Parece que fue en Irán
donde estuvo el Paraíso
(o eso aseguran, al menos,
unos cuantos eruditos).
El sitio exacto se ignora,
pero ya nos da lo mismo.
Era un lugar bien frondoso,
todo lleno de arbolitos
de la ciencia (o de las ciencias,
porque serían distintos
y habría un árbol para cada
tema científico, digo
yo, pues si no fuera así
hubiera sido un gran lío).
Habría alcornoques de física,
hayas de química, pinos
de botánica, cerezos
de matemáticas, tilos
de ingenierías de puentes,
de canales y caminos...
En aquel lugar perfecto,
simpáticos cocodrilos
fraternizaban a fondo
con otros animalitos:
los lobos y los conejos
eran íntimos amigos,
los leones y los ciervos
estaban siempre juntitos,
alimañas y alimaños
se mezclaban sin distingos.
Dos de aquellos animales
destacaban un poquito:
Eva y Adán, dos expósitos;
ella era flaca y él, limpio
(que luego, por sus pecados
se hicieron gorda y cochino).
¿Qué hacían éstos, nuestros padres
a falta de Telecinco?
Pues retozar incansables;
ella, desnuda, él, corito,
aprovechando que el clima
era bastante benigno
y aún no existían las gripes,
los mocos ni el coger frío.
¿Qué pasó? Que todo cansa
y acabaron aburridos
de hacer una y otra vez
algo que es siempre lo mismo.
Adán le dijo a Eva entonces:
—Tú eres tonta y yo, cretino.
¿No sería maravilloso
que nos volviéramos listos
y nuestras mentes tuvieran
un nivel pensante mínimo?
—No estaría mal —dijo Eva.
—¿Intentamos conseguirlo?
—Sí, pero ¿cómo? —Hay un medio.
—No sé cuál. —Está clarísimo:
comemos fruta del árbol
del conocimiento y ¡listo!
—Es verdad. ¡Qué gran idea!
¿Cómo no se me ha ocurrido
a mí? —Pues porque eres tonto,
como tú muy bien has dicho.
A aquel árbol del saber
lo dejan todo mordido.
Una serpiente que pasa
por allí les habla a gritos:
—¡Hay que comerse la fruta,
no el tronco! —dice. —¿Has oído,
Eva? Comamos la fruta.
—Pone aquí que está prohibido.
—¿Dónde? —Aquí, en este cartel.
—Finge que no lo has leído.
Resumiendo: comen ambos
del árbol (era un membrillo),
se abren sus entendederas
y lo ven todo clarito.
—¡Qué burra era! —dice Eva.
—¡Ya entiendo los logaritmos!
—dice Adán. Pero, ¡ay!, entonces
se escucha un fragor horrísono,
se abren los cielos de golpe
y un arcángel con flequillo
y con espada flamígera
aparece de improviso.
—¿Quién eres? —pregunta Eva.
—Quien por mandato divino,
por vuestra desobediencia
viene a desahuciaros ipso
facto —contesta el arcángel—.
(Llegado aquí, yo decido
acabar la historia con
un final alternativo
que me acabo de inventar
y que queda más bonito):
Habla el arcángel: —Salid.
—Pero ¿y la nota de aviso?
—¿Cómo? —Que hay que dar un plazo.
—Vengo a expulsaros, insisto.
—¡No te enrolles, Charles Boyer!
No querrás ir a un litigio.
—¡¡¡Qué!!! —Que el Jardín del Edén,
(mal llamado Paraíso)
es lugar de renta antigua
y está escrito en el Artículo
Doce de la ley del Suelo
(la conoces, me imagino)
que no se puede poner
en la calle a un inquilino
que lleva viviendo un tiempo...
(El ángel se fue, vencido,
y Eva y Adán disfrutaron
muchos años de aquel sitio.)
La pena es que no es verdad
esto que aquí queda escrito.
El desahucio tuvo efecto
según mandato divino
tal y como se recoge
en varios registros bíblicos.
Y no sólo se quedaron
Eva y Adán sin un sitio
donde colocar el catre,
donde poner el cocido
y resguardarse del clima,
sino que han pasado siglos
y aún pagan, por esta deuda
acumulada, sus hijos.
¡Señor! ¡No era para tanto
la historia del mordisquito...!
Pudiste haberlos dejado
en aquel lugar, tranquilos,
tú, que eres dueño de todo
y posees tantos sitios.
¿Eva y Adán en la calle
y el Paraíso vacío?
¡Perdónales su alquiler
con efectos retroactivos!
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