Miren si será gafe este diamante que los reyes que lo han poseído se han muerto todos.
Bromas aparte, la verdad es que la piedra se las trae. Los monarcas que
la han lucido han perdido sus tronos, han caído en desgracia o han
sufrido sarpullidos de ésos tan molestos. No nos resistimos a contar las
fechorías del diamante, porque ha hecho bastante mal allí por donde ha
pasado y el mal siempre es un excelente tema literario.
‘Koh-i-nur’, en persa, significa «montaña de luz», lo cual no deja de
ser una exageración, pues no es tan grande como una montaña; ni siquiera
como un cerro pequeñito. De serlo, el mercado diamantífero de seguro se
resentiría. Pero es que los persas eran unos exagerados. ¡Para que
luego digan de los andaluces!
La gema tiene 186 quilates y el tamaño de un huevo de gallina delgadita.
Hasta que se descubrieron diamantes en el Brasil, allá por marzo de
1730 (concretamente el último lunes del mes, serían aproximadamente las
once menos cuarto), la India era conocida como la única productora de
diamantes del mundo. La gema con la que les estamos dando la lata en
este escrito se encontró allí, en la aldea de Kullur, en el distrito de
Guntur, que como todos ustedes saben perfectamente está en la región de
Andhra Pradesh.
Cuando en el 1320, por Carnaval, Ghiyasuddin
Tughlaq Shah I subió al trono de Delhi (con algo de dificultad, porque
era muy obeso) envió a su general más bigotudo a derrotar al rey hindú
Kakatiya Prataparudra, por tener un nombre muy feo. El general, que se
llamaba Ulugh (lo cual tampoco era especialmente bonito) se ganó el
sueldo y le zurró a Kakatiya. Entre el botín de guerra que obtuvo había
oro, marfil, elefantes, una bandurria a la que le faltaban dos cuerdas y
el diamante ‘Koh-i-nur’, que entonces se llamaría de otra forma, con
toda probabilidad.
La joya pasó a manos de Tughlaq, que se hizo
coser un bolsillo ad hoc en la camiseta para no separarse de ella ni un
momento, porque le había gustado mucho.
En él empezó a darse la
maldición que tenía la piedra, como todos nos estábamos figurando.
Ghiyasuddin murió apuñalado con la punta de un lápiz por su hijo
Muhammad, ansioso por quedarse con el trono y las toallas bordadas de su
padre.
Este segundo sultán de la dinastía falleció en el 1351 a
causa del disgusto que le dieron sus súbditos al negarse a pagar los
impuestos. Feroz Shah, su sucesor, se quedó casi en la ruina al perder
un montón de provincias (¡ya hay que ser despistado y olvidadizo!). El
siguiente gobernante vio la desintegración del reino y, ¿para qué
cansar?, les fue bastante mal a todos.
La piedra pasó por manos
de los sucesivos regentes del Sultanato de Delhi, haciendo estragos que
no contamos para dar así ligereza al relato, pues Oscar Wilde nos dijo
el otro día, cuando estuvimos cenando juntos, que el que intenta agotar
un tema sólo consigue agotar a sus lectores.
Damos un salto de
pértiga hasta 1526, en que el diamante cae en las manos de Babar, el
primer emperador mogol de la India. Según cuenta el emperador en sus
memorias, tituladas Babarnama (porque el hombre hacía sus pinitos en la
literatura, alentado al ver que por ser emperador los editores le
publicaban sin ponerle demasiadas pegas), la piedra tenía tanto valor
que podría alimentar al mundo entero durante tres días y aún llegaba
para pagar el desayuno del día cuarto.
La madre de Ibrahim Lodi
(el rey al que Babar derrocó para quedarse con el pastel del sultanato)
se las apañó para darle jicarazo al usurpador, que murió en 1530 en
medio de terribles dolores y de dos almohadones.
Le sucedió su
hijo Humayun, que tuvo muy mala suerte toda su vida. Los afganos le
atacaron y proporcionaron muchos dolores de cabeza. Tuvo que irse al
exilio diez años. Los médicos le prohibieron comer perdices, que era lo
que más le gustaba. Todas las mujeres de su harén se pusieron feas y
fondonas y, finalmente, se cayó por una escalera, diñándola en el acto
(en el acto de caerse).
