Por qué escribir

 

Hay varias razones (principales y secundarias) para escribir un libro. Las enumeraré:
          Por vanidad.
          Por soberbia.
          Por presunción.
          Por fatuidad.
          Por pedantería
          Para darse postín.
          Para fardar.
          Para presumir.
          Para vanagloriarse.
          Para alardear.
Para conseguir ser famoso
Para ligar más (el que ligue algo) o simplemente para ligar (el que no ligue nada).
          Todo esto resulta muy deprimente, lo reconozco, pero el caso es que estamos aquí para decir la verdad, como ya hemos anunciado en el prólogo. En cuanto a la razones secundarias, podríamos volver a echar mano de sinónimos, pero la verdad es que se pueden reducir a una:
          Por ver de forrarse.
          Luego, obviamente, viene la desilusión cuando te queda claro que aunque escribas libros, ni te forras ni ligas ni nadie que no te respetara antes te va a empezar a respetar ahora porque garabatees palabras en un papel o aporrees un teclado de ordenador.
          Las personas que viven de los libros en el mundo hispánico se cuentan, como informalmente se dice, con los dedos de una oreja. No viven de sus derechos de autor, sino de participar en mesas redondas, cursos de verano y similares. Si tienen mucha pero que mucha suerte, se convierten en columnistas de un periódico y cobran todas las semanas, pero escriben lo que les mandan escribir.
          Eso, en cuanto al dinero. En lo tocante a la fama, cualquier asesino amateur consigue en una hora mucha más cobertura mediática que un escritor profesional que lleve cuarenta años produciendo obras maestras.
          Y en cuanto a lo de ligar, no merece la pena ni que le dediquemos un párrafo a tan remota posibilidad. Máxime si se tiene en cuenta que la calidad de un escritor suele ir en proporción inversa a su atractivo sexual. Si no me creen, miren durante unos instantes la foto del grandísimo poeta Rubén Darío y luego me lo cuentan.
          Volviendo al tema que nos ocupa... (bueno, que me ocupa mí, que soy el que está escribiendo sobre ello), tendría que haber otras razones para dedicarse a la literatura. Pero yo desconfío de ellas, como voy a exponer ahora mismito.
          Algunos podrían argumentar —muchos escritores lo hacen— que escriben porque les gusta escribir. Esto es una mentira del tamaño del Naranjo de Bulnes, como mínimo. Si les gustara escribir, escribirían más.
          Demostración: sin apresurarse mucho, se pueden escribir tres hojas por hora, a doble espacio. Eso son más de 1000 palabras; 8000 palabras en una jornada laboral de ocho horas. Cinco por ocho, cuarenta. Y hay muchos libros en el mercado que tienen mucho menos de 40.000 palabras. O sea, que alguien a quien le gustara su oficio (aunque no tanto como para trabajar sábados o domingos), tendría que producir un libro a la semana: 56 libros al cabo del año.
          (Y si no tiene nada que decir, entonces no es un escritor. Y si escribe menos de eso, entonces es un escritor, pero muy vago[1].)
          Otros afirman que escriben para comunicar sus ideas al mundo. Permítame que también disienta (y me ría mucho). Porque en la literatura actual (y en la pasada) hayamos que el 97,5% de los libros que se publican no añaden ninguna idea nueva al firmamento aún por llenar del pensamiento. Son libros escritos a base de clichés y que, por eso mismo, acabarán por desaparecer. Además, para transmitir ideas o posiciones siempre es mejor un ensayo breve o un manifiesto que una novela en la que la protagonista encuentra en un cajón una caja oculta que contiene una antigua carta de amor, un lazo rosa y una fotografía virada en sepia de una mujer misteriosa (la antigua amante de su padre, con toda seguridad) y se pasa 800 páginas jugando con los sentimentalismos del lector.
          Algunos aseguran que escriben libros por un impulso irresistible. Éstos son los peores (por lo menos, los peores a la hora de pretender explicar lo inexplicable). Juran por sus difuntos abuelos que escribieron su primera novela a los tres años (ya que habían aprendido a leer con siete meses), que ganaron su primer premio literario a los once y que desde entonces no han parado. Viendo lo exiguo de su producción, te entran dudas más que razonables sobre este hecho.
          Pero lo malo es que parangonan el deseo e impulso de escribir con el que pueden sentir ante el escaparate de una pastelería de entrar y comprarse dos kilos de bollos surtidos. Para ellos existe esa cosa mística e intangible: la inspiración, que es el equivalente espiritual a los retortijones intestinales: algo que si te sobreviene, te obliga a dejar lo que estés haciendo, por importante que sea, y dedicarte por completo a sacar de tu organismo (nos referimos de tu cabeza) esas ideas que no te dejarán reposar hasta que no estén fuera[2].
          Hay idealistas (presuntos, como es moda hoy en día adjetivar a los criminales) que dicen que escriben por el bien común. Tienen dentro de sí algo tan maravilloso que no creen que la humanidad pueda (o deba) pasarse sin ello: «Qualis artifex pereo!» («¡Qué gran artista pierde el mundo!», que parece ser que dijo Nerón). Esta actitud es de una suficiencia insoportable. Como mis tortillas de patata son las mejores del mundo, publico una receta para obsolescer la recetas anteriores. Ningún gran artista ha sido tan poco humilde.
          Y ahora viene la pregunta del millón de dólares. Si me preguntaran a mí por qué escribo, tendría que dar una respuesta mejor que las antes apuntadas, ¿no es así? Afortunadamente, nadie me ha hecho nunca esa pregunta y confío en que siga siendo así en lo sucesivo. Y creo que no me la han hecho porque todos mis lectores dan por descontado que mis razones para escribir son absolutamente todas las apuntadas más arriba, una detrás de otra.
          Estos son los inconvenientes de comprometerse a escribir la verdad: que te acabas pillando los dedos con el cajón que tú mismo has cerrado.


