Juan Eugenio Hartzenbusch

 


 

          Este caballero de apellido difícil fue uno de los grandes estudiosos del teatro barroco y hábil adaptador de escritores franceses. Pero nos da en la nariz que él por lo que quería pasar a la posteridad era por sus dramas originales.

          Como no se le ocurrió nada excesivamente distinto, tuvo que apañarse con los productos de la tierra, como suele decirse, por lo que se embarcó en la tarea de escribir la enésima versión de la historia de los amantes de Teruel, que estaba ya para entonces muy sobada y de la que se habían venido haciendo una media de seis o siete versiones anuales desde la época de don Tirso de Molina. Así es que era complicador hallarle al tema ningún ángulo medianamente nuevo.

          Como fuere, en 1837 se estrenó su obra Los amantes de Teruel. El dramaturgo se encaramó a la escalera del éxito. El mismo Larra asistió al estreno, pocos días antes de pegarse un tiro, aunque parece ser que la obra de Hartzembusch no tuvo nada que ver en eso.

          La historia de los embalsamados amantes era la siguiente: Diego se marcha de Teruel, no porque no le guste la ciudad, que conste, sino porque tiene que hacer fortuna. Isabel le espera, enamorada, pero como su amado tarda mucho en aportar de nuevo por allí, acaba casándose con otro. Luego, muere en escena de un ataque de puro amor y Diego, cuando regresa, queda con un palmo de narices. Esta es la trama básica, a la que Hartzembusch añade peripecias moriscas para que el protagonista no pueda regresar a tiempo. Las eventualidades que dificultan la vuelta del amante resultan de una artificialidad pasmosa, pero eso al público parece no importarle y a la gente de Teruel, todavía menos.

El vínculo entre amor y tragedia queda claramente marcado, por si alguno aún no se había enterado. Si amas intensamente, estás condenado al sufrimiento, porque nueve de cada diez veces el azar te hará una jugarreta. La obra también resulta una crítica a la ambición humana. Si Diego, en lugar de irse en busca de fortuna, se hubiera quedado en Teruel, aunque fuere con un empleo subalterno y ganando menos, igual la vida le habría ido mejor. Pero ser caballero es lo que tiene: que no puedes contentarte con ganarte la vida honestamente como camarero o similar.

          Tras su éxito de público y prensa, Hartzenbusch insistió en su empeño de hacerse pasar por un gran escritor. En 1838 estrena Doña Mencía o La boda en la Inquisición, un dramón tremebundo sobre una fanática que quiere meterse monja y meter también a su hermana, que no le había hecho mal a nadie, la pobre. La Inquisición interviene torturando a unos y otros y los disparates se suceden. Esta obra no gustó al público, que no se enteraba bien de algunos de los enredos de pieza, harto complicados.

          El drama que se considera que es en el que Hartzembusch se esmeró más y escribió sobre papel de mejor calidad y con la tinta más negra que los otros fue La jura en Santa Gadea (1845), de temas cidesco, con acumulación sistemática de tópicos del género. La pieza se caracteriza por presentar a un Cid más tierno y sensible de lo habitual, que hasta se cambiaba de calcetines más de una vez al mes.


 

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