Lo que el teatro te enseña

 

(Episodio de mi vida)

            Tenía yo seis años cuando mi padre me dijo una buena mañana que tenía que aprenderme la lista de los reyes godos para recitarla de corrido mientras me metía el dedo en la nariz.

          Esto, que en otras circunstancias podría ser calificado como crueldad mental e incluso llegar a estar penado por la ley, a mí me pareció de lo más justo y natural, tal fue la ajetreada y divertida niñez que viví.

          Además, mi padre no me iba a pedir ninguna tontería: aquello tenía que tener su razón suficiente. La tenía y era excelente, pues se trataba nada menos que de mi debut en el arte de Talía.

          La obra era una pieza inmortal, desconocida para esos pseudo-lectores que solo conocen a Lucía Etxebarría y al plúmbeo Saramago. Se trataba de una joya teatral con engarce de platino: Los caciques, sátira tremebunda de la España rural decimonónica, del madrilealicantino Carlos Arniches.

          La escena en la que yo intervenía no tenía desperdicio. Ante la visita de un inspector de educación a un colegio de pueblo donde solo había cuatro alumnos —y esos, no muy regulares por su asistencia—, la maestra prepara la comedieta del saber, haciendo que los escolares aprendan de antemano las respuestas a las preguntas que les hará en presencia del inspector, para que contesten bien y así impresionarle. Un niño (yo) tenía que saberse de memoria la lista de los reyes godos. Otro, los ríos de España.

          Para amplificar el efecto se traen escolares postizos de los pueblos de los alrededores, se «escolariza» por un día a todos los niños jornaleros del campo y se prepara una gran farsa.

          El inspector llega. La profesora, en su presencia se confunde y me hace la siguiente pregunta: «A ver, Juanito: ¿cuáles son los ríos más importantes de España?» Entonces yo contesto: «Recaredo, Sisebuto, Leovigildo...» «¿Qué estás diciendo?» «Es que a mí me tenía que preguntar los reyes godos. El que se sabe los ríos es Pedrito.» Bueno; ustedes se figuran lo cómico de la escena.

          Y a lo que iba. Dice Freud que los traumas de nuestra niñez nos joroban el resto de la vida. Yo puedo decir lo contrario: las experiencias agradables que tienes cuando niño te cargan de sabiduría y te enseñan lecciones endelebles y de gran utilidad.

          ¿Qué aprendí yo en aquella escena en mi debut teatral, en el honroso escenario de la Sociedad Coral «El Micalet», Instituto Musical Giner, de Valencia, aquel para mí fausto día de 1964?

          1) Que muchas de las cosas que vemos y presenciamos son una farsa y un montaje, preparado y ensayado.

          2) Que lo que cuenta en el mundo es la apariencia.

          3) Que las personas mayores mienten.

          4) Que casi nadie sabe nada.

          5) Que a casi nadie le importa no saber nada ni que casi nadie sepa nada.

          6) Que el estudio de la historia se suele reducir a banalidades inútiles y listas de cosas olvidables.

          7) Que los sistemas educativos al uso son inútiles.

          8) Que allí donde no hay sabiduría verdadera, en seguida llega el caos y toma posesión.

          9) Y que la única manera de enfrentarse con este mundo nuestro es adentrarse en el espíritu de la farsa y reírse de uno mismo y de todo lo demás.

          (También me aprendí la lista de los reyes godos, por supuesto, pero hace mucho que la olvidé y, además, nadie me la preguntó nunca.)

 

 

Dramones desmenuzados


 

El libro regalado

 

(Chiste con prólogo)

 

El chiste es, sin duda, el subgénero más popular y extendido, el que permite a los más incultos hacer literatura sin darse ni cuenta de que la están haciendo.

Realmente, chistes no existen más que una docena o así; todos los demás son variaciones sobre éstos. A decir de los comentaristas, todos los chistes tuvieron su origen en el Paleolítico Superior. Los hay de muchos colores: verdes, negros, etc. Precisan del don interpretativo.

Una particularidad de los chistes es que, por muchos que te hayan contado, cuando te piden que digas tú uno, te ves completamente incapaz de recordar ninguno así te maten.

El mejor chiste que recuerdo es del año de la pera; del siglo XVI, para ser exactos. No se lo contaron a Felipe II porque a él no le habría hecho gracia. Lo recoge Luis de Pinedo en su Libro de chistes. Dice así:

 

Un fraile portugués predicaba la Pasión, y como los oyentes llorasen y se lamentasen y se dieren de bofetones e hiciesen mucho sentimiento, dijo el portugués:

—Señores, non lloredes ni toméis pasión, que esto pasó hace muchos años y quizá non sea verdad.

 

A continuación un ejemplo de chascarrillo moderno. El chiste es muy malo, lo reconozco; pero es original y no pertenece a la famosa docena ya mencionada.

 

El chiste (finalmente)

 

Un hombre entra en una librería y le dice al librero:

—Quiero una novela para hacer un regalo. Yo no entiendo de libros, así es que, por favor, aconséjeme.

El librero le ofrece un volumen.

—Esta es una novela estupenda de Fulanito.

—¿Cuánto cuesta?

—30 euros.

—Quiero algo más barato.

—También tiene esta otra —y le saca otro libro—, que es muy entretenida. Son 25 euros.

—También es muy cara. ¿No tiene algo más barato?

