Los amores de Laila y el loco

 

Laila y Majnu (el loco) vienen a ser algo así como el Romeo y Julieta del mundo árabe, con la diferencia apreciable de que este Romeo semita no llevaba mallas ajustadas, porque, en el desierto, el calor de sus partes pudendas le habría resultado insoportable.

          Este par de simpáticos amantes es tan sumamente famoso en la península arenosa que nos hace pensar que no han tenido en la patria de los dátiles ninguna otra pareja romántica que se quisiera ni un poquito.

          Su amor tiene un elemento mágico porque sin él su historia no habría podido entrar en Las mil y una noches ni ninguna otra colección de cuentos de esos que se venden tan bien. ¿En qué consistía este elemento sobrenatural? Pues vamos a contárselo ahora mismo, porque no es cosa de dejarles a ustedes con esa curiosidad.

          Eran ambos pequeñitos e iban al colegio a aprender el alifato, cuando en medio de un examen de recuperación tuvo lugar un fenómeno que nadie entendió. El maestro coránico pilló a Majnu copiando, con una chuleta que se había pegado con engrudo en el cuello de la túnica, y se dispuso a darle un castigo ejemplar. Con una vara de abedul del Líbano le pegó fuertemente en la palma de la mano y Majnu se quedó tan pancho y riéndosele al maestro en las narices, pues no había sentido molestia alguna. Sin embargo, en el otro lado de la clase, la pequeña Laila sintió un agudo dolor en la mano y en ella vio una pupa que empezó a sangrar hematíes. ¡Qué romántico!, ¿no les parece? Al maestro se le cambió el color del rostro y hasta del turbante, y salió corriendo de la clase, pensando en aprovechar aquel suceso demoníaco para cogerse la baja por depresión. El resto de los alumnos —con un pragmatismo admirable— ignoró desdeñosamente el milagro y aprovechó para copiar del libro las respuestas del examen, porque ese tipo de ocasiones no se pueden dejar pasar.

          Cuando las familias de ambos supieron lo sucedido, pusieron el grito en el cielo mahometano y decidieron separar drásticamente a los dos niños, no fuera ser que aquel misterioso vínculo corporal entre ambos se convirtiera en otro tipo de vínculo más peligroso, de esos que aumentan las estadísticas demográficas (¿ven qué elegantemente lo hemos contado?). Dicho de otra manera: intentaron evitar que Laila y Majnu, con el pretexto del misterioso vínculo, acabaran por jugar a papás y a mamás.

          El padre de Laila pidió el traslado (era funcionario del Califato) y durante mucho tiempo los dos infantes no se vieron más ni supieron el uno del otro. (¡Qué pena!)

          Años después, Majnu viajó a otra ciudad a matricular un camello de segunda mano que se había comprado y se dio de bruces en el mercado con una muchacha a quien no conocía, pero que estaba muy requetebién, a juzgar por aquellas partes de su anatomía que podían verse o adivinarse bajo los veintiocho metros de tela (de doble ancho) que púdicamente la cubrían.

          Dispuesto a conquistar como fuese a aquella apetecible belleza arábiga, Majnu compró, para regalárselas, dos o tres ajorcas de plata, porque no estaba muy seguro de cuántos tobillos tenía aquella beldad, ya que debajo del burka no se le veían.

          Trepando como un islámico Fantomas por una pared vertical, penetró esa noche en la alcoba de la joven y la halló dormida. Laila roncaba a más y mejor, aunque la tradición suele omitir este detalle, para no restarle glamour a la historia.

          El enamorado le puso una ajorca en un pie y, cuando iba a ponerle la otra (como quien hierra a un caballo), ella abrió un ojo y le dijo con picardía que no se la pusiera, sino que la dejara para otra mejor ocasión, lo que le permitiría tener un pretexto para volver a la noche siguiente.

          Así, durante muchas noches, Majnu entraba a hurtadilla en la alcoba, le colocaba una ajorca a Laila en un pie y se llevaba la otra cuando abandonaba la alcoba al amanecer, después de haber pasado varias horas suponemos que jugando al parchís con su amada.

