Cartas de mujeres - Fanny Condado

Un ordenador como Dios manda

 


          Deberíamos avergonzarnos de nuestra tecnología, aún en pañales.

          Vamos cargados como mulas con aparateguis varios: un móvil con libreta de direcciones, un Pen Drive con nuestros archivos de ordenador, un llavero con control remoto para el coche, una agenda electrónica, un no-sé-qué para música, un...

          ¡Ya basta de antiguallas!

          Los hombres del futuro se reirán de nosotros y con toda razón. Hemos descubierto un océano y no nos atrevemos más que a mojarnos tímidamente los pies en él.

          ¡Oh, científicos del planeta! ¿Para cuándo el ordenador biológico definitivo?

          ¿Que no se os ha ocurrido? ¡Valiente panda de inútiles estáis hechos! Pero no pasa nada; para eso estoy yo aquí. Os daré ideas para eliminar los cachivaches de nuestra vida, aprovechando los avances en los campos de la cirugía y la robótica.

          Propongo:

          Un disco duro interno, pero bien interno, insertado junto al bazo, por ejemplo, porque allí hay sitio. Tendría que ser pequeño y discreto, como un dispositivo intrauterino o cosa parecida.

          Hecho esto, ya sólo quedará personalizar las funciones:

 

          —Para conectarte a Internet, te tirarías de una oreja.

—Moviendo las caderas consultarías tus mensajes de correo, que se enviarían directamente a tu córtex.

—Levantando las cejas podrías retocar tus fotos digitales.

—Rascándote el cogote, entrarías en Google.

—Apretándote la nariz activarías la IA.

—Podrías también usar tus pezones: uno para You Tube, por ejemplo, y el otro para esa página secreta que tanto miras y que quieres que nadie conozca.

—Cada vez que fueras a responder a la llamada de la naturaleza se borraría automáticamente el historial de las páginas visitadas.

          —Con sensores insertos en partes específicas de nuestro cuerpo, el aparategui corregiría nuestros malos hábitos inconscientes. Cuando nuestro dedo se dirigiera a la nariz con intención minero-exploratoria, recibiríamos un aviso mediante descarga eléctrica o similar. Igualmente cuando intentásemos rascarnos nuestras partes en público, nuestro ordenador interno lo evitaría.

 

*        *        *

 

          He recibido un correo de Microsoft, empresa a la que escribí en su día vendiéndoles la idea expuesta más arriba. Parece ser que ya habían tenido la misma idea que yo propongo y que llevan años investigando sobre el tema. Me dicen que todo lo que yo sugiero es muy sensato y técnicamente viable, por lo que me felicitan. Añaden, empero, que ya está prácticamente inventado por ellos, por lo que debo despedirme para siempre de la esperanza de recibir por mi idea cualquier tipo de royalty.

Pero reconocen que el ordenador biológico no se ha podido comercializar aún, porque están teniendo problemas con los epilépticos y con las personas normales cuando les entra el hipo.

SONETO A LUIS ALBERTO DE CUENCA

 

 

Creo que ninguno negará este aserto:

en el mundo actual de la poesía

—reino sagrado de la fantasía—

no hay nadie que supere a Luis Alberto.

 

Pero la envidia hispana es hecho cierto,

triste verdad probada día a día.

Nada importan tu esfuerzo o tu valía:

España no te admira hasta que has muerto.

 

Igual que al gran Balzac negó su gloria

la Academia Francesa, así se ha hecho

con él, mezquinamente y con amaños.

                                                                    

Mas su voz seguirá en nuestra memoria

y a aquellos que ignoraron su derecho

nadie recordará, tras breves años.

 

Sexo babilónico

 Poco se sabe del sexo en Babilonia.

 Afortunadamente para los historiadores, en 1910 se estrenó una opereta cómico-burlesca —La corte de Faraón— en donde se aclaraban muchos aspectos del temperamento babilonino. Una señorita con menos ropa que vergüenza salía y cantaba:

 

Son las mujeres de Babilonia

las más ardientes que el amor crea,

tienen el alma samaritana,

son por su fuego de Galilea.

Cuando suspiran voluptuosas,

el babilonio muere de amor

y cuando cantan ponen sus besos

en cada nota de su canción.

¡Ay, ba..., ay ba..., ay, babilonio que marea,

ay, ba..., ay, ba..., ay, vámonos pronto a J...udea!