[1] Quod erat demonstrandum.
[2] Pedimos perdón a lector por lo escatológico del símil, pero no hemos encontrado otro y, además, este sirve a la perfección para lo que queríamos ilustrar.

Cómo ser un poeta ultimísimo

 

Éste es un sistema infalible para convertirse de la noche a la mañana en un poeta ultimísimo y cuyo fulgurante éxito se debe a la falta de criterio de muchos lectores. El sistema es sencillo, repito. Ningún poeta de hoy lo ignora. Consiste en la preparación previa de una serie de términos y su mezcla posterior, como si fuera un cóctel de esos que se supone que se toma la gente con dinero en los chiringuitos de las playas de Hawai.
          El primer paso consiste en tomar diez (o más) sustantivos, al azar. Escogeremos algunos que no suenen a chufla. Por ejemplo: estancia, guante, polvo, sombra, violeta, cielo, muelle, rostro, hoja, fragancia. Ya está. ¿Lo tienen?
          Después, diez adjetivos: azulado, nostálgico, raso, húmedo, invisible, disecado, rupestre, roto, sentimental o los que les apetezca.
          Diez verbos: soñar, hastiar, abrir, viajar, hundir, aventurar, ocultar, temblar, aventar, gustar. Cuanto más imprecisos, mejor.
          Diez adverbios o locuciones adverbiales: lejos, ya, pacientemente, siempre, más allá, de improviso, pronto, a ciegas, con frecuencia, entonces.
          Otros diez nombres: consola, párpado, nombre, lazo, abanico, mapa, espejo, gotera, tela, diploma.
          Por último, diez sustantivos más, precedidos por una preposición: de zafiro, del alma, sin esperanza, desde antiguo, de la infancia, de silencio, contra el pecho, de paso, al oeste, por entre los árboles. ¡Ya están todos los ingredientes!
          El truco de la selección consiste en que los términos no tengan relación ni conexión conceptual alguna entre sí. Que sean de lo más dispar.
          Ahora sólo hay que formar frases, seleccionando de cada grupo el elemento que mejor nos parezca. Si no queremos tomarnos la molestia de pensar ni en eso, podemos escribir las palabras en papeletas e irlas eligiendo, haciendo que el azar trabaje por nosotros.
          Las frases que quedan son así de impresionantemente poéticas:
El rostro azulado oculta siempre diplomas de silencio.
          La hoja absurda sueña de improviso con los espejos de la infancia.
          El polvo invisible se aventura a ciegas por los párpados del alma.
          La fragancia rota se hastía entonces con un nombre contra el pecho.
          La violeta nostálgica tiembla en su abanico de zafiro.
          La estancia húmeda viaja a ciegas por las goteras sin esperanza.