—Sí, tengo una novela, que cuesta 20 euros y que es estupenda. Es del gran autor Perenganito y está muy bien. Todo el mundo que la ha leído coincide. Yo, que usted, no me lo pensaría ni un momento.

—Sigue siendo muy cara —responde el cliente—. ¿No hay algo un poquito más barato que merezca la pena...?

El librero se enfada y dice, con malos modos:

—Pues, mire: no. Todo lo demás que tengo es bazofia, una porquería. Los otros libros son un asco y no merece la pena leerlos.

—Aun así, recomiéndeme uno —insiste el otro.

—Bien, tengo una novela de Menganito, es mala y aburrida.

—¿Y el precio?

—19,95 euros.

—¡Me la quedo! —grita el cliente, tirando de tarjeta.

El librero queda perplejo.

—Perdone, caballero —le dice—; ya le he dicho que la novela es muy mala y que por sólo cinco céntimos más puede llevarse un excelente libro. ¿Seguro que no puede permitirse ese gasto?

—Puedo permitírmelo, sí —responde el cliente—; lo que pasa es que he visto un cartel en su escaparate donde se indica claramente que a todo aquel que haga en su tienda un gasto de 20 euros, se lleva también un libro de «Azorín».

 

Creando géneros

 

  Por el mero hecho de vivir, nos aprovechamos de una inmensa cantidad de cosas que han inventado otros (palabras, sacacorchos, teorías filosóficas, recetas de cocina, posturas sexuales y un largo etcétera). Por eso, tenemos el deber moral de corresponder en especie a la Humanidad. No se puede pasar por el mundo sin dejar algo propio. No se puede ser tan mezquino y limitarse a usar las cosas de los demás.

          (Y no hay que olvidar que un poco de fama no es de despreciar.)

          Por ello, yo he decidido dotar a la literatura de algunos géneros nuevos, para que se me recuerde con cariño cuando me vaya con la mayoría.

          Otros escritores lo han hecho antes, con mayor o menor éxito. Unamuno popularizó sus nivolas, Manuel Machado se sacó de la manga los sonites, Valle-Inclán creó los esperpentos, Nicanor Parra contribuyó con sus antipoemas, Ramón nos legó sus greguerías, Campoamor engendró las doloras y Ruiz Zafón inventó los bodrios (bueno, no los inventó él, pero los escribió con frecuencia).

          Yo, modestamente, no me he limitado a crear un nuevo género, sino varios, que paso a enumerarles.

 

Cinematorripios

          Se trata de críticas cinematográficas escritas en verso, concretamente en forma de romances octosílabos. De buenas a primeras, esto parece de una estupidez que espanta, pero no me pueden negar que es algo nunca visto. Llevo varios años haciéndolos y publicándolos y hasta ahora no me han salido imitadores, así es que sigo teniendo la exclusiva y el monopolio.

 

Biografeas

          El género biográfico siempre se ha caracterizado por elogiar ditirámbicamente al biografiado si estaba muerto o a hacerle servilmente la pelota si estaba vivo. Esto sucedía por dos razones: o bien porque el escritor elegía hacer la biografía de alguien que ya le caía simpático de antemano o porque el biografiado vivo le hacía el encargo de escribir cosas maravillosas sobre su persona, previo pago.

          Yo le he dado la vuelta a la tortilla con la invención de mis biografeas, que consisten en poner verde / de vuelta y media / como chupa de dómine / al sujeto, actividad que es una de las más fáciles de hacer y de las que más gustan al lector, pues a todo el mundo le gusta lo indecible hablar mal de los demás.

 

Titulólogos

          Esta variedad narrativa consiste en crear una historia cualquiera utilizando básicamente títulos (de películas, de obras literarias) que el lector pueda conocer. Cuantos más títulos por metro cuadrado (párrafo cuadrado, más bien) se consigan insertar, mayor calidad se supone que tendrá la pieza. (Este género sí que me lo han empezado a plagiar por esas redes de Dios).

 

Tramixturas

          Como la misma palabra lo dice, se trata de una mezcla de tramas ya existentes. Con fragmentos de argumentos sacados de acá y acullá y empleados como si fueran las piezas de un puzzle, se construye un pastiche coherente y lleno de intertextualidad hasta los bordes.

 

Filtrumentos

          Aquí mi aportación consiste en pasar los argumentos más famosos de la literatura por unos filtros prefijados. ¿Que no me he explicado bien? Bueno: lo intento de nuevo.

          Se toman los que yo llamo «filtros literarios» y se modifican las historias. Pondré un ejemplo. Con el filtro de la duplicación se puede reescribir la historia de Caperucita Roja. En la nueva versión hay dos Caperucitas (pueden ser hermanas, aunque no necesariamente) y el lobo se confunde. O puede haber dos abuelitas, o dos lobos, con todo el lío que esto supone.

          Otros filtros pueden ser la inversión (el lobo es bueno pero Caperucita lo quiere cazar para hacerse con su piel un abrigo para el invierno), el peligro (un elemento perturbador ajeno a la historia; por ejemplo: la peste bubónica en el bosque), el simbolismo (las cosas no son lo que parecen, porque el bosque no es real, sino un concepto freudiano cuyo intríngulis tenemos que desentrañar), la sexualización (Caperucita es, en realidad, un tío al que le gusta mucho disfrazarse y el lobo flipa), la temporalización (Caperucita lleva cincuenta años yendo al bosque, para poner flores en la tumba de su abuela), la fusión (Caperucita se encuentra a los siete enanitos y a Blancanieves, que se pone celosa porque Caperucita es más joven que ella y está bastante más buena).

etc.