Aquella desértica pasión prosperó y Laila empezó ya a hablar de matrimonio y a decidir el color de los azulejos del baño y de las cortinas del cuarto de invitados.

          Pero cuando la familia de ella se enteró —no sabemos cómo, pero de alguna manera se enteraría— de que la niña tenía aventuras nocturnas a domicilio y que el visitante no era sino el niño aquel de marras que Alá confunda, se opuso rotundamente a aquellas relaciones y sobornó al cadí de la ciudad con mil dinares de oro y siete gallinas ponedoras para que acusara a Majnu de lo que fuera y le pusiera en busca y captura; o, mejor: que le desterrara para siempre.

          Los amantes se vieron separados. Unos guardias con unos bigotes descomunales echaron de la ciudad a Majnu con tamboriles destemplados y a Laila la encerró su padre en una habitación de cuarto metros cuadrados, sin ventanas ni puertas[1].

¿Qué decidió hacer Majnu entonces? Pues volverse loco, que le pareció lo más socorrido y la manera más sencilla de que se olvidaran de él.

          Así es que el joven dejó de lavarse, se puso calcetines con las sandalias y empezó a componer poesías líricas, hechos que convencieron a todos de que, efectivamente, estaba como una cabra.

          Durante un tiempo, el desventurado orateamante se dedicó a entrar una y otra vez subrepticiamente en la ciudad, con la intención de echarle la vista encima a su amada. La gente le apedreaba —lo que siempre resulta divertido— y los guardias le apresaban y le volvían a echar a patadas, convirtiéndose esto en una rutina bastante cansina.

          El loco pasó varios años en el desierto, comiendo saltamontes crudos (no tenía cerillas para hacer fuego) y componiendo octavas califales[2] en loor de Laila (muy mal rimadas, por cierto). A ella, el sufrimiento de esta separación no le vino mal del todo, porque adelgazó (de otra manera, hubiera acabado por estar bastante rellenita).

          El siguiente punto de giro en la historia de los dos tórtolos fue que el padre de la chica decidió casarla para quitársela de encima y para que se convirtiera en el problema de otro hombre. Puso un anuncio en el suplemento dominical de La Gaceta de La Meca para buscar un marido en buenas condiciones y, cuando encontró al infeliz, obligó a su retoña a acceder al matrimonio, amenazándole no sabemos con qué, pero que debió de ser algo muy efectivo, ya que ella accedió sin decir ni «mu».

          A partir de aquí la historia se vuelve bastante liosa. Aparece por allí un bandido sanguinario, tuerto y miembro del Círculo de Lectores, que no sabemos qué pito tocaba en este asunto, que ofrece a Majnu raptarle a la chica a cambio de un precio módico, para pagar el cual el loco pide un préstamo al 15 %. Hay idas y venidas y, al final, acaban todos los personajes en el desierto, tirados en medio de las dunas y muriéndose a chorros.

          (No se nos oculta que esta es una manera bastante chapucera de contar una historia, especialmente si el clímax acaba estando tan confuso como sucede aquí. Pero, ¿qué le vamos a hacer? Las cosas están así. Nosotros nos podemos disculpar —y de hecho lo hacemos— por nuestra falta de habilidad narrativa, pero al lector, por su parte, no le queda más remedio que aguantarse con lo que hay.)

          Como nos veníamos figurando, en el momento en que Majnu muere, tirado en medio de la arena (no sabemos si por una puñalada del bandido —que está enfadado por no haber cobrado— o de una peritonitis fulminante), Laila muere también en el mismo momento, pese a estar más sana que una manzana reineta.

          Se levanta entonces un viento fuerte —un simún de esos que muestran en las películas y que hacen que la arena te ciegue por completo— y ambos cadáveres quedan sepultados perfectamente, con lo que las familias de ambos se ahorran un gasto importante en sudarios.

         

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