Creo que no son precisos más ejemplos.

Crímenes de lesa lengua

 

A grosso modo, a motor,

álfil, precalentamiento,

catástrofe humanitaria,

andó, hombres de ambos sexos,

minas antipersonales,

álbitro, al retrotero,

campeonar, autodidacto,

bajo palos, aereopuerto,

a la menor brevedad,

compló, celebrar entierros,

delante mío, bis a bis,

descambiar, entrar adentro,

efectivo, en base a,

candidatar, estar siendo,

excedentario, interín,

antidiluviano, exento

de calidad, gaseoducto,

gratis total, manda huevos,

igual como, inapreciado,

autosuicidarse, intérvalo,

handicapar, marroquís,

los minutos de descuento,

medioambiente, más mayor,

metereología, no éxito,

noreste, habrán lloviznas,

Milan, décimoprimero,

la oferta en los espectáculos,

oscarizar, increscendo,

pedir por alguien, modisto,

grandes superficies, péritos,

quórums, personas humanas,

posicionar, preveyendo,

posponer, recepcionar,

reconfirmar, referéndums,

relanzar la economía,

en riguroso directo,

revisionar, salir fuera,

San Idelfonso, preestreno,

tensionar, surafricano,

sufrir mejoras, zapeo...

No sólo nuestros políticos,

así hablan nuestros medios.

         

 

Gentilicios

 En contra de lo que pudiera parecer, este escrito no tiene como objetivo burlarse de los miles de gentilicios risibles de los que gozamos en este país.

Juro que no escribo esto para reírme de los bollulleros, cabañiles, chumillanos, fiscalinos, gamonosos, habeños, jayenuzcos, meanos, nuecinos, papiolenses, retortillanos, salmeroncilleros, singranos, traspindejos, ventosinos, yunclerosos, zumarraganos y demás que pueblan nuestra geografía. Si esto sucede será por carambola.

Yo, a lo que voy, es a que las desinencias utilizadas para indicar origen son varias y su uso ha sido arbitrario hasta el momento. Y a mi temperamento científico todo lo arbitrario le produce urticaria.

Se dirá que se emplea la terminación que suena mejor, pero eso es obviamente una falsedad más grande que La Sagrada Familia (cuando la terminen). No creo que nadie piense que, por ejemplo, ‘ventosino’ sea la mejor manera de llamarse y no haya posibilidad alguna de usar otra más elegante.

Las terminaciones habituales son ‘-eño’, ‘-eno’, ‘-ano’, ‘-ino’, ‘-ense’, ‘-és’, ‘-í’, ‘-ayo’ y no sé si me dejo alguna.

Ahora, utilizando el bonito arte de la combinatoria (que les juro que literariamente da mucho juego), haremos nuevos gentilicios.

¡Venga, niños: todos a jugar con la plastilina lingüística!

¿Por qué ‘francés’? Aplicando nuestras herramientas tendríamos, entre otros, los gentilicios franceño, franceno, franzano, francino, francense y francí. ¿No les parece esto una ampliación substancial de la lengua?

Claro, que no hay que usarlos todos, si no queremos. Podemos elegir, ya que el hombre es un animal con libre albedrío, etc. Cada uno de nosotros puede, desde ahora y gracias a mi invento, espolvorear su discurso con gentilicios originales, en frases tales como:

«Las estepas ruseñas están llenas de nieve»

«El café estadounidí es asqueroso»

«Fidel gobernó a los cubinos»

«Los ingleños parece que llevan todos el mismo paraguas»

«Los chilanos, argentenses y urugüíes se odian a muerte»

«Voy a tomarme unos vinos con mis vecinos mexiquinos», etc.