 

Neologicidades

          Se trata de artículos o cuentos en prosa elaborados con cultismos inventados ad hoc, principalmente mediante las desinencias con las que se forman las palabras castellanas, pero todas fuera de su sitio.

          Quedará más claro con un ejemplo:

 

¿Quiénes son los Buendía?

          ¡A ver si legimos más, señorinos? ¡Vaya preguntamiento más reveladero de la incultez reinosa!

Los Buendía son un ente familiar estirpino a quienes incumbe la efectuidad de la protagonizamiento de la historiación de La siglada soledosa, de Gabriel García Márquez, autor receptáculo del galardonamiento Premio Nobílico Literaturoso de 1982. El clan es residiente de la aldea mitosa de Macondo, un alejadino poblamiento en la costa caribeana colombiosa que parece afuerar del tiempismo convencionista.

          Para creacionar de este lugar fictoso el autorante es afirmante de estar inspiradino en su poblamiento natalense de Aracataca, caballeando entre la Ciénaga Grandina y la Serra Nevuda de Santamartense, mitando una selvada cuasi inadentrable a la que las cartadas y las telegramías sólo hacen arribamiento tardíamente y de donde es inefectuable el salimiento. Macondo, antes del violosa irrupcionismo de la temporez historina, era un especiamiento de paraísamiento donde lo mundino, estaba recienado y los objetinos se hallaban carenciosos todavía de nomenclaturez.

         

 

Monopalabrismos

          Son historias la mar de escuetas, en las que todas las frases no son sino un único sustantivo. De su yuxtaposición tiene que entenderse la trama.

          Vean un ejemplo de un artículo en el que se describe la manera en la que Camilo José Cela hizo su segundo viaje a la Alcarria, para inspirarse antes de escribir el libro.

 

Cela. Brihuega. Secretario. Ayuntamiento. Carta. Respuesta. Confirmación. Expectación. Autopista. Rolls Royce. Alfombra. Alcalde. Saludo. Foto. Llave. Festejo. Jota. Vino. Cochinillo. Brindis. Discurso. Parador. Hetaira. Sueño. Orinal. Café. Tocino. Regreso. Noticia. Negro. Folleto. Redacción. Mensajero. Editorial. Peloteo. Imprenta. Promoción. Inercia. Venta. Millones. Cochinillo. Hetaira. Cela.

 

 *

 

          Si veo que con estas valiosísimas aportaciones a la cultura literaria no consigo la fama y el reconocimiento que merezco, tendré entonces que pasar al plan B: convertirme en un asesino en serie e ir dejando pistas para que acaben por trincarme y juzgarme, que es algo que no falla.

La deswikipedificación

 

Señores: yo no existo.

          Bueno, en realidad sí existí hasta hace cuatro o cinco años, en que me echaron de la Wikipedia (y un escritor que no esté en la Wikipedia, pues es como si no existiera).

          Lo cuento.

          Había una página sobre mí en la tal enciclopedia desde hacía años, pero en un momento dado, un supervisor (o como se llamen los correctores y censores), escudado en el anonimato, decidió que yo no era lo bastante digno de ocupar bits en el ciberespacio y me borró alegremente.

          Sonará presuntuoso (y lo siento de veras), pero desde mi primera obra publicada (aparecida en 1990) hasta el momento en que sucedió esto llevaba publicados unos trescientos libros míos originales y 145 ediciones de libros de otros autores (no miento ni exagero: están listados en Internet y las cifras pueden comprobarse). Pero —según Wikipedia—, pese a haber escrito tanto, yo no soy escritor.

          Medio indignado por el desplante que me habían hecho y medio divertido por el absurdo funcionamiento de la fuente de información más consultada del universo (que sepamos), pregunté la razón en un correo educadísimo que les mandé.

          Nadie me contestó oficialmente, pero buscando, buscando, encontré en alguna pestaña desplegable el veredicto que aseguraba que yo no tenía derecho a estar ahí.

          Tal comentario estaba redactado como no quieran ustedes saber: la construcción de las frases era caótica, la ortografía te producía erisipela instantánea y los acentos brillaban por su ausencia , quizá para dejar sitio a un montón de anacolutos que te ponían los pelos de punta.

          Pero el que lo hizo (don «Tira la piedra y esconde a mano», pues su identidad era imposible de averiguar), pese a su penoso nivel en lo que al castellano se refiere, tenía obviamente poder omnímodo para decidir quién formaba parte de la cultura y quién no.

          Y yo no formo de ninguna forma.

          No es que el asunto me moleste demasiado: la información sobre mi persona y mis publicaciones está en otros muchos sitios y quien quiere ponerse en contacto conmigo no tiene ningún problema para encontrar mi correo electrónico o mi teléfono.

          Este asunto me ha venido a la memoria, ya que uno de mis últimos libros aparecidos, Cómo ser culto en diez días, es precisamente una burla de esos manuales titulados cosas como Cien películas que tienes que ver aunque no te guste el cine, Píldoras culturales para los 365 los días del año, Los libros que tienes que leer antes de morirte, etc., y que sirven para que te aprendas de memoria alguno datos que te permitan hacerte pasar por una persona sabia.

          En definitiva, estamos hablando de lo mismo: de manipulación.

