba de cómo fue la cosa en concreto.
Isabel.—Habéis seducido a demasiados hombres para procuraros la libertad. Pero solo yo puedo dárosla y estoy firmemente decidida a hacerlo.
María.—Y yo agradezco vuestra magnanimidad.
Isabel.—Pero habréis de prometer, claro está, que renunciaréis a vuestras pretensiones al trono de Inglaterra.
María.—(Digna.) Bueno, bueno... Eso habría que hablarlo con más calma.
Isabel.—¡¿Qué?!
María.—(Poniéndose farruca.) Que vuestro trono me corresponde ocuparlo a mí, por derecho natural. Vos sois solo una usurpadora.
Isabel.—Me hiere mucho eso que decís, María. Pero ya os he dicho que estoy dispuesta a perdonaros y a no ofenderme por vuestra palabras, porque sé que la pasión os ciega.
Leicester.—Muy bien hecho, majestad. Sois un ejemplo de regia clemencia.
María.—(Mostrándose aún más chula.) De hecho, Inglaterra tendría que volver a ser católica y vuestra falsa fe reformada debería extinguirse y desaparecer.
Isabel.—Os disculpo de nuevo, pues prometí al conde de Leicester ser compasiva con vos.
María.—(Fuera de control.)  Además, sois una mala reina, fría, distante, alejada de su pueblo y sin ningún interés por el bienestar de vuestros supuestos súbditos.
Isabel.—Os perdono también esas palabras, porque sé que provienen del ofuscamiento.
María.—(Que ya no puede parar.) Y como ser humano sois cruel y abominable, pues me habéis tenido encerrada sin haberos yo ofendido en nada.
Isabel.—No me tomaré a mal vuestras palabras, pues imagino que el dolor de la prisión habla por vuestra boca.
María.—(Más envalentonada aún, al ver que la otra no reacciona.) Y sois tan fea que contemplar vuestro rostro hace daño a los ojos.

(Se produce un silencio terrible que no se puede describir con palabras, por lo que ni lo intentamos. Isabel se da media vuelta y se larga de allí. Leicester va tras ella.)

Leicester.—¡Isabel! ¡Majestad! ¡Deteneos!
Burleigh.—(Pronunciando las palabras fatídicas que dan título a este drama.) ¡Te has caído, María Estuardo!

TELÓN


Acto segundo

          (Un patíbulo lleno de mirones. Traen a María y le cortan limpiamente la cabeza, hecho lo cual todos se van a su casa sin decir ni una sola palabra.)

TELÓN

¿Ven como el segundo acto era muy cortito?