(El interior de una casa medieval, como el escenógrafo se la quiera imaginar
y se lo permita el presupuesto. Una puerta que da a la calle y otra que conduce
a una habitación interior. Sentada junto a la ventana y con cara de aburrida
está Catalina, protagonista de
esta historieta. Está de muy buen ver y, aparte de eso, no decimos nada más,
porque nos lo va a contar ella misma en un soliloquio de esos en que los
actores dicen en voz alta lo que piensan para que el público se entere de lo
que se tiene que enterar.)
CATALINA.—¡Ah!
¡Qué soledad la mía! Ya hace muchos días que mi marido marchó a cazar a los
montes de Aragón y no sé cuándo volverá. Y yo soy joven y ardiente, y añoro la
compañía en mi lecho. Mientras le espero, no tengo nada más que hacer que mirar
a los que pasan por el camino, para entretenerme en algo. (Ahora que ya nos hemos enterado de la situación la obra puede
continuar. Catalina ve a alguien
en el camino y le hace señas desde la ventana.) ¡Eh!¡Soldado!
¡Soldado!
SOLDADO.—(Dentro.) ¿Os dirigís a mí, por
ventura?
CATALINA.—Sí, a
vos. Acercaos, hacedme la merced. Dejad vuestro caballo y llegaos, pues deseo
hablaros. Os franquearé la entrada. (Se
acicala un poco y luego se dirige a la puerta y la abre. En ella aparece un Soldado, con cara de pasmado.)
SOLDADO.—¿Qué
queréis, buena señora?
CATALINA.—Pasad,
os lo ruego. (El Soldado entra.) Acomodaos. (El Soldado deja su capa
en el perchero.)
SOLDADO.—¡Que
tengáis buenos días!
CATALINA.—Igualmente
os los deseo. Quiero hablaros de algo.
SOLDADO.—(Aparte.) ¿Qué querrá esta?
CATALINA.—Voy a
ser muy franca con vos. Os vi venir y me parecéis cansado. Eso me produce mucha
lástima, porque siempre sentí debilidad por la gente de uniforme. Lo que os
ofrezco es cobijo para que descanséis y durmáis una noche o dos en mi lecho.
SOLDADO.—¡Sopla!
CATALINA.—Es
una oferta generosa, no me lo negaréis.
SOLDADO.—(Aparte, dirigiéndose al público.) ¿Les
ha pasado a vuesas mercedes alguna vez cosa parecida?
CATALINA.—¿Qué
me contestáis?
SOLDADO.—No sé
qué decir, señora. Vuestra hospitalidad me abruma.
CATALINA.—No
hay límites a mi hospitalidad. Puedo llegar a acomodaros en un lugar muy
confortable que no osaríais ni imaginar. (Pausa.)
¿Qué me decís?
SOLDADO.—No
sé... Vuestro ofrecimiento me ha pillado desprevenido.
CATALINA.—¿No
seréis, por ventura, de esos hombres que prefieren otro tipo de compañía?
SOLDADO.—¡No!
No es eso, os lo aseguro. Siendo, como soy, soldado, ¡apañado estaría si fuera
así!
CATALINA.—¿No
me encontráis atractiva, entonces? Puedo aseguraros que lo soy, y mucho, en la
intimidad. Son estos ropajes, que no me favorecen. (Comienza a quitarse el corpiño.) Ahora veréis...
SOLDADO.—(Deteniéndola.) ¡No,
no hace falta que os apresuréis! Creo en vuestra palabra.
CATALINA.—¿Por
qué vaciláis?
SOLDADO.—Sin
duda tendréis un esposo, que no verá con buenos ojos lo que me proponéis.
CATALINA.—No os
preocupéis por él. Está de caza, es muy tonto y ahora, además, le echaré una
maldición para que no vuelva. (Dice unas
palabras en voz baja.)
SOLDADO.—¿Eso
surtirá efecto?
CATALINA.—¡Oh,
sí! Es infalible.
SOLDADO.—En
ese caso... (El Soldado comienza a desnudarse, quitándose el jubón y las
calzas, hasta quedar en paños menores, mientras Catalina
continúa con su conjuro. De pronto, se oye llamar reciamente a la puerta.)