Así es que ya lo sabéis, queridos madrilinos, barcelonanos, valenceños, cuencanos, guadalajaríes, zamorenses, gaditinos, pontevedranos, ibicíes, coruñeños, alicantenses, realinos, soríes, segovieños y demás que estáis leyendo este libro: como dijo Dylan, «Los tiempos están cambiando».

Los equipos de fútbol

 

Esto es un ensayo inoportuno sobre los equipos dilectos de nuestro corazón y lo mal nomenclados que están. Me consta que muchos me odiarán por lo que voy a escribir, pero mi deber filológico me compele irresistiblemente a que ponga en solfa todo tipo de asquerosidades y porquerías lingüísticas con las que me topo y la verdad es que a los nombres de nuestros amados equipos de fútbol no hay literalmente por dónde cogerlos.

Me resigno a las iras del lector y cumplo estoicamente con mi deber. ¡Qué le vamos a hacer!

Veamos lo que tenemos:

En primer lugar están los equipos con nombre normal, de ciudad, lo que es bastante lógico: Villarreal, Valencia... que se llaman Club de Fútbol. Estos dos barbarismos ya aceptados crean en problema del plural. Antes se decía «clubs de fútbol». Ahora la Academia quiere «clubes». (Esta forma de pluralizar palabras extranjeras acabadas en consonante es horrible. Por ejemplo ‘pub, «establecimiento de bebida», queda muy mal en la frase «Esta noche, yo y mis amigos nos vamos de pubes.»)

Pero siempre hay un listillo que quiere sobresalir y no sabe cómo. Y así, un club, en vez de Club de Fútbol quiere llamarse Fútbol Club (el Barcelona, Barça para los amigos). Este giro inglés, trasladado a oficios, por ejemplo daría «electricista perito», «industrial ingeniero», «bolsa agente» o «limpieza señora».

Luego están los que tienen delirios de grandeza y se llaman Real Madrid o Real Zaragoza, igualándose injustamente con la Real Fábrica de Tapices, pues ‘Real’ implica patrocinio real. (A lo mejor el Real Madrid lo tiene. Eso explicaría muchas cosas.) Además, si sólo uno fuera real, estaría bien. Al serlo varios, se pierde prestigio. Yo propondría dejar Real Zaragoza como está (los maños que se aguanten) y cambiar el otro a Imperial Madrid. ¡Todavía hay clases!

Ahora bien, pase por que una ciudad sea real, ¿pero una sociedad...? La Real Sociedad es casi una contradicción en términos y no está muy clara su relación con el deporte. Podría ser la abreviatura de la Real Sociedad para el Cultivo del Champiñón.

Y después vienen los otros que quieren ser distintos: el Bétis Balompié, más castizo. Pero ‘balompié’ no es buen castellano, sino un calco lingüístico, traducción literal del ‘foot-ball inglés. Y luego el nombre del río, lo que ya no tiene lógica. ¿Y si otros equipos siguieran esta norma? ¿Qué tal quedaría Manzanares Balompié? ¿O Pisuerga Balompié? ¿Y si la ciudad no tiene río? ¿Y si dos ciudades comparten el mismo río? ¿Qué hacen entonces, se lo rifan? ¿Cómo debería llamarse el Córdoba: Bétis Balompié Más Lejos de la Desembocadura? ¡Qué ganas de complicarse la vida!

¿Y qué me dicen de los que se ponen étnicos? Como el Celta de Vigo. Normalizada esta costumbre, tendríamos quizá el Vándalo de Sevilla, el Astur de Oviedo, el Visigodo de Valladolid, el Hebreo de Toledo o el Fenicio de Barcelona. Acabaríamos de un plumazo con nuestro bonito y fructífero mestizaje.

Otros definen su actividad, lo que no está mal. El Deportivo de La Coruña es uno de los nombres más logrados. Son deportivos, en efecto. Pero ¿y el Recreativo de Huelva? Si se lo toman como una jira campestre o una tarde de recreo en el Zoológico o en el Parque de Atracciones, no deberían competir.

Otros definen su actividad, pero en inglés y naufragan miserablemente. El Sporting de Gijón hace el mismo deporte, pero en plan esnob. Y el Rácing de Santander ya no se explica, pues ‘racing significa «club de carreras». Puede que, en efecto, sus jugadores corran mucho, pero ¿y la pelota? No parece que le hagan mucho caso a la pelota. Se limitan a correr y llegar antes a no se sabe dónde.