En cambio, Akbar, su heredero, fue
bastante más listo y como sabía lo de la maldición de la piedra, no se
acercó a ella ni de lejos. No quiso ni verla y mucho menos lucirla en
ninguna ocasión. La dejó quietecita y bien guardada y, consecuentemente,
no le pasó nada. Murió tranquilamente en su lecho a la edad de 67 años
(lo que no está nada mal para aquel entonces), rodeado de sus familiares
y de muchos cortesanos que le hicieron la pelota y le dijeron cosas
bonitas hasta el último momento.
Jahangir, el siguiente mandamás,
se puso la piedra en el turbante y acabó pagando el precio, pues se
estupefació (¿o es ‘estupefactó’?, no estamos seguros: queremos decir
que se hizo adicto a los estupefacientes) y murió hecho un pingajo y con
el hígado hecho polvo.
A Shah Jahan no le fue mejor. No sólo se
arruinó construyendo el Taj Mahal, sino que sus hijos se revolvieron
contra él, acusándole de manirroto (con toda de la razón) y le hicieron
prisionero de por vida en una celda inmunda y diminuta, aunque, eso sí,
con vistas.
El siguiente emperador, Aurangazeb, tampoco lo pasó
bien. Para empezar tuvo que asesinar a un montón de sus hermanos para
conseguir el trono, lo que le dejó muy cansado. Durante su reinado el
gran Imperio mogol se deshizo como un polvorón.
En 1739 Nadir
Shah, rey de Persia, saqueó Delhi y se llevó el diamante a su casa. Era
un hombre desequilibrado y paranoico que se pasaba el día temiendo ser
asesinado. Se puso tan pesado con este tema que al final le acabaron
asesinando de verdad.
El diamante pasó a manos de Ahmed Shah
Abdali, el fundador del moderno Afganistán, que lo guardó en un colchón y
así consiguió sobrevivir unos añitos.
(No se nos oculta que esta relación histórica empieza ya a ser inaguantable, por lo que iremos resumiendo.)
Tras unos años de hacer de las suyas y pasar por varias manos, en 1830,
Shah Shuya, depuesto gobernante de Afganistán, salió de allí corriendo y
llevándose el diamante. Se lo dio a Ranjit Singh, rey del Panjab a
cambio de ayuda para recuperar su trono (otras versiones dicen que
porque se lo jugó a los chinos y lo perdió).
En 1839 Ranjit Singh
murió en su cama, pero no porque se mereciera un fin plácido, sino
porque estaba paralítico. Su último deseo fue que el diamante fuera
llevado al templo de Jagannath, en la ciudad de Puri. Los
administradores británicos decidieron, sin embargo, que era
infinitamente mejor quedárselo ellos y así lo hicieron.
Desde
entonces la joya perteneció a Inglaterra, por lo que Inglaterra pasó de
ser el mayor imperio de su tiempo a convertirse en un país de chicha y
nabo, como lo es actualmente, mangoneado por los Estados Unidos y odiado
universalmente.
(¡Ánimo, lector, que ya estamos acabando!)
A la reina de Inglaterra aún no le ha pasado nada especial, porque dice
la leyenda que la maldición sólo afecta a los varones. No sabemos si
esto es verdad o es una especie que hicieron circular las reinas para
que sus regios esposos les dieran a ellas el usufructo de la joya.
La India ha reclamado reiteradamente la joya, alegando que se la
llevaron ilegalmente, pero las autoridades británicas, en un
filantrópico afán de evitarles cualquier mal a los indios, a los que
quieren tanto, se han negado en redondo a devolverla.
Pakistán, que
no toca ningún pito en este asunto, también ha pedido que le entreguen
la joya, por si acaso suena la flauta, pues el «no» ya lo tienen y nunca
se sabe lo que puede pasar.
Si alguien se atreve a acercarse a
menos de siete metros de la joya, puede admirarla en la Torre de
Londres, donde se exhibe, por el módico precio de 24 libras esterlinas
(pero no nos hagan mucho caso porque estamos seguros de que para cuando
se publique este libro el precio habrá subido bastante).
Miles de turistas la han visto y luego se han ido por ahí quejándose de que la vida les trataba mal.
LA LITERATURA PARA EL PLACER. EL ATAQUE A LOS MAJADEROS. LA SÁTIRA DEL MUNDO.
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