HUMORADAS
de
Enrique Gallud Jardiel
de
Enrique Gallud Jardiel
LA LITERATURA PARA EL PLACER. EL ATAQUE A LOS MAJADEROS. LA SÁTIRA DEL MUNDO.
La jota
La nefasta lectura
Como siempre se habla de lo buenos que son los libros, conviene, para variar, disentir alguna vez que otra, como hacemos aquí.
Ante la profusión de opiniones encomiásticas de los libros como vehículos de cultura no deja de ser curioso notar como no todos los pensadores comparten este entusiasmo. Montesquieu, hizo una deliciosa observación al respecto en su obra Lettres persannes [Cartas persas]: «La naturaleza había sabiamente dispuesto que las tonterías de los hombres fuesen pasajeras y he aquí que los libros las hacen inmortales.»
Grandes sabios coinciden en que la escritura es un mal invento. Sócrates (uno de los más grandes filósofos de la antigüedad, iniciador de una importantísima tradición erudita, que dio su nombre a una conocida marca de cuerdas de guitarra), fue un defensor a ultranza de la palabra hablada como medio de impartir enseñanzas. Sentía repugnancia ante el concepto del libro escrito (alguna vez está documentado que incluso vomitó) y lo consideraba como uno de los recursos fáciles y poco aconsejables con los que enseñaban los sofistas. Llegó a comparar a los libros con algunos políticos, que dan un mensaje pero que no son capaces de responder a preguntas, por lo que era únicamente un mal sustituto del profesor. Añadió que la práctica de escribir discursos o lecciones impulsaba a la imitación servil e incluso al plagio, desarrollándose la funesta costumbre de encargar a escritores de profesión los textos que se iban a emplear en las clases.
Platón demostró que tampoco era manco y consideraba a los libros el origen de muchos males. En el diálogo Fedro hizo decir al personaje de Sócrates que de las dádivas concedidas por los dioses a los mortales, la escritura era la más perniciosa y le iba a acarrear al hombre infinitamente más perjuicios que beneficios. Hizo constar en otras obras su antipatía hacia los libros por lo que éstos tenían de cadavérico, de expresión paralítica. Además, el filósofo consideraba que la relación entre el escritor y el lector tenía algo de inmoral, puesto que el autor no puede responder a las objeciones del que le lee ni puede tampoco rectificar al lector que entiende en sus obras lo que él no ha dicho. O sea, que se despachó a gusto.
El mundo musulmán atacó a los libros con una lógica terrible. El califa Omar (siglo vii) mandó quemar los 400.000 manuscritos de la biblioteca de los Ptolomeos en Alejandría, para alimentar las calderas de los baños públicos. Para hacerlo, basó su acción en un razonamiento aplastante. Los libros pueden dividirse en dos clases: los que están de acuerdo con el Corán y los que no lo están. Los primeros deben destruirse por ser superfluos; y los segundos, por ser perniciosos.
En el mundo cristiano la escritura llegó a considerarse pecaminosa. En el siglo xii muy pocas personas sabían escribir: el pueblo llano era prácticamente analfabeto y muchos nobles casi no podían firmar con su nombre. En esta situación, se consideraba que tener la capacidad de redactar un libro podía conducir al pecado de soberbia. Cuando la Iglesia permitió que sus monjes compusieran obras literarias —exclusivamente de tipo religioso y moralizante— obligó a sus autores a dejarlas inéditas y a redactarlas en un estilo impersonal que no permitiera reconocer al autor, para que un posible éxito de las mismas no incitara al orgullo y a la soberbia de sus creadores.
No sólo los tontos declarados se adhirieron a esta teoría: algunos científicos también lo hicieron. El gran astrónomo danés Tycho Brahe (Primer premio de un concurso de prejuicios sociales) consideraba por debajo de la dignidad de un aristócrata el escribir libros y se lo pensó mucho antes de redactar su pequeño tratado astronómico De nova stella, anno 1572.
Cave ab homine unius libri [«Cuidado con el hombre de un solo libro»], dice el adagio latino. Y esto probó ser cierto en el caso de un gobernador del estado de Virginia, Sir William Berkeley, persona muy apegada a la Biblia. En un exceso de puritanismo, en 1670, se manifestó públicamente en contra de la cultura e hizo la siguiente afirmación: «¡Gracias a Dios que aquí no hay escuelas ni imprentas! El saber ha traído al mundo la desobediencia y la herejía, y la imprenta las ha propagado.»