MARIDO.—(Dentro.) ¡Catalina! ¡Catalina,
abre!
CATALINA.—(Aterrada.) ¡Mi marido!
SOLDADO.—¡Ya
lo sabía yo! ¡Parecía todo demasiado fácil...!
CATALINA.—Pasad
a ese aposento y escondeos bajo la cama! ¡Pronto!
SOLDADO.—¿Debajo
de la cama? ¡Ese será el primer sitio en donde busque!
CATALINA.—Pues
en el armario, entonces. Nunca lo abre: es un desastrado y deja siempre la ropa
tirada por ahí, de cualquier manera.
SOLDADO.—Esto
parece una mala comedia.
MARIDO.—(Dentro.) ¡Catalina, abre! ¡Que te
traigo un conejito!
CATALINA.—¡Daos
prisa!
SOLDADO.—¿Quién
me manda a mí...? (Recoge la ropa que se
ha quitado y se va por la puerta que da al interior de la casa. Catalina abre la puerta de la calle.
Sale el Marido, del que no sabemos
el nombre ni en realidad nos importa mucho, así es que le llamaremos Marido simplemente.)
CATALINA.—¡Oh,
esposo mío! (Se arroja en sus brazos.)
MARIDO.—¿Por
qué tardasteis tanto en abrirme, Catalina?
CATALINA.—No os
esperaba y estaba descansando en la alcoba. ¿Cómo fue la caza?
MARIDO.—¡Oh,
excelente! Os he traído un conejo. Lo comeremos con arroz.
CATALINA.—¿Tres
semanas ausente y solo habéis cazado un conejo?
MARIDO.—(Avergonzado.) ¡Oh,
no! Cacé muchos más. Pero ya sabéis lo distraído que soy, así es que se me
olvidó traerlos. El conejo que os mencioné lo acabo de cazar ahora al volver,
en las afueras de la aldea.
CATALINA.—En
fin: ya habéis regresado y me alegro. No sabéis hasta qué punto os he echado de
menos.
MARIDO.—Sí,
sí. Pero tengo que preguntaros una cosa, Catalina.
CATALINA.—Decid.
MARIDO.—Al
llegar a casa, vi un caballo blanco en la cuadra. Y mis cinco caballos son
todos negros.
CATALINA.—(Tras una pausa. decidida.) No.
Cuatro son negros y uno es blanco. Lo recordáis mal, como siempre.
MARIDO.—¿Estáis
segura? Ya sé que soy muy olvidadizo, pero yo juraría que nunca he tenido
ningún caballo blanco. ¿Podéis explicarme su presencia?
CATALINA.—(Aparte.) ¡Canastos! ¡Vaya
situación! (Alto.) Es muy fácil, mi
amado esposo. Sí, tenéis razón: esta vez recordáis bien. El caballo blanco es
nuevo, en efecto. Es un regalo de mi padre.
MARIDO.—(Extrañadísimo.) ¿De
vuestro padre? ¿Es posible?
CATALINA.—(Manteniendo el tipo.) Sí,
lo es. Se trata de un regalo que os hace.
MARIDO.—¿Vuestro
padre, decís?
CATALINA.—¡Claro!
MARIDO.—Perdonad
mi perplejidad. Vuestro padre siempre me ha tenido mucha tirria. No me puede ni
ver. ¿Y ahora me regala un caballo estupendo? La verdad es que no lo comprendo.
CATALINA.—Bueno:
es verdad que no aprobó nuestro casamiento.
MARIDO.—Y
estuvo ocho años sin dirigirnos la palabra.
CATALINA.—... y
estuvo ocho años sin dirigirnos la palabra, sí; pero ahora debe de haberse
convencido de que sois un buen marido para mí y habrá querido obsequiaros.
MARIDO.—Bien,
pues que Dios se lo pague. Pero comprenderéis que me extrañe de que me dé un
caballo un hombre que antes no me daba ni los buenos días.
CATALINA.—No
penséis en ello. Como dice el refrán: «A caballo regalado...»
MARIDO.—Ya,
ya. Pero, ahora que me fijo: en ese perchero hay una capa que no es mía: vedla.
CATALINA.—(Sin mirar hacia el perchero. Con firmeza.) Sí,
es vuestra.
MARIDO.—Os
digo que no.