¡Ay, vámonos p’allá!

 

          Con esto ya no quedaba la menor duda sobre la fogosidad de esta civilización, que se especializó algo más que en fabricar ladrillos.

          Miren si estarían apetecibles las mujeres babilónicas, que el Estado se las quedó para sí y las hizo propiedad suya. No iba a permitir que fueran posesión de ciudadanos corrientes y molientes. Al rey y a sus funcionarios les tocaba la labor de casarlas, tras una curiosa subasta. Con lo que se ganaba con las guapas, se pagaba la dote de las feas. Cuando las feas eran más y el dinero no alcanzaba, se iba rebajando el precio hasta darlas gratis o incluso regalándole un juego de sartenes al que cargaba con ellas.

          De esto se deduce que el sexo masculino era el que llevaba los pantalones en un tiempo en el que todos vestían túnicas (quizá los llevaban debajo, aunque con el calor que hace por allí, no les arrendamos la ganancia).

          Las mujeres, pues, estaban consideradas como ganado, por debajo de las cabras, aunque por encima de las ovejas. Su deber era procrear maridos, limpiar a los hijos y darle placer a la casa o cualquier otra combinación moralmente más satisfactoria.

          La poligamia masculina estaba bien vista. De hecho, si no tenías varias esposas, se decía de ti que si sí, que si no, que si ¡vaya usted a saber! La mujer tenía que ser monógama, aguantarse e incluso lavarle los pies a la primera esposa si los tenía sucios. El marido podía repudiar a su mujer si era estéril, si le olía el aliento o incluso si tenía voz de pito y chillaba mucho.

          El emperador Hammurabi, en el siglo II a. C. (o por ahí: no estamos muy seguros) hizo leyes para proteger la propiedad y, como la mujer era una propiedad, quedó incluida en ellas y consiguió algunos derechos indirectos. No es que el Estado se interesara mucho por la vida amorosa de sus vasallos, como si el Estado fuera una «vieja del visillo», pero no permitía que nadie mermará bajo ningún concepto el patrimonio común.

          Los imperios necesitaban soldados para la guerra y mano de obra para las ciudades, por lo que si un hombre seducía a una virgen, le obligaban a casarse con ella para que mantuviera a la prole y que el Estado no tuviese que gastarse las perras en orfanatos e instituciones de ese estilo. Por ello, los crímenes sexuales se castigaban severamente para preservar los linajes. El adulterio se penaba encadenando a las dos partes y echándolas al agua o bien cortándole la nariz a la adúltera y castrando al adúltero, a elegir.

          Un último dato sexual fue el culto orgiástico de Milita, la gran diosa mesopotámica (que no era otra sino la Afrodita de toda la vida y que todos conocemos), que incluía un erotismo de no te menees (o, por el contrario, de «menéate todo lo que puedas»). Heródoto cuenta (este señor no paraba de contar cosas de todos los sitios a los que había ido de vacaciones) que los babilonios tenían una ley muy vergonzosa y avergonzante, porque toda mujer nacida allí estaba obligada una vez en la vida a ir al templo y entregarse a un extranjero. El historiador lo narra con todo lujo de detalles y parece recordarlo con especial nostalgia, por lo que deducimos que se puso en la fila de los extranjeros que esperaban y que la que le tocó en suerte cuando le tocó el turno le tocó muy bien.

          Cuando había más mujeres que extranjeros, no se emparejaba automáticamente a los recién llegados, sino que ellos elegían. Se dieron casos de mujeres poco agraciadas que tuvieron que estar hasta tres y cuatro años en el templo, en espera de que llegara algún forastero con cataratas.

          Se ha hablado del culto a dioses como Baal-Fregor, al que se adoraba haciendo unas infernales barbacoas y tocando unos instrumentos que sonaban a rayos, mientras los efebos se masturbaban desenfrenadamente y hasta hacían usos indebidos y repugnantes de los perros que se acercaban por allí atraídos por el olor de las salchichas y de las pancetas que se asaban en la parrilla. Pero no hay que hacer mucho caso, porque la gente es exagerada por naturaleza.