Luego vino Johann Wolfgang von Goethe (otro que tal), quien afirmó que la palabra escrita era un mísero ersatz [«sucedáneo»] de la palabra hablada, sin voz que la llene y sin carne que la concrete.
Algunos autores consideraron a los libros, como mucho, un medio fácil de ganar dinero. El poeta y novelista norteamericano Herman Melville, al ver que su novela Moby Dick no había tenido ningún éxito en el momento de su aparición, renunció a escribir y pasó el resto de su vida como empleado de aduanas del puerto de Nueva York, alejado de los círculos literarios y plenamente dedicado a su actividad burocrática.
Finalmente queda Ortega y Gasset, quien explicó su tesis de «el libro como problema». Definió al libro como un saber «petrificado», algo que se dijo en una situación concreta y como reacción a ella. Por lo tanto siempre será incompleto, la mitad de sí mismo, pues no está completado con su contorno y su circunstancia. Además, la facilidad actual para leer —abundancia de libros, asequibilidad de los mismos, bibliotecas— hace que se lea demasiado. La comodidad de poder leer muchos libros ha acostumbrado al hombre medio a no pensar por su cuenta y a no reconsiderar lo que lee. Según su opinión, gran cantidad de los problemas actuales radican en que las cabezas medias están saturadas de ideas automáticamente recibidas desde los libros, entendidas a medias y desvirtuadas.
Todo lo antedicho no tiene ninguna gracia; en cambio, es una gran verdad.
Marco Antonio y Cleopatra
Valle-Inclán
Don Ramón María del Valle-Inclán y otras hierbas siempre pensó —con razón— que sin una personalidad atrayente no tenía nada que hacer en el mundo de las letras.
Como físicamente no valía un pimiento y no era alto ni guapo ni nada, sino muy poquita cosa, decidió destacar por algún rasgo de su carácter. Lo de ser simpático lo tenía difícil, así es que optó por el extremo opuesto, en el que consiguió un pleno éxito como individuo odioso y repelente. No hay nada como encontrar la propia vocación.
Un rasgo destacable de Valle es que fue un mentiroso irredento. De los detalles que sabemos de él, pocos son ciertos. Para empezar no se llamaba Ramón María, sino Ramon José, lo que era más usual y también más vulgar. Contaba que había que había nacido mientras su madre cruzaba la ría de Arousa, pero este testimonio era más falso que un sello de correos del siglo iv. Nació en un pueblo, Vilanova de Arousa, en una cama normal y corriente con un colchón de esos que había en los pueblos a los que se les iba el relleno por los lados y te quedabas durmiendo en duro, con solo una tela separándote de las tablas de la cama. Y en la parte delantera de su casa no había un escudo con un lema, como él se inventó más tarde, sino unos clavos de los que colgaban ristras de ajos, lo que parece mucho más verosímil.
El episodio en el que perdió su brazo también está plagado de inexactitudes. Según la versión «oficial», discutió con su amigo Manuel Bueno por algo inane y en el transcurso de dicha controversia y sin que mediara provocación por su parte, recibió un bastonazo en el brazo. La herida se gangrenó y hubo que recurrir a la amputación. Valle afrontó la operación con valor, llegando a fumarse un puro en medio de la misma, y no se mostró rencoroso sino que siguió tratando a su amigo.
La cosa fue algo diferente. Valle insultó a Bueno e intento rajarle con el cuello de una botella rota. Aulló de dolor durante la operación, como es lógico y humano, y puso a Bueno a caer de un burro, como es lógico y humano también. Sólo que él quería vivir por encima de la lógica y ser considerado sobrehumano.
Presumió también de ser de haber sido «un avezado soldado en tierras de Nueva España», pero solamente nos consta que hubiera dado dos tiros en toda su vida. Uno de ellos se lo pegó a sí mismo en un pie, por no saber cómo llevar la pistola de forma segura, durante una expedición a caballo a las minas de Almadén, tras un movimiento brusco debido a su poca pericia en la equitación. El otro tiro fue pura fanfarronada egocéntrica. En una tertulia, como no hallaba momento de meter baza, sacó un revólver y disparó bajo la mesa. Cuando todos se callaron, sorprendidos, aprovechó para contar sus batallitas.