En cuanto a esnobs liantes, nadie como el Athletic. Para no confundirse con el Atlético de Madrid, lo dejan en inglés para que así todo el mundo sepa que son de Bilbao. Buena lógica.

Luego está el Osasuna, palabra vasca que significa «la salud». Ellos son así de raros. Si alguien lo entiende, por favor que me lo explique.

Cuando una ciudad grande tiene dos equipos, se suele armar también el lío. Sevilla lo resuelve con un río, como ya hemos visto. Valencia opta por Levante. Barcelona, en vez de hacer lo mismo y tener el Catalunya, lo llama Espanyol y eso allí ya es empezar con mal pie.

Soria opta por recordar su heroísmo pasado y denomina a su equipo Numancia. Así, el Valencia podría llamarse Sagunto C.F. Y ¿qué otros sitios heroicos tenemos? El Barcelona... ¿en qué localidad nació el Tambor del Bruch? El Real Madrid podría denominarse directamente Móstoles, por aquello del famoso alcalde que se rebeló contra Napoleón. Y los de Móstoles, si se quedan sin nombre para su equipo, que se chinchen. A fin de cuentas, en este país el Real Madrid tiene prioridad.

Los nombres mitológicos están bien. El Hércules de Alicante suena estupendo. Y el mundo greco-latino da para mucho. Podríamos tener el Prometeo de Santander, el Sísifo de Cádiz, el Ícaro de Córdoba o el Rómulo y Remo de Zaragoza.

En otros países tampoco son mancos en eso de poner nombres estúpidos. Algunos son combativos, como el Arsenal, que parece decir: «Tenemos guardadas armas de destrucción masiva. ¡Cuidado con nosotros!». Otros usan nombres de héroes, como el Ajax de Amsterdam. (¿Qué tal quedaría la noticia «Hoy se juega el derby regional El Cid-Viriato»?) A otros les ha quedado el nombre irreconocible, más allá de toda explicación, como el Boca Juniors. Otros parecen querer demostrar algo, como el Juventus (¿Es que creen que en los otros equipos sólo juegan viejos?) o el Manchester United (¡Claro que están united! ¿Es que iban a jugar los once por separado? ¿No se pensaban pasar la pelota?). El mejor es, sin duda, el Paris Saint-Germaine (que equivaldría aquí al Madrid San Isidro Labrador.)

En un afán de llevar la cultura al mundo del fútbol, yo propongo cambiar los nombres de los equipos por otros tomados de la literatura (las novelas de Emilio Salgari, por ejemplo, dan mucho juego: podríamos usar Los Tigres de Mompracem o Los Piratas de la Malasia). Si se ha de mencionar el número de jugadores, se podrían adaptar los títulos. Habría equipos como Los Once Mosqueteros o Los Once Jinetes del Apocalipsis.

Se podría recurrir también al cine y tendríamos Once del Patíbulo, Once Negritos, Once Samuráis, Once Hombres sin Piedad.

O a la ópera: Deportivo de los Maestros Cantores de Nüremberg, Los Nibelungos F.C.

Sé que mi propuesta no fructificará y dentro de unos años las empresas acabarán adueñándose de los equipos. Una quiniela del futuro podría ser:

Unión Fenosa - Campofrío

Endesa - Sacyr

Santander - Repsol YPF

Telepizza - Catalana Occidente

Telefonica - Sos Cuétara

 

Ése sería definitivamente el final del fútbol en nuestro país, porque entonces los partidos los iba a ver su tía la del pueblo.


La matación

 

(Capítulo suelto del estupendo libro El asesinato considerado como una de las Bellas Artes, de Thomas de Quincey que no se incluyó en la obra original a causa de una curda del linotipista y que reproducimos aquí con permiso de un vecino del autor.)

 

 

          Ya sabemos de toda la vida que el ser humano es vanidoso por excelencia, por lo que siempre quiere destacar por algo original.

