A la hora de tratar de la televisión y de su resonancia, nadie mejor que Eco. A Umberto Eco, reputado semiólogo (o sea eso lo que fuere), se le deben dos puntualizaciones interpretativas sobre el cajatontismo. Son dos definiciones perspicaces de dos variantes distintas (pues si no fuesen distintas, no serían dos, sino una y la misma) del discurso de las ondas: las llamada paleovisión y neovisión, que, al paso que vamos, se van a quedar obsoletas como yo me quedé sin abuela. A lo mejor, cuando se publique este libro me doy cuenta de que no hacía falta haber escrito este capítulo, porque su contenido ya ha prescrito, y me arrepiento de haber trabajado en balde.
Tenemos, en primer lugar, la paleovisión, que algunos confunden con la peleovisión (emisiones de combates de boxeo, tertulias de famosillos que se insultan y esa parte de las noticias dedicada a las guerras que están de moda en ese momento). No es eso. ‘Paleo’ quiere decir «antiguo». ¿Qué es la paleovisión, entonces?, nos preguntamos. Pues Eco nos contesta que es algo ya demodé. La paleovisión era —dice— simplemente una ventana o escotilla por la que asomarse al mundo y ver qué cosas pasaban allá afuera. Era solo un medio de contar lo que sucedía, como en un periódico de aquellos que usábamos para limpiar los cristales, pero sin crucigramas. Esa televisión solo hablaba del mundo exterior, describía la realidad y ya. Era un supuesto canal comunicativo que lo haría mejor o peor, pero que no pretendía añadir ni quitar supuestamente nada. Se contaban en él las cosas como si la televisión no estuviese presente. Se hablaba en tercera persona y solo se pretendía informar, formar y entretener. Tenía una vocación pedagógica (¡huy, qué feo suena esto!).
Funcionaba por bloques, separaba por géneros, diferenciaba ficción de publicidad y se suponía que era un servicio público (por eso era tan mala: no es de sorprender).
Y luego aparece la neotelevisión (que le mete a la otra un tantaratán y la desplaza), donde se erosionan las fronteras entre algo y su contrario, desplegando un hibridismo de tres pares de megahercios.
No se pretende en ella la referencialidad, sino la autoreferencialidad; o sea, en román paladino y para entendernos: el mundo de la televisión es otro, es un universo aparte y está dentro de la «tele» propia. A la realidad exterior le pueden ir friendo un paraguas.
Esta televisión habla de sí misma, no de otra cosa. En ella el espectador es el protagonista, el «héroe del espectáculo» que participa en realities, talk shows, infotaintments y otras siniestras formas de hacerte perder el tiempo.
Siempre que alguien famoso dice algo útil le salen imitadores debajo de las piedras, por lo que enseguida aparece un tal Carlos Scolari a meter baza y silencia a Eco implementando la noción de hipertelevisión, que incluye la interactividad de la televisión con las redes sociales, la fragmentación arbitraria de las pantallas, los textos escritos (con erratas) que se pasean por la parte superior o inferior del rectángulo, la aceleración de movimientos, la reducción del tiempo del plano y el suministro de imágenes por parte de los espectadores (que envían vídeos de los asesinatos callejeros que han grabado desde los balcones de sus casas), así como la posibilidad de que los ciudadanos de sofá (no de a pie, porque esto les pilla sentados) manden mensajitos a los programas para participar de alguna manera en ellos.
Esto lleva a otro concepto más (y le prometemos al lector que, tras este, pararemos y no hablaremos de ninguna otra cosa; ya hemos abusado bastante de su paciencia): la metatelevisión, un receptáculo de intertextualidad desenfrenada. Programas sobre programas, programas previos a otros programas, repetición de los mismos programas, imitación de los otros programas, personajes que saltan de una series a otras, gentes que viven solo de aparecer como invitados famosos en concursos de televisión como si se hubieran hecho famosos por haber hecho algo en algún otro sitio (cosa que no han hecho), mezcla aleatoria de cómics y videojuegos con otros géneros, convergencia mediática y, en definitiva, un follón de todos los diablos televisivos.
La mala noticia es que la televisión no muere; al contrario: muta para adaptarse en tiempo real al mundo digital y del Homo movilis (también llamado Homo celularis en Hispanoamérica) —el que vive sofronizado por este dispositivo—, para que, por mucho que lo intentemos, no podamos ya jamás renunciar a más y más horas de televisión ni mucho menos a quitarnos de encima esta herramienta mágica que tan excelentes resultados le está proporcionando al actual totalitarismo alienador.
La buena noticia es...
Me temo que no hay ninguna buena noticia.
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