Deseoso de lograr forma como fuere, recurrió a la política. Cuando el dictador Primo de Rivera prohibió los símbolos carlistas, Valle-Inclán, para conseguir titulares, alquiló un uniforme carlista en una sastrería de teatro y se paseó por la Puerta del Sol con una inmensa bandera, provocando a los guardias para que le detuviesen. Consiguió su objetivo de ir a la cárcel por dos o tres días, lo suficiente para salir en los periódicos. En la celda gritó desaforadamente que él era el mismísimo Alfonso XIII. (Pese a la errónea aura de progresista de que hoy goza, Valle-Inclán fue un carlista de corazón toda su vida, algo que muchos ignoran.)
En cierta ocasión, ya manco, entró en un famoso restaurante de Madrid —cuyo nombre omitimos por respeto— y pidió un filete. Obviamente, no podía cortarlo y culpó por ello al camarero del establecimiento. «¡Los filetes deberían servirse ya cortado en pedacitos!, exclamó. «¡Es una vergüenza que los clientes tengan que hacer todo el trabajo!». Y exigió que le cortaran su filete. Parece ser que el dueño del establecimiento se encaró con él y dijo algo así: «Le facilitaré que se coma su filete cuando usted me facilite que comprenda sus versos. Su poesía modernista es tan enrevesada que no se entiende y yo preciso también de un desglosador que me la descifre». Dicho lo cual, echó a Valle del restaurante. Éste luego contó que comiendo allí se había encontrado una perla dentro de una ostra y que nunca regresó para que no le pidiesen que la devolviera.
Odiaba cordialmente a José de Echegaray, a quien envidiaba por haber ganado el premio Nobel de Literatura en 1904. Dieron a una calle de Madrid el nombre del dramaturgo y en ella vivía un amigo de Valle-Inclán. Cuando éste le mandaba una carta, en lugar de poner en el sobre el nombre de la calle, escribía «calle del viejo imbécil». A los empleados de correos les gustaba mucho que se insultase al pobre Echegaray y le hacían llegar las cartas sin más problemas. Valle contaba con lo mucho que nos gusta a los españoles denigrar a los otros españoles.
Su animadversión hacia Echegaray (que nunca le ofendió ni contestó a sus ataques) fue siempre en aumento. El dramaturgo estrenaba siempre que quería y a Valle esto le sentaba como si le propinasen una patada en la boca del estómago. Asistía a todos los estrenos para luego ponerle verde y muchas veces se puso en pie en medio de la representación para discutir y decir a voz en grito que la comedia era un asco. Firmó también de mil amores una petición para que le retiraran el Premio Nobel, porque «no lo merecía en absoluto». Estas cosas solo pasan en España, promovidas por gentes como Valle.
Hizo correr el bulo de que Echegaray era un marido engañado. Durante una conferencia dijo que don José estaba obsesionado con el tema de la infidelidad matrimonial y por eso lo tocaba en casi todos sus dramas, que eran «autobiográficos». Un joven le interrumpió y le afeó que hablara así. Cuando Valle le pregunto quién era, el otro le dijo que era el hijo de Echegaray, a lo que el gallego le respondió con una pregunta: «¿Está usted seguro?». Todos los espectadores le rieron la gracia a Valle, que consideró que había logrado un éxito popular llamando cornudo en público a alguien que nunca le había hecho nada y que no estaba allí para defenderse.
No fue Echegaray la única persona a la que ofendió. Su amigo de siempre y acérrimo defensor Jacinto Benavente —otro dramaturgo de gran éxito, mientras que Valle no conseguí obtenerlo— dejó de hablarle por motivos que no se han sabido sabido nunca y que, por ello, no los podemos contar. (Podríamos inventarnos algo, como hemos dicho que ya hemos hecho antes, pero no sería lo mismo.)
El dramaturgo Joaquín Montaner había estado en el comité organizador de la Exposición Universal de Barcelona de 1929, a la que no se había invitado a Valle (aunque Montaner había votado a su favor.). Pero Valle no perdonó que le hubieran dejado fuera de aquel cotarro mientras que otros escritores sí tenían su lugar y fue al estreno de la obra El hijo del diablo, de Montaner, con el firme propósito de reventarla. Se puso en pie varias veces durante la representación de la obra hasta que le hicieron callar. La protagonista, la gran Margarita Xirgu, a causa de este continuo hostigamiento, acabó llorando y con un ataque de nervios, casi incapacitada para finalizar la función. Éste era el respeto de Valle por el arte teatral.