          Y, en la actividad de matar, matar a los vivos es algo sumamente vulgar: lo hace casi todo el mundo directa o indirectamente, ya que todos los gobiernos compran armas con el dinero de nuestros impuestos y algunos países se dan especial maña para ello.

          Así es que, si hay que matar, es preferible especializarse en matar a los muertos, labor que es más meritoria y —¿por qué no decirlo también?— que entraña menos riesgos.

          Yo he atacado el asunto con cuidada metodología y buenos alimentos. Me documenté a fondo y estudié en detalle el volumen del eminente matólogo brasileño Robertinho Flack titulado Killing me Even Softlier With his Song, donde se exponen los rudimentos de tal arte.

          El libro refuta a Hölderlin(g) (parece ser que la ‘ge’ es opcional), quien insistía en que era imposible asesinar a un cadáver. Daremos vueltas a este tema hasta que consigamos sacarle todo el meollo y aburrir a unas cuantas vacas.

          Para ponerse pedante sin previo aviso y a gran velocidad lo mejor en todos los casos es echar mano de la etimología, que nos cuenta que «homicidio» es matar a un hombre, entiéndase varón. «Crimen» es cualquier delito violento. «Asesinato» es ponerse hasta las cejas de hashish y cometer cualquier barbaridad. O sea, que no hay palabra precisa para designar el hecho. Pero no pasa nada, porque para eso estoy aquí yo. Invento una palabra adecuada para ese acto; ustedes, queridos lectores, la popularizan y el asunto queda resuelto de una vez por todas.

          La palabra que incluye todos los sentidos es, lisa y llanamente, ‘matación’ (acto de matar) y así la emplearemos a partir de ahora.

          Pasemos a definir en qué consiste la matación, para ver si es posible matar a un cadáver. Por ejemplo, cuando le pegamos un buen palo metafórico a un tío famoso ya finado estamos acabando con su prestigio: matamos su fama, por así decirlo. ¿Cualificaría eso como parte de la muerte de un individuo o individua? (Lo pongo en femenino también porque hay que ser políticamente correcto, cuando es gratis.)

          Porque en la muerte física que infligimos sólo le quitamos a la víctima una parte de sí: le privamos de su hálito vital, pero no de su nombre, ni de sus pertenencias ni otras cosas. Acabamos con ella solamente un poquito. Expresado más crudamente: sólo le matamos un cacho de su ser. De donde se deduce que despojar a un muerto de su fama es matar su recuerdo. Luego, al menos parcialmente, se puede hacer.

          También tenemos una convención que indica que no se debe hablar mal de los muertos, bien porque es de mal gusto o bien porque ellos no se pueden defender. Con más razón, estaría mal empeñarse en matarlos. Esta argumentación también es una falacia.

          En primer lugar, podemos decir que no hay que dejar de hacer las cosas porque sean de mal gusto. Comer pepinillos es de mal gusto y pocos se privan. Y otras cosas también lo son. Defecar, sin ir más lejos. Y no sería recomendable que dejáramos de hacerlo.

          En cuanto al segundo argumento, ¿quién ha dicho que los muertos no se puedan defender? Yo presumo de tener una mente racional y científica y no creo en fantasmas. Pero cualquier persona con sentido común les dirá que los fantasmas no existen pero que siempre es mejor no meterse con ellos, por lo que pudiera pasar. O sea, que existir, no existen; pero tienen muy mala uva y es mejor dejarles en paz. ¡Vade retro! ¡Lagarto, lagarto! ¡Uníos, Hermanos Proletarios! (Esta última frase no encaja aquí muy bien, pero la he incluido de todas maneras.)

          Lo que no tendría sentido negar es que, matando a un muerto, todo son ventajas. Las enumeraré:

          1.—Quedas eximido de toda responsabilidad civil, porque en caso de apuñalamiento póstumo las leyes no están lo suficientemente claras, y las fiscalías, que llevan el trabajo con años de retraso, no pueden parar mientes en leerse el Código.