          Leandro Fernández de Moratín, cuando fue director de la Junta de Dirección y Reforma de los Teatros, en tiempos de Carlos IV, prohibió la representación de cientos de obras de Lope, Tirso, Calderón y otros, pero al menos lo hizo a cara descubierta.

Hoy en día, nuestra fama o nuestra notoriedad, nuestra existencia (virtual) o inexistencia están en manos de jueces anónimos.

Así es que si alguien quiere pedirme dinero prestado, ya lo sabe: yo no existo.

 



La jota

 

PROYECTO DE APUNTE DE BOSQUEJO PREVIO DE UNA INTRODUCCIÓN PROVISIONAL Y ESQUEMÁTICA DE BORRADOR DE PRIMER ESTUDIO PARA EL ESBOZO DE UN ACERCAMIENTO CRÍTICO A ALGUNOS ASPECTOS ILUSTRATIVOS QUE SIRVAN PARA EMPRENDER EL INICIO DE UN INTENTO DE COMIENZO DE ANÁLISIS PRELIMINAR DE LA JOTA ARAGONESA

 
La jota es la representación de un sonido de articulación fricativa, velar y sorda que se produce en un punto más interior que el de las otras velares...
(Esperen, que nos hemos equivocado de acepción al copiar de la enciclopedia de donde estamos sacando todo esto.).
La jota es, por excelencia, el baile típico de Aragón. Las coplas que lo acompañan sirven también para rondar...
(Ahora sí. Seguimos.)
... para rondar y para cantarlas a dúo, en las que se llaman «de estilo».
(Lo que viene a continuación es muy largo y no estamos dispuestos a perder el tiempo trascribiéndolo todo. Vamos a hacer un resumen muy sintético.)
La jota es bella. Surge en el siglo xviii. Se toca con instrumentos. Se canta con la boca. Se baila con las piernas.
Es heptafraseada. El canto es homófono u unisonal. La música es diatónica, ternaria, con modo mayor y de séptima dominante. Tiene preludio y postludio. (No sé si la información que contiene este párrafo les aclara algo a ustedes. A nosotros, desde luego, no.)
Joteros famosos fueron el «tío Chindribú», el «Royo del Rabal», Marianico «el del Gas», el «tío Lereta», el «Andorrano», el «Tuerto de Tenerías», Andresico «el Leñador», Cirilo «el Boniquete», el «Capacero», el «Triguero», Eustaquio «el Carabinero», el «Chato de Casablanca», el «Pastor de Andorra» y algún otro que sentimos no recordar.
Algunos ejemplos de jotas que nos han llamado poderosamente la atención:

Pa escribirte una cartica
preparé pluma y tintero
y eché a perder la moqueta
pues tropecé y se cayeron.

*        *        *

Las escaleras de casa
ahora acabo de contar:
hay cincuenta pa subir
y otras treinta pa bajar.

*        *        *
A donde quiera que miro
me paice que te estoy viendo;
anoche, en un descampao,
me diste un susto tremendo.

*        *        *

Dile de mi parte al cura
que me dé por confesao
pa que no acabe conmigo
de cómplice en el juzgao.

*        *        *

Aunque tu padre es sereno
no lo puede remediar:
si nos ve en la cama juntos
pierde la serenidá.

*        *        *

Hoy me he casao con la Trini
y m’han regalao una plancha;
esto segundo es mejor,
pues, si no pita, la cambias.

*        *        *

Por amarse se murieron
los amantes de Teruel;
desque te vi sin la faja
quiero morirme también.

Reseñas de libros excelentes (5)


 

 

La nefasta lectura

 

Como siempre se habla de lo buenos que son los libros, conviene, para variar, disentir alguna vez que otra, como hacemos aquí.

        Ante la profusión de opiniones encomiásticas de los libros como vehículos de cultura no deja de ser curioso notar como no todos los pensadores comparten este entusiasmo. Montesquieu, hizo una deliciosa observación al respecto en su obra Lettres persannes [Cartas persas]: «La naturaleza había sabiamente dispuesto que las tonterías de los hombres fuesen pasajeras y he aquí que los libros las hacen inmortales.»

        Grandes sabios coinciden en que la escritura es un mal invento. Sócrates (uno de los más grandes filósofos de la antigüedad, iniciador de una importantísima tradición erudita, que dio su nombre a una conocida marca de cuerdas de guitarra), fue un defensor a ultranza de la palabra hablada como medio de impartir enseñanzas. Sentía repugnancia ante el concepto del libro escrito (alguna vez está documentado que incluso vomitó) y lo consideraba como uno de los recursos fáciles y poco aconsejables con los que enseñaban los sofistas. Llegó a comparar a los libros con algunos políticos, que dan un mensaje pero que no son capaces de responder a preguntas, por lo que era únicamente un mal sustituto del profesor. Añadió que la práctica de escribir discursos o lecciones impulsaba a la imitación servil e incluso al plagio, desarrollándose la funesta costumbre de encargar a escritores de profesión los textos que se iban a emplear en las clases.

        Platón demostró que tampoco era manco y consideraba a los libros el origen de muchos males. En el diálogo Fedro hizo decir al personaje de Sócrates que de las dádivas concedidas por los dioses a los mortales, la escritura era la más perniciosa y le iba a acarrear al hombre infinitamente más perjuicios que beneficios. Hizo constar en otras obras su antipatía hacia los libros por lo que éstos tenían de cadavérico, de expresión paralítica. Además, el filósofo consideraba que la relación entre el escritor y el lector tenía algo de inmoral, puesto que el autor no puede responder a las objeciones del que le lee ni puede tampoco rectificar al lector que entiende en sus obras lo que él no ha dicho. O sea, que se despachó a gusto.

