LA REINA ISABEL PROMETE MUCHO A COLÓN, PERO NO SE QUITA LA CAMISA

 


 

Acto único

 

(Antecámara real. Tronos, colgaduras y un frío que pela. Colón, solo, espera a que salga alguien. Aparece Isabel (la reina, ya saben), seguida de varias damas que vienen detrás de ella, porque si vinieran delante no la seguirían, sino que la precederían. Explico esto para que no haya confusiones, porque los historiadores hemos de ser muy precisos. Las damas son más feas que la reina (y eso que era difícil), pero han sido elegidas cuidadosamente para que Isabel se sienta guapa por comparación. La reina se sienta en el trono, apoyando en él lo que se suele apoyar en estos casos.)

 

Isabel.—        ¿Es éste el impertinente

que quería descubrir

camino por donde ir

en menos tiempo al Oriente?

Dama.—         Sí.

Isabel.—                 ¿Qué quiere este demente?

Dama.—         Audiencia ha solicitado.

Isabel.—        A mí nunca me ha gustado,

pues de importunar no cesa

para realizar su empresa

este marino chalado.

(Se dirige a él, que tiene hincada la rodilla y la cabeza baja, como aparece en ciertas pinturas de la época. Se nos ha olvidado decir que Colón gasta flequillo y tiene cara de puerta.)

¿Qué sería preciso, ¡oh, buen Colón!,

para hacer un viaje tan osado?

Colón.—        Precisaría oro, un abogado,

un cura, barcos y tripulación.

Isabel.—        Una cosa has de decir

tú, que todo el mundo abarcas

con tu proyecto: monarcas

¿no hay otros a quien pedir?

Si has nacido en tierra extraña

y aquí no sueles morar,

¿cómo has podido pensar

que te ha de ayudar España?

Colón.—        Yo te diré la razón:

porque llevo muchos años

sufriendo a reyes tacaños

en una y otra nación.

De tu generosidad

la fama —por la que espero

ayuda— ya el mundo entero

la sabe.

Isabel.—                           Ésa es gran verdad.

(Colón perora durante una hora, explicando su proyecto. La reina aprovecha para echar un sueñecito mientras tanto. Colón se bebe una docena de vasos de agua y, por fin, acaba.)

Colón.—        Con la hispana carabela

debo esa ruta encontrar

porque errado no ha de estar

el mapa que, a la acuarela,

pintado está en esta tela.

Que está equivocado veo

el mundo antiguo, pues creo

que no es sabio, ¡no, señor!,

aquel que tiene el valor

de llamarse Ptolomeo[1].

Isabel.—        Como esta gran estulticia

juro que jamás oí nada

desde el reino de Granada

hasta el reino de Galicia.

Pero la mentecatez

es mal que aqueja en España,

con gran fiereza y gran saña,

a todos, alguna vez.

(La reina se levanta del trono mediante el procedimiento tradicional de ponerse de pie, dispuesta a dar por finalizada la aburrida audiencia, pues tiene que irse a peinarse el moño y se le está haciendo tarde.)

(A Colón.) Mas tu intento fracasó

que, aunque lo autorice el rey

—por ser también de esa grey—,

no he de tolerarlo yo.

Fernando ¿aprobolo?

Colón.—(Confundiéndose y armándose un lío.)

No.

Digo, sí, no; (ya no sé

ni lo que digo), porque

primero dijo que sí

y luego entender creí

que dijo que... no sé qué,

pues parecía otorgarme

lo que quería obtener,

afirmando conceder

lo que al fin vino a negarme.

Isabel.—(Muy picada con su esposo. Nos enteramos aquí de que, al parecer, su matrimonio no era el Paraíso terrenal, después de todo.)

¿Y lo ha decidido él

mi consejo desdeñando?

¿Cómo se atreve Fernando

a prescindir de Isabel?

¡Mas yo le enseñaré pronto

quién es la que lleva el manto

y que, si monta el rey tanto,

monta tanto cuanto monto!

Colón habrá de hacer eso

con dinero de mis arcas;

no digan que los monarcas

no se ocupan del progreso.

¿El rey teme la aventura?

¿No ayudar ha pretendido

a un hombre tan decidido

para empresa tan segura?

¿Por qué, en cambio, no procura

fomentar algo la ciencia?

Es, en realidad, demencia

temer a los mares fríos.

¡Qué se le den tres navíos

y que parta con mi anuencia!

(Colón le besa una manga del traje, muy agradecido por los cuartos que va a recibir. Era genovés, no cabe duda, pues ya se sabe que a los genoveses el dinero les gusta más que los espaguetis a la carbonara. La reina, entonces, pronuncia una de esas frases que ha inmortalizado la Historia.)

¡Ve, Colón, y date prisa!

No me tardes muchos meses

porque, hasta que no regreses,

no me quito la camisa[2].

 

TELÓN



[1] Aquí se hace referencia a Ptolomeo, que monopolizó los libros de texto de Geografía durante un montón de siglos. Se convirtió en una autoridad en el tema, aprovechándose del hecho de que hablaba de lugares a los que no había ido nunca nadie y no se tenía ni la más remota idea de cómo eran.

[2] Efectivamente: según las crónicas no se quitó la camisa en mucho tiempo. Llegó a despedir tal olor que los buitres la seguían, cuando salía a pasear por los jardines del palacio, pensando que estaba muerta. Su camisa se conserva en los Alcázares Reales de Toledo junto a otros recuerdos reales, como la dentadura de su suegro, el rey Juan II de Aragón.

Esperando a Godot

 

Acto único y cortísimo

Un lugar impreciso. En escena, Vladimir y Estragón.

 

Vladimir.—Otra noche más.

Estragón.—Otra noche.

Vladimir.—¿Ha venido?

Estragón.—Aún no. (Pausa.)

Vladimir.—¿A qué hora nos dijo?

Estragón.—A las diez.

Vladimir.—Ya casi son.

Estragón.—Puede que aún llegue. (Pausa.)

Vladimir.—Si no ha venido ya, ya no vendrá.

(Llega Godot.)

Godot.—¡Hola! (No le hacen caso.) He dicho: ¡Hola!

Vladimir.—¿Quién eres tú?

Godot.—¿Quién voy a ser? Soy yo, Godot. (Sorpresa.)

Vladimir.—No puede ser.

Godot.—¿Por qué no?

Vladimir.—Porque tú no llegas nunca. Hemos pasado media vida esperándote y nunca llegas.

Godot.—Reconozco que antes no llegaba, pero ahora me he comprado un reloj y ya no llego tarde a ningún sitio. Bueno, ¿empezamos?

Vladimir.—¿Empezar qué?

Godot.—No sé: lo que tengamos que hacer. ¿No habíamos quedado aquí?

Vladimir.—Sí.

Godot.—¿Para qué?

Vladimir.—Pues ya no nos acordamos.

 

TELÓN