          2.—Tienes tiempo, porque el cadáver no va a ninguna parte. Esto es excelente, porque, matando a un vivo, el vivo se mueve mucho y es más difícil atinar. Hay que tener mucha más puntería. Además, no puedes matar a placer; tiene que ser cuando la ocasión lo permite, mientras que en el caso de la matación de un cadáver puedes respirar hondo, concentrarte o hacer ejercicios de relajación previos, lo que quieras. Todos los matadores experimentados coinciden en que lo peor del proceso, lo más fastidioso, es la espera en el callejón oscuro, detrás del cortinaje, etc. Con mi método todo esto te lo ahorras.

          3.—Se evita el ridículo, porque el apuñalado o baleado no se puede reír de nosotros. Esto tiene más importancia de la que parece. El cine nos ha dado una falsa visión del asesinato. En la vida real es muy posible que ataques a tu enemigo con un cuchillo y no se lo claves bien o lo bastante profundamente. Puedes fallar; entonces él se ríe de ti y a lo mejor te quita el cuchillo y te lo clava o cualquier otra permutación. En cualquiera de esos casos tu reputación queda hecha trizas. Si no consigues matarle bien tendrás a un enemigo para toda la vida que, además, se partirá de risa siempre que te vea y recuerde tu torpeza. Nada hay más ridículo que el que pega un tiro y falla. Queda como un novato y es el hazmerreír de todos. Esto, con un cadáver no pasa y podemos ejercitarnos con puñaladas de ensayo hasta darle la definitiva y quedar como matadores avezados.

          Podría seguir enumerando las virtudes de la matación de finados, pero creo que el asunto no necesita de mayor demostración.

 

Lectura dramatizada de parodias teatrales

 


Pegar a los profesores

 



  El mundo es muy injusto.

Cuando yo era un chaval, no sólo las chicas no hacían top less en las playas, sino que no podías pegar a tus profesores.

Yo les aseguro que muchos de los que yo tuve se lo merecían.

Así es que yo pertenezco a una generación privada de los placeres más elementales y protesto en nombre de muchos de mi quinta.

Recordaré, pues, a algunos de aquellos verdugos de mi niñez para ilustrar esta profesión y describir a algunos de sus más arquetípicos representantes. Cualquier parecido con la realidad es completamente intencionado y que espero que si alguno de ellos lo lee no se ofenda; pero si lo lee y se ofende, pues que se chinche, ¡qué caray!)

 

Don Carlos, creador del pánico

Matemáticas. Los lunes a las nueve de la mañana (¡Ya es sadismo por parte del que hacía el horario!) Gafas de culo de vaso. Lacónico: ni una palabra. ¡Ni una!

Entraba, se ponía a hacer en la pizarra una demostración de algo, no sabíamos el qué, y cuando acababa nos miraba como diciendo: «Es obvio, ¿no?» Si alguien tenía valor y le decía que no lo habíamos entendido, entonces fruncía el ceño y, sin decir ni «mu» mandaba borrar. (¡Qué lujos! Ahora los profesores nos borramos las pizarras nosotros mismos. Si se lo pidiéramos a nuestros alumnos, los padres nos demandarían por crueldad.) Luego la volvía a llenar de números.

Evidentemente, demostraba lo mismo de otra forma. Pero ¿qué demostraba? Como no lo sabíamos, todo aquello no nos hacía diferencia. ¡Menos mal que recé mucho a San Agapito, mártir, y así aprobé. Nunca supe qué era una integral, ni para qué servía ni nada. Acabado el Bachillerato, quemé la tabla de logaritmos (esto era como una tradición muy respetada: lo hicimos muchos) y nunca me he arrepentido de ello. Debo decir que he ejercido en mi vida varias profesiones y hecho bastantes cosas. Pero nunca nadie se portó tan mal conmigo como para pedirme que usara un logaritmo para nada.

Don Carlos siempre me miró con desprecio y seguro que pensaba: «No hará nada de provecho en la vida: no sabe matemáticas».

 

El padre Valentín, la vagancia

personificada

Su clase de latín no le causaba quebraderos de cabeza. Entraba, nos daba unas frases de la Guerra de las Galias, de César, y nos pasábamos toda la clase traduciendo.

