Veamos algunas consideraciones toponímicas relativas a la geografía y a la falta de imaginación.
Unos señores fundaron una vez una ciudad nueva al lado de una vieja y la llamaron Ciudad nueva. Mi opinión es que a gente de tan escaso seso no se le debería permitir fundar ciudades, como mínimo. La cosa pareció menos mal por el aquél de que le pusieron el nombre en latín: Neapolis, de donde llegó a nosotros como Nápoles. La ciudad antigua junto a la cual se fundó se llamaba Parthenope, que en griego significa «rostro virginal». Yo no conozco más napolitano que a Sofia Loren, sobre cuya virginidad rostril ustedes opinarán. Ahora, que también habría que considerar al pontífice Bonifacio IX, lo que hace la cosa más difícil.
Esto de ponerle a un sitio su mismo nombre no es nuevo. Tenemos el desierto del Sahara (que significa «desierto»), la ciudad de Burgos, la ciudad de Medina, la ciudad de Ciudad Real y otros muchos ejemplos semejantes que denotan falta de creatividad. No es, sin embargo, equivalente a llamarle «Perro» a tu perro por pura vagancia.
Si tienes un país y es albo, no lo llames Albania. Si tienes un mar y es negro —lo cual ya de por sí es sorprendente y merecería al menos un poco de originalidad—, no debes ser tan vulgar y amigo del tópico como para llamarle Mar Negro. Lo mismo se aplica a las ciudades que se llaman Nueva esto o Nueva lo otro; si nadie se iba a molestar en pensar nada, igual hubiera dado ponerles número de serie: Londres 35, Motilla del Palancar 12.
Llamar al continente por lo contenido es socorrido, pero manido. En nuestra península había muchos conejos antaño (‘span’) y de ahí le viene el nombre. Según esta norma, Brasil sería Selvonia; Jaén, Olivania y Nueva York, Judiecia (y San Francisco, Gayonia, sí señor: han acertado).
Al nomenclar también hay que evitar apresuramientos. No vale aquello de llegar a una playa desconocida y a los cinco minutos decir: «¡Oh, qué océano tan pacífico!» Y, ¡hala!, a ponerle el nombre sin esperar a ver si es un mar proclive a los tsunamis o no lo es, porque luego te llevas sorpresas.
Si hay un mar Ártico (signifique esto lo que signifique), llamar «opuesto al ártico, Antártico» al que está en un lugar opuesto, no es algo muy brillante. Así, viendo la antipodez de los continentes, Australia podría haberse llamado Antieuropa.
En la antigüedad era costumbre llamar a las ciudades con el nombre feminizado de los gobernantes. Así, Cesaraugusta (que acabó siendo Zaragoza). No sé si nos hubiéramos acostumbrado a llamar Degaulla a París, Garibalda a Roma o Churchilla a Londres. Pero, indudablemente, esta costumbre, de mantenerse, afectaría al proceso democrático. Muchos partidarios de Berlusconi quizá no le votarían para no vivir luego en Berluscona.
Tampoco nos gustan los nombres que hacen alusión a sucesos puntuales, como la Isla Reunión, sólo porque alguien (de quién ya no nos acordamos) se reunió allí alguna vez.
La incongruencia tampoco está bien vista. Quien se va a Nevada con abrigo, se encuentra con un desierto atroz y, aparte de hacer mucho el ridículo, queda mal impresionado y se acuerda de la madre del nomenclador.
Hay que evitar las redundancias en los nombres geográficos. ¿Qué es eso de Santa Fe? ¿Es que la fe no es siempre santa?
No es buena práctica fusionar nombres de ciudades, aunque sea lo más socorrido. Si la ciudad de Buda está pegada a la ciudad de Pest, la llamamos Budapest. Aquí podríamos hablar de Valdemoropinto y cosas así.
Tampoco aprobamos los nombres de personas para las ciudades, porque nunca sabes si te estás refiriendo a la ciudad o a la persona que le da nombre.: «A Washington es que no lo aguanto» (¿Qué culpa tiene el presidente?) «San Luis es famoso por sus burdeles» (Esto ya raya en blasfemia).
Es especialmente una práctica desaconsejable querer dar a las ciudades el nombre de una persona honorable, porque puede que no encuentres a nadie honorable cuyo nombre usar. Eso le pasó a George Washington, que tuvo que remontarse un continente y más de dos mil trescientos años para encontrar la figura de Lucius Quinctius Cincinnatus, cuyo nombre emplear para bautizar a la ciudad que hoy conocemos como Cincinnati.
Todo ello por no hablar de los nombres reales. China recibe su nombre de la dinastía Chin, así es que no sería ningún absurdo toponímico el que España cambiarse su nombre por el de Borbonia, algo nada descabellado si consideramos que muchos, pero que muchos ciudadanos importantes de nuestra patria imitan a nuestra dinastía en sus actividades y comportamiento.
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