El mundo musulmán atacó a los libros con una lógica terrible. El califa Omar (siglo vii) mandó quemar los 400.000 manuscritos de la biblioteca de los Ptolomeos en Alejandría, para alimentar las calderas de los baños públicos. Para hacerlo, basó su acción en un razonamiento aplastante. Los libros pueden dividirse en dos clases: los que están de acuerdo con el Corán y los que no lo están. Los primeros deben destruirse por ser superfluos; y los segundos, por ser perniciosos.

En el mundo cristiano la escritura llegó a considerarse pecaminosa. En el siglo xii muy pocas personas sabían escribir: el pueblo llano era prácticamente analfabeto y muchos nobles casi no podían firmar con su nombre. En esta situación, se consideraba que tener la capacidad de redactar un libro podía conducir al pecado de soberbia. Cuando la Iglesia permitió que sus monjes compusieran obras literarias —exclusivamente de tipo religioso y moralizante— obligó a sus autores a dejarlas inéditas y a redactarlas en un estilo impersonal que no permitiera reconocer al autor, para que un posible éxito de las mismas no incitara al orgullo y a la soberbia de sus creadores.

        No sólo los tontos declarados se adhirieron a esta teoría: algunos científicos también lo hicieron. El gran astrónomo danés Tycho Brahe (Primer premio de un concurso de prejuicios sociales) consideraba por debajo de la dignidad de un aristócrata el escribir libros y se lo pensó mucho antes de redactar su pequeño tratado astronómico De nova stella, anno 1572.

        Cave ab homine unius libri [«Cuidado con el hombre de un solo libro»], dice el adagio latino. Y esto probó ser cierto en el caso de un gobernador del estado de Virginia, Sir William Berkeley, persona muy apegada a la Biblia. En un exceso de puritanismo, en 1670, se manifestó públicamente en contra de la cultura e hizo la siguiente afirmación: «¡Gracias a Dios que aquí no hay escuelas ni imprentas! El saber ha traído al mundo la desobediencia y la herejía, y la imprenta las ha propagado.»

Luego vino Johann Wolfgang von Goethe (otro que tal), quien afirmó que la palabra escrita era un mísero ersatz [«sucedáneo»] de la palabra hablada, sin voz que la llene y sin carne que la concrete.

        Algunos autores consideraron a los libros, como mucho, un medio fácil de ganar dinero. El poeta y novelista norteamericano Herman Melville, al ver que su novela Moby Dick no había tenido ningún éxito en el momento de su aparición, renunció a escribir y pasó el resto de su vida como empleado de aduanas del puerto de Nueva York, alejado de los círculos literarios y plenamente dedicado a su actividad burocrática.

        Finalmente queda Ortega y Gasset, quien explicó su tesis de «el libro como problema». Definió al libro como un saber «petrificado», algo que se dijo en una situación concreta y como reacción a ella. Por lo tanto siempre será incompleto, la mitad de sí mismo, pues no está completado con su contorno y su circunstancia. Además, la facilidad actual para leer —abundancia de libros, asequibilidad de los mismos, bibliotecas— hace que se lea demasiado. La comodidad de poder leer muchos libros ha acostumbrado al hombre medio a no pensar por su cuenta y a no reconsiderar lo que lee. Según su opinión, gran cantidad de los problemas actuales radican en que las cabezas medias están saturadas de ideas automáticamente recibidas desde los libros, entendidas a medias y desvirtuadas.

        Todo lo antedicho no tiene ninguna gracia; en cambio, es una gran verdad.

Marco Antonio y Cleopatra

 

Alejandría. Año 31. a. C. Palacio de Cleopatra (Cleopatra VII, la famosa: no la vayan a confundir ustedes con alguna tía suya que se llamase igual). En una tumbona con pinta de ser muy cómoda, Cleopatra y Marco Antonio folgan. Entra corriendo Akiki, que es un esclavo que viene con un susto que no se lame.