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Cuatro visiones de las televisiones

 


A la hora de tratar de la televisión y de su resonancia, nadie mejor que Eco. A Umberto Eco, reputado semiólogo (o sea eso lo que fuere), se le deben dos puntualizaciones interpretativas sobre el cajatontismo. Son dos definiciones perspicaces de dos variantes distintas (pues si no fuesen distintas, no serían dos, sino una y la misma) del discurso de las ondas: las llamada paleovisión y neovisión, que, al paso que vamos, se van a quedar obsoletas como yo me quedé sin abuela. A lo mejor, cuando se publique este libro me doy cuenta de que no hacía falta haber escrito este capítulo, porque su contenido ya ha prescrito, y me arrepiento de haber trabajado en balde.

Tenemos, en primer lugar, la paleovisión, que algunos confunden con la peleovisión (emisiones de combates de boxeo, tertulias de famosillos que se insultan y esa parte de las noticias dedicada a las guerras que están de moda en ese momento). No es eso. ‘Paleo’ quiere decir «antiguo». ¿Qué es la paleovisión, entonces?, nos preguntamos. Pues Eco nos contesta que es algo ya demodé. La paleovisión era —dice— simplemente una ventana o escotilla por la que asomarse al mundo y ver qué cosas pasaban allá afuera. Era solo un medio de contar lo que sucedía, como en un periódico de aquellos que usábamos para limpiar los cristales, pero sin crucigramas. Esa televisión solo hablaba del mundo exterior, describía la realidad y ya. Era un supuesto canal comunicativo que lo haría mejor o peor, pero que no pretendía añadir ni quitar supuestamente nada. Se contaban en él las cosas como si la televisión no estuviese presente. Se hablaba en tercera persona y solo se pretendía informar, formar y entretener. Tenía una vocación pedagógica (¡huy, qué feo suena esto!).

Funcionaba por bloques, separaba por géneros, diferenciaba ficción de publicidad y se suponía que era un servicio público (por eso era tan mala: no es de sorprender).

Y luego aparece la neotelevisión (que le mete a la otra un tantaratán y la desplaza), donde se erosionan las fronteras entre algo y su contrario, desplegando un hibridismo de tres pares de megahercios.

No se pretende en ella la referencialidad, sino la autoreferencialidad; o sea, en román paladino y para entendernos: el mundo de la televisión es otro, es un universo aparte y está dentro de la «tele» propia. A la realidad exterior le pueden ir friendo un paraguas.

Esta televisión habla de sí misma, no de otra cosa. En ella el espectador es el protagonista, el «héroe del espectáculo» que participa en realities, talk shows, infotaintments y otras siniestras formas de hacerte perder el tiempo.

Siempre que alguien famoso dice algo útil le salen imitadores debajo de las piedras, por lo que enseguida aparece un tal Carlos Scolari a meter baza y silencia a Eco implementando la noción de hipertelevisión, que incluye la interactividad de la televisión con las redes sociales, la fragmentación arbitraria de las pantallas, los textos escritos (con erratas) que se pasean por la parte superior o inferior del rectángulo, la aceleración de movimientos, la reducción del tiempo del plano y el suministro de imágenes por parte de los espectadores (que envían vídeos de los asesinatos callejeros que han grabado desde los balcones de sus casas), así como la posibilidad de que los ciudadanos de sofá (no de a pie, porque esto les pilla sentados) manden mensajitos a los programas para participar de alguna manera en ellos.

Esto lleva a otro concepto más (y le prometemos al lector que, tras este, pararemos y no hablaremos de ninguna otra cosa; ya hemos abusado bastante de su paciencia): la metatelevisión, un receptáculo de intertextualidad desenfrenada. Programas sobre programas, programas previos a otros programas, repetición de los mismos programas, imitación de los otros programas, personajes que saltan de una series a otras, gentes que viven solo de aparecer como invitados famosos en concursos de televisión como si se hubieran hecho famosos por haber hecho algo en algún otro sitio (cosa que no han hecho), mezcla aleatoria de cómics y videojuegos con otros géneros, convergencia mediática y, en definitiva, un follón de todos los diablos televisivos.

La mala noticia es que la televisión no muere; al contrario: muta para adaptarse en tiempo real al mundo digital y del Homo movilis (también llamado Homo celularis en Hispanoamérica) —el que vive sofronizado por este dispositivo—, para que, por mucho que lo intentemos, no podamos ya jamás renunciar a más y más horas de televisión ni mucho menos a quitarnos de encima esta herramienta mágica que tan excelentes resultados le está proporcionando al actual totalitarismo alienador.

La buena noticia es...

Me temo que no hay ninguna buena noticia.