A las ocho están citados
en una tasca asquerosa
Don Juan Tenorio y Don Luis
Mejía, dos casanovas
autóctonos, de Sevilla.
Los curiosos se amontonan
por saber el desenlace
de aquella apuesta preciosa
que hace un año justo hicieron
los dos caballeros. Toda
la ciudad pendiente está
de quién llevará la gloria
de mayor seductor de
todo tipo de señoras.
Ambos bribones han ido
de conquistas por Europa.
Don Juan ha estado en Italia;
más concretamente, en Roma.
Don Luis, en Flandes, en Francia
y en San Sadurní de Noya.
Ya entran los enmascarados
con sus capas y sus golas,
sus chambergos, sus espadas,
sus jubones y sus otras
prendas (ésas que se llevan
por debajo y que no es cosa
de describir en detalle).
Se sientan en una mesa
llena de mugre y de roña.
Don Juan quiere calamares.
Don Luis se pide unas ostras.
Se atizan dos lingotazos,
tres chupitos y dos copas
de vino añejo y proceden
con solicitud premiosa
a decir cuántas mujeres
por su amor se han vuelto locas,
cuántas casadas rendidas,
cuántas solteras celosas,
cuántas rubias delgaditas
y cuántas morenas gordas
o al revés, que en este mundo
hay variedades de sobra.
Las gentes que los escuchan
tienen abiertas las bocas,
que es un buen procedimiento
para que les entren moscas.
«¿Cuántas tenéis vos?» «Ochenta»,
dice Don Luis. «No son pocas»,
comenta Don Juan. «¿Y vos?»
«Yo, ciento siete.» «¡Resopla!
Me vencéis.» «Eso parece.»
«Me dais sopas con la honda
en esto de las gachises.»
«Ya os lo advertí.» «Tomo nota.
Pero, Don Juan, todavía
os resta conseguir otra
para probar que en amores
sois, en fin, la repanocha.»
«¿Cuál me falta, si se puede
saber?» «Os falta una monja.»
Se hace un silencio profundo.
Los escuchantes se asombran.
Don Juan se queda perplejo
un tiempo (más de una hora
y tres cuartos). Dice, al cabo:
«Señor Don Luis, ¡sois la monda!
Acabamos de acabar
con esta apuesta famosa
de conquistar cien mujeres
—que fue labor maratónica—
y aún no hemos descansado
¿y queréis que empiece otra?
No estáis en vuestros cabales.
Yo he acabado hasta la gorra
de tanta mujer, que juro
que las veo hasta en la sopa.
He seducido a francesas,
a italianas y a españolas,
guapas, feas, regulares,
muy chupadas y redondas,
otras fuertes y cuadradas,
en fin, de todas las formas:
sanas, robustas, enfermas,
bizcas, tuertas, sordas, cojas,
menopáusicas y púberes,
bobas, tontas, necias, locas,
bigotudas, barbilindas,
formeinfectas, berrugosas,
dientinegras, michelínicas,
y hasta algunas firestónicas,
cejijuntas, ojiestrábicas,
tripoinmensas, muslifofas,
pechiestrechas, pechiplanas,
pechiausentes, culigordas.
He palpado mil variantes
de grasas, lípidos, mollas...
No es para tenerme envidia.
Y de veras me joroba
que pretendáis proseguir
con una apuesta tan tonta.»
«Ved, Don Juan, que si rehusáis
arrojaréis por la borda
la fama de seductor
con la que Sevilla os honra.»
«La arrojo, Don Luis, y sea
para vos la perra gorda.»
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