AKIKI.—¡Mi reina!
MARCO ANTONIO.—(Sorprendiéndose, pegando un bote y retirando una parte de su cuerpo de donde la tenía: no vamos a ser más explícitos.) ¡Rejúpiter! ¿Qué pasa?
AKIKI.—¡Mi reina! ¿Dónde estás?
CLEOPATRA.—(Saliendo desnuda de entre las sábanas y poniéndose las zapatillas.) Estoy aquí, Akiki.
MARCO ANTONIO.—¿Akiki?
CLEOPATRA.—Es mi eunuco de confianza.
MARCO ANTONIO.—(Vistiéndose apresuradamente.) Eso es una redundancia, Patra: todos los eunucos son de confianza; precisamente para eso se les eunuca: para poder confiar en que no podrán hacer nada que no deban. Y ya veo que se toma muchas confianzas, cuando así entra sin llamar en tus aposentos.
CLEOPATRA.—¡Ay, qué poco me gusta cuando te pones pedante, Tonio. (A Akiki.) Acércate. Ven, Akiki. ¿Qué quieres contarme? ¡Habla!
AKIKI.—(Lloroso.) ¡Oh, mi ama! ¡Una gran desgracia!
CLEOPATRA.—¿Qué sucede?
AKIKI.—¡La desdicha ha caído sobre nuestro reino!
MARCO ANTONIO.—Pero, ¿qué pasa?
AKIKI.—¡Estamos perdidos!
CLEOPATRA.—Sí, ya me imagino que algo malo se está cociendo, pero ¿qué?
AKIKI.—¡Los dioses nos han abandonado a nuestra suerte!
MARCO ANTONIO.—Es lo que suelen hacer casi siempre. ¿Qué noticias traes?
AKIKI.—¡Las peores!
MARCO ANTONIO.—Nada: que no hay manera de que se explique.
CLEOPATRA.—¡Akiki! Si no me dices tu mensaje en tu próxima frase, serás mañana el desayuno de mis cocodrilos.
AKIKI.—¡Ay, tengo muy mal cuerpo: les sentaré mal!
MARCO ANTONIO.—(A Cleopatra.) Tendrás que darle algunas frases más de margen.
CLEOPATRA.—¡¡Akiki!! ¡¡Por Osiris y su santa madre!!
AKIKI.—Geb
MARCO ANTONIO.—¿Qué?
AKIKI.—Geb, la diosa Tierra, es la madre de Osiris, mi reina. Lo he dicho para beneficio de tu amante romano, que seguramente lo ignora.
CLEOPATRA.—¡¡¡Habla de una vez!!!
AKIKI.—(Cogiendo aliento.) Octavio.
MARCO ANTONIO.—(Asustado.) ¡Sopla!
CLEOPATRA.—¿Estás seguro?
AKIKI.—¡Toma, claro! Ha desembarcado con sus tropas.
MARCO ANTONIO.—¿Cuántas tropas?
AKIKI.—Tropecientas.
MARCO ANTONIO.—(Aparte.) ¡Mecachis en la mar Tirrena!
CLEOPATRA.—(Sorprendida.) ¿Pero Octavio no había muerto?
MARCO ANTONIO.—¿Muerto?
CLEOPATRA.—Claro. Me aseguraste que en la batalla de Accio no solo habías hecho migas a su ejército sino que le habías matado.
MARCO ANTONIO.—¿Eso te dije? ¿Que le había matado?
CLEOPATRA.—Sí: que le habías matado personalmente.
MARCO ANTONIO.—¿Dije ‘personalmente’?
CLEOPATRA.—En efecto. Y hasta me describiste la cara de excruciante agonía que puso al morir a tus manos.
MARCO ANTONIO.—Bueno, puede ser que exagerase un poquito al contártelo. Ya sabes: para hacer la narración más amena.
CLEOPATRA.—(Enfadada.) Acabemos: ¿ha muerto o no?
AKIKI.—Yo diría que no. A no ser que Roma haya mandado a un triunviro de su mismo nombre y con unas narices muy parecidas a las suyas, yo diría que es él.
CLEOPATRA.—¡Me dijiste que venciste en Accio!
MARCO ANTONIO.—¡Vencer, vencer...! Eso es siempre algo muy subjetivo.
CLEOPATRA.—¿Cómo subjetivo?
MARCO ANTONIO.—Sí, querida Patra. Las mujeres no entendéis de estas cosas. En las batallas muere gente en los dos bandos, las cosas quedan igualadas, no siempre está claro de quién es la victoria.
AKIKI.—Yo te lo diré, mi reina: de quien no sale corriendo al acabar.
CLEOPATRA.—La verdad es que te apresuraste a venir.
MARCO ANTONIO.—Quería estar el mayor tiempo posible a tu lado antes de que...
CLEOPATRA.—¿De qué?
AKIKI.—De que viniese el muerto.
CLEOPATRA.—(Dándose cuenta de la situación.) ¿Qué vamos a hacer? Octavio es vengativo. Buscará por todo Egipto hasta dar con nosotros y no tendrá piedad. Y si nos encuentra, estamos perdidos.
MARCO ANTONIO.—¿Cómo vamos a estar perdidos si nos encuentra?
AKIKI.—(Aparte.)Yo juraría que este chiste lo he oído en una película de los hermanos Marx.
CLEOPATRA.—(Desesperada.) ¡Oh, Tonio! ¡Has hecho mal! ¡Has hecho mal!
MARCO ANTONIO.—(Avergonzado.) Lo sé, lo sé: debí matarle y vencer; pero eso es algo más difícil de lo que parece a simple vista.
CLEOPATRA.—¿Difícil? Cuando regresaste y me dijiste que habías vencido, lo creí. Siempre has sido un gran guerrero y en tu ejército había el doble de hombres que en el suyo.
MARCO ANTONIO.—Sí, pero mis hombres eran mucho más vagos que los suyos: este clima caluroso favorece la molicie y te deja el cuerpo fofo y blanduzco. Y en cuanto a lo de matar a Octavio, te diré: no es sencillo matar a un hombre.