¿Y cómo?, si no explicaba nada. Pues muy mal. Al acabar la clase, se llevaba las hojas y ¡ya está! No las corregía, ni ponía nota ni nada de nada. ¿Qué latín sabía ese señor? El de misa (y puede que se confundiera también allí y consagrara mal). Pero con él, los curas se ahorraban el sueldo de un profesor de verdad.

 

Don... no me acuerdo, el del pluriempleo

Además de nuestro profesor de gimnasia, era el alcalde del pueblo (lo que en aquella época —inicio de los años setenta— significaba que era, además, el Jefe Local del Movimiento, uséase: Falange). Llegaba con su traje y corbata (porque entonces usar chándal era de rojos), su camisa azul (que indicaba que pertenecía al glorioso Movimiento) y nos ponía a todos a correr dando vueltas al patio. No había otro ejercicio: ni potro ni «na». Él, de pie en el medio, daba vueltas sobre su eje, mirándonos con cara de tener pocos amigos (y esos, los del Movimiento).

 

Doña... pues tampoco me acuerdo, la esposa del otro

Profesora de filosofía. Mujer de don Carlos, el de matemáticas. Eran tal para cual. En una ocasión, contándonos a Kant, dijo literalmente: «El que no esté de acuerdo con Kant es que es idiota». Yo, enseguida, levanté la mano (son cosas que nunca he podido evitar).

Porque no dijo «El que no entienda a Kant es idiota», porque, si hubiera dicho eso lo habríamos aceptado sin ningún problema de ego. No. Dijo: «El que no esté de acuerdo».

Yo no estaba de acuerdo.

Se puso histeriquísima. Me expulsó durante tres meses (cuento esto para que se vea que el mundo sí cambia). Tuve que hablar con Dios, poner en juego todo mi encanto personal y pedirle perdón repetidas veces antes de que me dejara entrar de nuevo en clase, esto al cabo de un mes. En vez del sobresaliente que me merecía en puridad, tuve un cinco a fin de curso (y no me quejo).

Bueno; creo que voy a dejar de escribir, porque me estoy poniendo de muy mal humor con estos recuerdos de mocedad.

Pero no lo dejaré sin mencionar que en C.O.U., un profesor cuyo nombre no recuerdo tampoco (¡qué mala memoria la mía!) habiendo yo aprobado sobradamente todas las demás asignaturas, me suspendió la Religión.

(Como ésta ha resultado una visión quizá excesivamente personal del tema y hay siempre que escuchar a las dos partes, incluyo a continuación mi punto de vista y mis consideraciones enseñanciles como profesor, al otro lado de la barrera.)

Hay pocas cosas peores

que una clase al mediodía,

a esas horas en que aún

no ha bajado la comida

y en que te invade un sopor

agradable, que te invita

a tumbarte en su sofá

y a poner los pies encima

de la mesa más cercana

y ver cualquier porquería

en la «tele»: un culebrón,

un telefilm, las noticias…

y dejar que le eche el cierre

el párpado a las pupilas,

olvidándote del mundo

durante una o dos horitas.

En vez de eso cojo el coche,

llego a la clase maldita

y me enfrento a los alumnos.

Yo los miro. Ellos me miran.

Les explico alguna cosa

que no les hace ni pizca

de gracia, pues, como yo,

se duermen por las esquinas.

Las clases, señores míos,

son para darlas de prisa,

con ganas, por la mañana

temprano, con la fresquita,

y no a las tres de la tarde

porque a esa hora les pilla

ya cansados, aburridos

de atender y sin maldita

la gana de hacer gran cosa.

Es la peor hora del día

en la que sólo apetece

dar una cabezadita.

Y yo, adormilado, doy

mucha información equívoca:

Machado es del 27

y también José Zorrilla,

que fue el autor afamado

de tres dramas: La gran vía,

Gigantes y cabezudos

y El burlador de Sevilla.

Digo que un soneto es una

variedad de metonimia

y que la Corín Tellado

obtuvo el Nobel de Física.

Que Valle-Inclán era tuerto

y que don José María

Pemán compuso la Ilíada

y otras comedias satíricas.

En fin, que meto la pata

del talón a la rodilla.

¡Menos mal que los alumnos

tranquilamente dormitan

y no escuchan lo que digo

ni les importa una higa!