Las mil y una noches (fragmento)

 


 

(Este bello cuento es el que compone la noche 1001 del Alif Laila wa Laila, compilado por el conocidísimo Abu Abd-Allah Muhammad el-Gashigar, y que no es otro que el famoso libro al que en Occidente llamamos Las mil y una noches, aunque los pedantes insisten en que el título exacto debería ser Las mil noches y una noche. Yo, sinceramente, en este dilema crucial no sé muy bien a qué carta quedarme.)


 

Schariar dijo:

—Tu historia me ha gustado Scherezade. Estoy complacido.

Ella replicó:

—Pues si esta te gustó, te agradará más aún la de los tres beduinos.

—¿Qué historia es ésa?

—Una muy interesante —replicó la mujer—. Como aún es noche cerrada, si me das tu permiso, te la relataré.

—Comienza — ordenó el príncipe Schariar.

Y Scherezade inició un nuevo relato:

 

Historia de los tres beduinos

—En cierta ocasión, unos beduinos cruzaban el desierto del Nafud. La caravana se había detenido. Ya saciados del agua del oasis, los camellos descansaban sobre las dunas del desierto.

          »Bajo la noche estrellada los tres beduinos se sentaron alrededor del fuego. Se miraron unos a otros y, tras unos breves momentos de duda, uno de ellos, Abdul bin-Agreta, dijo:

          »—Antes de nada quiero decir que yo no sé ninguna historia.

          »Los otros dos se miraron entre sí, sorprendidos.

          »—¿Qué? —preguntó Mohammed al-Kanfor, con tono amenazador, tras una larga pausa—. Creo que no te he entendido bien. Podrías repetir lo que has dicho.

          »Hubo un silencio angustioso.

          »—Que no sé ningún cuento.

          »Los ojos de los otros dos denotaban horror. Al-Kanfor se levantó y comenzó a gritar desaforadamente.

          »—¡Esto es inaudito! ¿En dónde se ha visto que un beduino no cuente historias ante el fuego cuando la caravana se detiene en un oasis? ¡Un beduino sin historias! Es como un vaquero sin lazo, como un gaucho sin poncho, como un japonés sin cámara.

          »—¿Tan grave es la cosa? —preguntó Bin-Agreta, con un hilo de voz.

          —¿Que si es grave? —Al-Kanfor estaba que ardía—. ¡¿Que si es grave?! ¡Va contra toda norma y toda ley! Desde siempre, cuando los beduinos se sientan delante de un fuego en el desierto, se cuentan historias varias, a cuál más peregrina. No hacerlo equivale a renegar de nuestras raíces, rechazar nuestra cultura y nuestra identidad nacional.

          »—No será para tanto —intervino, tímido y conciliador el tercero, de nombre Yusuf al-Tramuz.

          »—¿Cómo que no? —insistió Al-Kanfor, cuya ira no disminuía—. Es una inmensa deshonra para todos los que hablamos la lengua inmortal de Las mil y una noches, para toda nuestra nación.

          »—¿Pero qué nación, si somos beduinos nómadas...?

          »—¡Es igual, tenemos sentimiento nacional y, por lo tanto, somos una nación! Por no hablar del factor Rh.

          »—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Yusuf.

          »—Acabaremos con este ser abyecto, que ha traicionado las más puras esencias de su raza.

          »Yusuf se acercó a Bin-Agreta, que temblaba como un flan con dátiles, y le dijo por lo bajini:

          »—Ya le has oído. Por la cuenta que te trae será mejor que nos cuentes un cuento; lo que sea, pero enseguida. Si no, no doy ni un dinar por tu cabeza.

          »—¡No puedo! ¡Lo juro! —se desesperaba Bin-Agreta—. No se me ocurre nada.

          »—¡Haz un esfuerzo! ¡¡Piensa!! De lo contrario, el peso de la tradición caerá sobre ti.

          »—¡¡No sé ningún cuento!! —gimió el otro.

          »Muhammed al-Kanfor desenvainó la cimitarra...»

 

*

 

          Las luces del amanecer penetraron en la regia estancia a través de los tenues visillos. Scherezade guardó silencio.

          Schariar se dijo para sí: «No la mataré esta noche. Aguardaré un día más para saber en qué para esta narración».

          Pero luego lo pensó mejor y se hizo la siguiente reflexión: «Tal como va el cuento, está clarísimo que Bin-Agreta no se salva ni en broma. El otro le va a cortar el cuello de todas todas. Así es que bien puedo considerar que conozco el final de la historia. Hasta ahora le he ido perdonando la vida a mi esposa para que me acabara de contar los cuentos que dejaba inacabados y no quedarme con la curiosidad. Pero este ya sé cómo acaba. Ya no necesito a Scherezade para nada.»

          El rey hizo sonar la campanilla y, cuando acudió la guardia, mandó que le cortasen la cabeza a Scherezade como se la habían cortado antes a sus anteriores esposas.

          Los soldados, con ciega fidelidad a su señor, lo hicieron allí mismo y sin perder ni un momento.

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