CLEOPATRA.—¡Qué va! Es facilísimo. Mira: te lo demostraré.
(Coge un cuchillo de pelar fruta de un frutero y le rebana el cuello a Akiki, que muere al instante, poniendo todo el suelo perdido de sangre.)
AKIKI.—¡Agggggggggggg!
MARCO ANTONIO.—(Aparte.) ¡Mi abuela Agripina!
CLEOPATRA.—¿Lo ves? Y si con todo lo que quería yo a Akiki, que se había criado conmigo y era como un hermano, lo he podido matar tranquilamente y sin sofoco, mucho más fácil es acabar con un enemigo odiado como Octavio.
MARCO ANTONIO.—Lo que importa ahora es cómo escapar.
CLEOPATRA.—Sus soldados estarán ya al llegar. Si acaba de desembarcar cuando Akiki nos avisó, calculo que dentro de un cuarto de hora le tendremos aquí.
MARCO ANTONIO.—¡Un cuarto de hora!
CLEOPATRA.—Veinte minutos como mucho.
MARCO ANTONIO.—¡Tenemos que escapar! Seguro que este palacio tiene salida de incendios
CLEOPATRA.—Imposible. Nos encontrarían.
MARCO ANTONIO.—El reino es muy grande.
CLEOPATRA.—Pero soy la reina y todo Egipto me conoce.
MARCO ANTONIO.—¿Estás segura?
CLEOPATRA.—¡Anda este! Pues claro: ¿no ves que salgo en las monedas? Allí donde fuera a esconderme se sabría, se correría la voz.
MARCO ANTONIO.—A mí no me conocen. Podría huir disfrazado de vieja.
CLEOPATRA.—Tu acento te delataría.
MARCO ANTONIO.—¿Mi acento?
CLEOPATRA.—Sí; hablas un egipcio desastroso. Así es como los romanos habéis impuesto el latín en todo el mundo conocido: negándoos a aprender ninguna otra lengua.
MARCO ANTONIO.—Tendría que ser una vieja muda.
CLEOPATRA.—Con tus ricitos rubios no llegarías muy lejos. Y no tienes tiempo de teñirte.
MARCO ANTONIO.—¿Qué podemos hacer entonces?
CLEOPATRA.—(Con dignidad.) Morir.
MARCO ANTONIO.—Venga, piensa un poco, Patra. Tiene que haber alguna otra salida.
CLEOPATRA.—No la hay. Y así, de este modo, abrazando la muerte, nuestra historia de amor se haría inmortal.
MARCO ANTONIO.—¿Cómo?
CLEOPATRA.—Todos los célebres amantes han tenido un fin trágico que ha exaltado sus amores y los ha convertido en leyenda: Hero y Leandro, Dido y Eneas, Píramo y Tisbe, Proctis y Epimene...
MARCO ANTONIO.—Esos últimos no sé quiénes son ni qué les pasó.
CLEOPATRA.—Ni yo tampoco. Es algo que he leído en algún sitio. Como fuere, si morimos juntos se nos recordará por toda la eternidad.
MARCO ANTONIO.—Pues yo preferiría no morir, aunque se nos recordara solo algunos meses; o me conformaría con semanas.
CLEOPATRA.—Decídete, Tonio. Octavio está al caer y tenemos poco tiempo. ¿Te darás muerte antes que yo o después? ¿O prefieres que sincronicemos nuestros óbitos?
MARCO ANTONIO.—¡Caray! Es que una decisión así...
(Sale Amunet, otro eunuco.)
AMUNET.—¡Octavio se acerca, oh, gran señora!
CLEOPATRA.—(A Marco Antonio.) Este es otro eunuco de mi confianza. Se llama Amunet.
MARCO ANTONIO.—¿Es catalán?
CLEOPATRA.—¿Catalán?
MARCO ANTONIO.—Lo decía por el nombre.
CLEOPATRA.—Amunet es el nombre de una deidad muy respetada.
AMUNET.—¡Aguardo tus instrucciones, mi reina!
CLEOPATRA.—Bien. Los romanos nos invaden y no podemos resistir. En consecuencia, vamos a quitarnos la vida.
AMUNET.—Sí, mi ama.
MARCO ANTONIO.—Bueno, yo aún no no tengo claro del todo, porque...
CLEOPATRA.—Procurarás que nuestros cadáveres no caigan en poder de los invasores.
AMUNET.—En cuanto muráis, os arrojaremos a una pira que prenderé ahora mismo para que esté dispuesta.
CLEOPATRA.—Y cuando lo hayáis hecho, tú y toda mi servidumbre os suicidaréis asimismo.
AMUNET.—¡Faltaría más! Eso no hay ni que decirlo, majestad. Se da por descontado. ¿Cómo ibas a hacer el viaje al Reino de los Muertos sin tus fieles sirvientes. Sería impensable.
CLEOPATRA.—Contaba con ello.
AMUNET.—¿Mandas algo más?
CLEOPATRA.—Sí. Tráeme a quien ya sabes.
AMUNET.—Está durmiendo, mi señora.
CLEOPATRA.—Mejor: la despiertas y así vendrá de peor humor, que es lo que ahora me hace falta.
AMUNET.—Al momento. (Hace mutis.)
MARCO ANTONIO.—¿Quién va a venir, si puede saberse?
CLEOPATRA.—Coralillo.
MARCO ANTONIO.—¿Coralillo? ¿Es alguna bailaora flamenca, de esas que hay en la Hispania Ulterior?
CLEOPATRA.—¿Bailaora? ¡No, qué va! Es una serpiente mortífera que me trajeron de Nubia y cuya picadura no es solo mortal como la de la cobra, sino muy mortal. Me costó muy cara, pero viene garantizada.