CATALINA.—Y yo
os repito que sí. Es una de la vuestras. Solo que vos, como sois un despistado
de marca mayor, no os acordáis.
MARIDO.—No me
acordaría, quizá, si tuviera muchas. Pero da la casualidad que solo poseo dos y
las dos son marrones. Esa que cuelga es verde.
CATALINA.—(Mirando la capa.) ¿Verde? No: es marrón.
MARIDO.—(Mosqueado.)
¿Cómo que marrón? Es verde, verde. Se ve a simple vista.
CATALINA.—Bueno,
es un marrón verdoso. Pero es una de las vuestras.
MARIDO.—¿Marrón
verdoso?
CATALINA.—O
verde parduzco, como queráis decirlo.
MARIDO.—Insisto
en que no es verde y que no es mía.
CATALINA.—Quizá
la comprasteis y ahora no os acordáis. Sería muy propio de vos.
MARIDO.—Nunca
me hubiera comprado una capa verde. Aborrezco el verde. Es una manía mía: el
verde me produce urticaria.
CATALINA.—Estáis
en un error: el color que os desagrada es el azul.
MARIDO.—¡Os
digo que es el verde!
CATALINA.—(Fingiendo caer en la cuenta.) ¡Ah,
sí! Es verdad. Perdonad. Tenéis razón, querido esposo. Se trata de una capa
nueva. Es otro regalo que os hace mi padre.
MARIDO.—¡Otro
regalo!
CATALINA.—Sí,
por nuestro aniversario de boda. Fue hace unos días, ¿no os acordáis?
MARIDO.—(Aparte, al público.) Será
así. ¿Cómo le digo a mi mujer que no me acuerdo en absoluto de cuándo es
nuestro aniversario?
CATALINA.—Al
revés de lo que le suele pasar a los viejos, mi padre, con el paso de los años,
se está volviendo más generoso.
MARIDO.—¿Estáis
segura de lo que decís?
CATALINA.—Por
completo. Ahora lo recuerdo bien. Vino a verme anteayer y me dijo: «He comprado
esta capa para mi querido yerno. Dásela de mi parte en cuanto regrese.» Eso
dijo.
MARIDO.—Y me
regaló una capa verde.
CATALINA.—Él
ignora vuestras manías con los colores.
MARIDO.—Una
capa verde y usada.
CATALINA.—¿Cómo
que usada?
MARIDO.—Usada.
Esta capa está usada. Vedlo vos misma. (Catalina coge la capa del perchero y la
examina.)
CATALINA.—A mí
me parece nueva.
MARIDO.—Tiene
manchas.
CATALINA.—El
mercader la llevaría mal envuelta.
MARIDO.—Y aquí
hay un remiendo, miradlo. (Pausa.)
¿No decís nada, Catalina? (Catalina rompe a llorar.)
CATALINA.—¡Sois
un ingrato!
MARIDO.—¡Qué?
CATALINA.—En
lugar de agradecer el regalo, le sacáis defectos. ¡Mi pobre padre, que os la
trajo con toda su ilusión...!
MARIDO.—¡No
lloréis, Catalina, que se me parte el corazón! (De pronto se escucha en la habitación contigua un ruido fuerte, como
de maderas que se rompen y caen, y la voz del Soldado.)
SOLDADO.—(Dentro.) ¡Aaaaay! ¡¡La madre que me parió...!!
CATALINA.—(Aparte.) ¡Dios mío!
MARIDO.—¿Oíste
eso, Catalina?
CATALINA.—¿El
qué?
MARIDO.—Ese
ruido.
CATALINA.—¿Qué
ruido?
MARIDO.—El
que ha sonado en nuestra alcoba.
CATALINA.—No he
escuchado nada.
MARIDO.—¿No
habéis percibido un gran estruendo?
CATALINA.—Habrá
sido el gato. (Pausa.)
MARIDO.—¿Qué
gato?
CATALINA.—Nuestro
gato.
MARIDO.—Catalina;
nosotros no tenemos gato.
CATALINA.—(Rehaciéndose.) Ahora
sí; ahora sí lo tenemos. Como me encontraba tan sola, recogí a un gato
callejero para que me hiciera compañía. Imagino que se habrá subido a una
estantería y se habrá caído. Espero que no se haya lastimado, ¡pobrecito mío!