Mariano Azaña propuso su nombre para la presidencia del Ateneo de Madrid, pero resultó que a Valle le habían expulsado años antes porque se había negado a pagar ninguna cuota, alegando que su sola pertenencia a esa docta institución era bastante regalo para ella y que él no debería pagar por ser ateneísta, sino que le tenían que pagarle a él.
Se opuso radicalmente a la neutralidad durante la Primera Guerra Mundial. Insistió en que los jóvenes españoles debían ir a la guerra lado de los aliados y que cuando vencieran, España debería recibir como premio algunas colonias en el Mediterráneo oriental.
Viéndose cercano a la muerte, escribió un poema titulado Testamento en el que se metía por anticipado con los periodistas que fueran a cubrir la noticia, envidiando sus emolumentos:
Te dejo mi cadáver, reportero.
El día que me lleven a enterrar
fumarás a mi costa un buen verguero,
te darás en «La Rumba» un buen yantar. […]
Para ti mi cadáver, reportero;
mis anécdotas todas para ti.
Le sacas a mi entierro más dinero
que en mi vida mortal yo nunca vi.
Estos versos nos parecen el colmo de la envidia y de la mezquindad. Si tras su muerte nadie hubiese escrito nada sobre él, su cadáver habría dado un vuelco en la tumba. Y si los periodistas hacían su necrológica, ¿qué pretendía Valle? ¿Qué no cobraran por su trabajo? ¿Que por ser vos quien sois se la hicieran gratis?
Voy a dar voces
No es no es que les vaya a chillar, sino que propongo palabras para que amplíen ustedes su vocabulario.
Son voces relacionadas con los libros, porque algunas son en extremo curiosas y desconocidas, y ya es hora de que se utilicen de manera más generalizada. (También daré algunas apócrifas, de mi propia cosecha.)
Entre las clásicas están:
Bibliátrica, que es el arte de arte de restaurar los libros que se han roto por falta de cuidado o por haberlos usado para calzar la mesa de la cocina;
Bibliopege, que define al encuadernador de libros, aunque es poco probable que los encuadernadores sepan cómo se llaman;
Bibliognosta, el conocedor de libros; éste sí que lo sabrá, seguramente;
Bibliósofo, «aquél que ama los libros». Esta palabra define al secretario o tenedor de libros vulgar y corriente;
Bibliótata, bonita palabra que nos habla de una persona indiferente a los libros que posee: la mayoría. En realidad se trata de bibliofobia encubierta;
Bibliótafo es aquel que no presta sus libros. Y hace muy bien, porque para devolver libros prestados hay que tener un gen especial, del que parece carecer la especie;
Bibliópola, el librero de toda la vida, pero en culto;
Bibliopea es el arte de hacer un libro, aunque no queda claro si el término se refiere a redactarlo o a imprimirlo, pero lo dejamos así;
Bibliopepsia define a la propensión a la lectura apresurada, fragmentada y sin aprovechamiento.
Y ahora vienen los términos que yo propongo. Se dividen en dos clases; 1) nuevas acepciones para palabras ya existentes, y 2) neologismos puros y duros salidos del caletre de un servidor.
Nuevas acepciones:
Bibliografía: Un libro sobre el que se ha pintado garabatos. Suele pasar mucho con los libros de texto de los niños.
Biblioteconomía: Arte de no gastarse ni un duro en libros, leyéndolos en las bibliotecas públicas, que son gratuitas.
Bibliomancia: Arte de adivinar qué libro ganará el próximo premio Planeta, para poder hacer apuestas y sacarse un pico.
Bibliolito: Un libro pétreo, como un ladrillo, que no hay dios que lo lea.
Y los nuevos términos:
Bibliocefalia: Dolor de cabeza producido por la lectura de libros.
Bibliódromo: Lugar donde se efectúan carreras en las que los corredores van cargados con libros.
Biblioginia: Novelas para feministas.
Biblioplegia: Golpe asestado con un libro.
Bibliorragia: Característica del mundo actual, donde brotan libros por todas partes.
Biblitis: Acción de hincharse un libro, por ejemplo, a causa de la humedad.
Biblioma: Libro pernicioso, considerado como un cáncer cultural.
Bibliopiteco: Un mono salido de un libro; por ejemplo, la mona Chita, que aparece en las novelas de Tarzán.
Biblionauta: El que viaja encima de un libro. (¿Por qué no? Cosas más difíciles se han visto.)
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