MARCO ANTONIO.—¿Puedes explicarme esa diferencia sutil que haces entre mortal y muy mortal?
CLEOPATRA.—Con una picadura muy mortal te mueres en cuestión de segundos. Con una que sea solo mortal puedes tener una tremenda agonía de hasta diez o doce minutos. Así es que si antes de que te mueras te alcanzan tus enemigos, igual no te libras de que, además, te pinchen con una espada o con algo. Por eso Coralillo es un dinero bien invertido, pues todo será más rápido.
MARCO ANTONIO.—(Resignado.) Entonces me consuela tener a Coralillo.
(Sale Amunet, asaeteado por todas partes, tambaleándose y llevando en las manos una cesta. Con gran dificultad, atranca la puerta y luego cae al suelo.)
AMUNET.—¡Mi reina, tus enemigos ya están entrando en el pala... ya suben por las escale... date pri... aquí está Corali... me mue... me mue.... (Muere, dejando caer la cesta.)
CORALILLO.-¡Por fin libre! ¡Ya era hora! ¡Esa cesta era de lo más incómodo! (La serpiente se mete debajo de un mueble.)
CLEOPATRA.—¡Coralillo, no te vayas, que te necesitamos! Anda, Tonio: mete la mano debajo de ese triclinio y saca a Coralillo!
MARCO ANTONIO.—¿Que la saque?
CLEOPATRA.—¡Pues claro!
MARCO ANTONIO.—¡Me morderá!
CLEOPATRA.—Esa es la idea. Que te muerda y la sacas. Así podré morir yo también.
(Se escucha el ruido de soldados que llegan y los ayes de los guardias a los que van matando al acercarse.)
OCTAVIO.- (Dentro.) ¿Dónde está ese sinvergüenza de Marco Antonio, ese mentiroso redomado que ha ido diciendo por ahí que me ganó una batalla, cuando todo el mundo sabe que fue al revés?
CLEOPATRA.—¡Date prisa, que llegan!
(Marco Antonio mete la mano debajo del mueble y pega un alarido.)
MARCO ANTONIO.—¡¡¡Ay!!!
CLEOPATRA.—¿La tienes ?
MARCO ANTONIO.—(Agonizando en el suelo.) ¡Se me ha escurrido! Me mordió y la agarré, pero, luego se me ha escapado, la muy malvada!
OCTAVIO.-(Dentro.) ¡Tiene que estar aquí! ¡Soldados, derribad la puerta!
CLEOPATRA.—¡Hay que buscarla!
MARCO ANTONIO.—(Con un hilo de voz.) Búscala tú; yo ya estoy más para allá que para acá. Al final hemos dejado chiquitos a Proctis y a Epimene. ¡Hola, Caronte! ¿Cómo estás? Te imaginaba más delgado. (Muere.)
CLEOPATRA.—¡Tonio!
(Derriban la puerta y aparece Octavio, seguido de un montón de soldados romanos con las espadas ensangrentadas.)
OCTAVIO.—(Por Cleopatra.) ¡Hombre! ¡Mira quién está aquí! ¿Y Marco Antonio?
CLEOPATRA.—(Muy digna.) Has llegado tarde, romano. Mírale.
(Octavio ve el cadáver de Marco Antonio y se lleva un disgusto de aúpa.)
OCTAVIO.—¿Cómo? ¿He hecho todo el viaje desde Roma, que me he puesto malísimo en el barco y casi echo las tripas, para matar a Marco Antonio y cuando llego ya no lo puedo matar? ¡Hay que tener mala suerte!
CLEOPATRA.—Tu enemigo está muerto. ¿No era eso lo que querías?
OCTAVIO.—¡Qué va! Quería matarlo yo.
CLEOPATRA.—Coralillo se te ha adelantado.
OCTAVIO.—¿Coralillo? ¿Quién es Coralillo? ¿Alguna bailaora de la Hispania Ulterior?
CLEOPATRA.—¡Y dale! Coralillo es... bueno, no tengo ganas de contarlo otra vez.
(Coralillo sale de debajo el mueble.)
CORALILLO.-(Aparte.) Creo que están hablando de mí.
CLEOPATRA.—(Cogiendo a la serpiente y mostrándola a Octavio.) ¡Ya te tengo! ¡Pica! ¡Pica!
SOLDADOS.-¡Ag! ¡Lagarto, lagarto!
OCTAVIO.—(Huyendo despavorido.) ¡Por la loba que amamantó a Rómulo! ¡Huyamos!
(Octavio y sus soldados salen corriendo y no paran hasta llegar al puerto de Ostia, sin nave ni nada.)
CLEOPATRA.—¡Pica ahora! ¡Devuélveme el valor de mi dinero!
(Coralillo pica a Cleopatra en la punta de la nariz.)
CLEOPATRA.—¡Ah! Ya siento el dulce veneno en mis venas. (Cae junto a Marco Antonio, sin soltar a la serpiente.)  No tardaré mucho en reunirme contigo, mi amado. (A Coralillo.) Solo siento que me hayas mordido en sitio tan prosaico.
CORALILLO.-Puedo morderte en un pecho, ya sin veneno, solo por la apariencia. Queda más romántico y más sensual también.
CLEOPATRA.—Buena idea.
(Con sus últimas fuerzas, se destapa un seno y lo ofrece a Coralillo, que le pega un buen bocado.)
CORALILLO.-¡Ajajá! ¡Hecho!
CLEOPATRA.—¡Marco...! Te sigo allí donde estés.
(Cleopatra muere definitivamente, sin soltar a la serpiente, a la que sigue teniendo agarrada.)
 CORALILLO.-(Tras una pausa. Muy preocupada.)  ¿Y qué hago yo ahora? Porque cuando le empiece el rigor mortis me voy a ver en un apuro.