Le he puesto de nombre «Marramaquiz».
MARIDO.—¿Y
«Marramaquiz» habla?
CATALINA.—¿Cómo?
MARIDO.—Le he
oído decir claramente «¡¡La madre que me parió!!»
CATALINA.—¿Ah,
sí?
MARIDO.—Y eso
no lo dicen los gatos, Catalina. No lo dicen nunca, aunque se caigan de una
estantería.
CATALINA.—He de
confesaros algo, querido esposo.
MARIDO.—¿Confesar?
CATALINA.—La
verdad es que... No sé cómo decíroslo. Bien, allá va: la verdad es que se trata
de un gato mágico. No lo recogí en la calle, como os conté. Me lo dio una
anciana de la aldea, que tiene fama de bruja. Me aseguró que el animalito tenía
poderes increíbles. Pero, no os preocupéis: si no os agrada la idea de tenerlo
en casa, me desharé de él enseguida. Ahora lo que tenéis que hacer es salir
afuera, ir al pozo a lavaros y asearos. Para cuando volváis, os tendré
preparado algo de comer.
MARIDO.—¡Basta
de tonterías, Catalina! Si tenemos en casa un gato que habla, quiero verlo
ahora mismo. (Se dirige hacia la puerta
de la alcoba. Catalina se
interpone.)
CATALINA.—¡No!
Ya sé quién he hecho el ruido y quién ha hablado. No ha sido el gato. Es que se
me olvidó deciros que ha venido a visitarnos mi hermano, el pequeño.
MARIDO.—¿Tu
hermano?
CATALINA.—Sí.
Llegó anoche, muy cansado y quería dormir. Le dejé que ocupara nuestra
habitación. Debe de haber tenido una pesadilla y gritado en sueños.
MARIDO.—Entraré
a saludarle. (Intenta abrir la puerta. Catalina se lo impide.)
CATALINA.—¡No!
Estará acostado. Se hallará desnudo y... Es mejor que le veáis después.
MARIDO.—¿Y
puede saberse el porqué de su visita?
CATALINA.—Claro.
Vino a veros a vos.
MARIDO.—¿A
mí?
CATALINA.—Sí.
Vino a traeros una invitación.
MARIDO.—¿Una
invitación?
CATALINA.—A las
bodas del hijo de vuestro íntimo amigo, el Corregidor de Belchite. Se
celebrarán mañana, así es que debéis partir de inmediato, si no queréis llegar
tarde. Salid a ensillar vuestra caballería. Os prepararé algo de comer para el
camino.
MARIDO.—(Tras una pausa tremenda. Con tono trágico.)
Catalina.
CATALINA.—(Asustada.)
¿Qué?
MARIDO.—¡Catalina!
Yo vengo precisamente de esas bodas. (Pausa.)
Se celebraron anteayer. (Pausa
larguísima.)
CATALINA.—¡Oh!
MARIDO.—¿De
verdad imagináis que soy tan necio? (Aparta
bruscamente a Catalina, abre la
puerta de la alcoba y mira dentro.) Lo que me figuraba. Un hombre desnudo y
que, además, no se parece nada a vuestro hermano, porque vuestro hermano es
pelirrojo y tiene las narices grandes, y este es rubio y más bien chato. Es
vuestro amante, con el que os habréis divertido en mi ausencia. ¡Sois una mala
mujer! Pero yo sé bien cuál es mi deber como marido.
CATALINA.—¿Qué
vais a hacer? (El Marido sujeta a catalina
por el pelo y comienza a tirar de ella.) ¡Socorro!
MARIDO.—(Sacándola a rastras de la casa.) Os
llevaré a casa de vuestro padre, le daré las gracias por el caballo y la capa,
y luego os repudiaré y os entregaré a él para siempre, para que se haga cargo
de vos hasta que muráis, que espero que sea muy tarde. ¡A ver qué le parece ese
regalo! (Hacen mutis. La escena queda
sola y, al poco, sale tímidamente de la alcoba el Soldado, algo magullado.)
SOLDADO.—Pues
al final el hombre sí ha resultado ser bastante despistado, porque se ha
olvidado de mí.
TELÓN
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