Esta es una triste meditación sobre los amateurs de la vida. Y estoy triste, porque a una bolsa de viaje muy útil que yo tengo se le ha estropeado la cremallera y a mí estas cosas me deprimen un horror.
Pero me deprime más aún ser consciente del hecho de que si el párrafo anterior, en lugar de haberlo escrito yo, lo hubiera escrito alguna galardonada con el Premio Planeta, le habría producido un buen puñado de duros.
Así es que me he detenido a considerar la relación literatura/dinero. Y me he formulado varias preguntas.
¿Somos escritores de verdad los que escribimos sin cobrar? (Me refiero a cobrar en serio y en cantidad, no las cuatro pesetas y media que cobro yo por los derechos de autor de mis libros.) ¿Hay un mundo real en el que viven (y cobran) los listos y unos espacios de ficción o de mentirijillas donde pululan los necios? ¿Es válida la diferenciación entre ser amateur o profesional de algo?
Ya saben la historia de aquel que más cobró por garabatear algo. Alguien escribió una sola palabra, ‘sex’, al registrar un dominio de Internet; luego lo vendió y se enriqueció. Eso se llama rentabilizar la tinta.
La cuestión es que si para ser algo hay que ser profesional —léase cobrar por ello—, entonces Van Gogh no fue pintor. (Su cadáver sí lo fue, años más tarde). Isaías tampoco fue profeta (a no ser que le pagaran a tanto el augurio). El Rey de España sí es rey, porque le pagamos un sueldo por serlo.
Siguiendo este razonamiento y rizando el rizo, uno es escritor si escribe algo que luego vende; pero durante el tiempo que invierte en escribir algo que luego no consigue vender, no es escritor. Si sólo lo es mientras produce lo vendible, durante el tiempo que tarda en beberse el café que tiene al lado (o en desbebérselo), no lo es (a diferencia del oficinista, que es oficinista indudable durante toda su jornada laboral). Creo que me estoy metiendo en un callejón sin salida, pero con posibilidades divertidas.
Lo triste es la importancia que se da al dinero. Las asociaciones artísticas «aficionadas» (corales, grupos teatrales, lo que sea) se menosprecian a sí mismas porque no cobran. Igual hace el público, irrespetuoso si acude a un espectáculo gratuito para él (aunque haya sido subvencionado indirectamente con sus impuestos a través de un ayuntamiento, por ejemplo) y respetuosísimo si ha pagado una entrada cara. El arte se decide en función del dinero, lo cual es un lamentable error.
Hoy se considera a Van Gogh (¡y dale!, ¡hay que ver qué empeño tiene el neurótico éste en aparecer por todas partes!) uno de los mejores pintores. Y ¿por qué? Es obvio: porque sus cuadros son los que más caros se venden. Si aceptamos esta premisa, todos los que escribimos y no publicamos todo lo que escribimos estamos haciendo el canelo.
Yo pienso seguir haciéndolo, porque el entusiasmo de la escritura me invade; pero no deja de sorprenderme (y de producirme algo de envidia, ¿para qué negarlo?) el hecho de que cuatro palabras mal puestas pero excelentemente publicitadas produzcan pingües beneficios a la sarta de plagiadores que constituyen hoy el Olimpo de nuestras letras patrias. (¡Qué bien me ha quedado este final de frase!)
Hago este comentario no impelido por la frustración, sino avasallado por las injusticias comparativas. Recuerdo que en una ocasión, uno de mis editores se empeñó en que me pasase un día en su caseta de la Feria del Libro de Madrid, para firmar ejemplares de una de mis obras (¡Iluso de él!). Allí nos estuvimos y creo recordar que llovió. Yo firmé poquísimos libros, claro, pero enfrente de nosotros estaba el eminente crítico y ensayista Fernando Díaz-Plaja (ya saben: el de El español y los siete pecados capitales) quien, pese a sus innegables méritos, tampoco firmó casi nada, el pobre.
Me consuela la convicción que siempre he mantenido de que artista y vendedor son conceptos antitéticos, antagónicos, opuestos, contrarios, excluyentes y que, además, se dan de patadas. Un gran pintor nunca será un buen marchante de sus obras, por la sencilla razón de que se trata de dos habilidades enteramente diferentes. El arte es un producto de la introspección y la soledad, y la venta es un acto social consistente en engañar al prójimo colocándole algo que no necesita. (Esto es así; todos necesitamos una patata en un momento dado, pero no un libro o un disco. Eso son sólo placeres del espíritu y, si no se los proporcionamos, el espíritu se joroba y se aguanta.)
Así es que habrá que conformarse. Hagamos lo que sepamos hacer: leamos, escribamos, vivamos e intentemos desterrar de nuestros corazones la idea de que los ricos son más listos que nosotros.
(Es difícil, ¿eh?)
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