Madame Butterfly

 


Esta conocida ópera

puccinesca titulada

Madame Butterfly (que a veces

se escribe como ‘madama’)

se mantuvo en el cartel

veintinueve temporadas

en el Teatro Colón

bonaerense y dio una pasta.

Es un culebrón nipón

que te hace saltar las lágrimas

o bien troncharte de risa,

según qué tenor la canta

(porque hay divos operísticos

que te conmueven el alma

y hay otros que, con sus gallos,

te provocan carcajadas

tan intensas, que te doblas

y te haces migas la espalda).

 

Se considera la sexta

pieza más representada

del repertorio operístico

mundial, en versión estándar,

porque la obra original

era enormemente amplia

y muchos espectadores

se marchaban a su casa

para echar un sueñecito

y, horas después, regresaban

para seguir disfrutando

del trágico melodrama.

 

Es Benjamin Franklin Pinkerton

un oficial de la Armada

estadounidense que

se compra una inmensa granja

en Nagasaki (y, por cierto,

que le sale muy barata),

para vivir con su novia

que es Cio-Cio-San, apodada

«Butterfly» (la mariposa,

si el diccionario no engaña,

o mosca de mantequilla

en traducción ajustada).

El marinero proyecta

casarse con la muchacha

(pues de otro modo no hay forma

de llevársela a la cama),

pero no la toma en serio

y aprovechando que es laxa

la ley del divorcio allí,

en cuanto vuelva a su patria

y encuentre una esposa rubia

que le parezca adecuada,

cogerá a la japonesa

y le dará la patada.

 

Como siempre el uniforme

les resulta a muchas damas

un detalle afrodisíaco,

Butterfly está animada

con la boda y abandona

a Buda y a sus mil lamas

y se convierte de golpe,

vamos, que se hace cristiana,

porque ella quiere casarse

con velo y con ropa blanca

y que le tiren arroz,

que es un plato que le encanta.

 

Aparece su tío Bonzo

—que es budista hasta las cachas—

y maldice a Butterfly

con maldiciones muy malas:

«¡Que los dioses te abandonen

y que un mal rayo te parta!

¡Que te salgan hijos tontos!

¡Que se te sequen las plantas!

¡Que se quemen tus bizcochos!

¡Que haya chinches en tus mantas!

¡Que te salgan sabañones!

¡Que sufras por la ciática!

¡Y, si compras lotería,

que nunca te toque nada!»

La joven sufre al oír esto,

pero, por amor, se aguanta

y renuncia a su familia,

como nos dice en un aria

que te angustia y te deprime

y dura hora y media larga.

 

Al final del primer acto

yanqui y nipona se casan.

Tienen su noche de bodas

intensa y apasionada

y no salen de su alcoba

en todo un mes, que se pasan

haciendo cosas de esas

que no hace falta explicarlas.

Más, tras la luna de miel,

el Pinkerton va y se escapa:

se monta en el «Abraham Lincoln»

(el nombre que la fragata

lleva en honor de George Washington)

y no para hasta Alabama,

donde comienza enseguida

a buscarse novia blanca

sin recordar a Cio-Cio

ni ponerle un telegrama.

 

Han pasado ya tres años,

ciento cincuenta semanas,

mil días (aproximados)

y horas... bueno, una porrada

de horas que no decimos

aquí, que las matemáticas

ni son nuestro punto fuerte

ni nos gusta utilizarlas.

Butterfly está a la espera

de su marido, el canalla,

y aunque amigos y parientes

se han empeñado en casarla

de nuevo —que aún está buena—,

ella continúa emperrada

en serle fiel al marino

y mirar por la ventana

por si acaso viera un barco

llegar (cosa complicada,

porque la granja en que vive

está entre cuatro montañas).

 

Un diplomático a-

mericano que se llama

Sharpless (aunque eso no importa)

informa a la malcasada

de que Pinkerton regresa,

pero no para llevársela

—como le había prometido—

a visitar Disneylandia,

sino que vuelve casado

y con una americana

(su mujer, no una chaqueta:

dejemos las cosas claras).

 

Cio-Cio-San le dice al cónsul

que se va a armar un buen drama,

pues cuando el otro se fue

ella quedó muy preñada

y Pinkerton tiene un hijo

más real que el Fujiyama,

que come como una lima

y destroza las sandalias,

por lo que es un dineral

lo que en el niño se gasta.

 

El bimarido se entera

y accede a aceptar la carga,

pero se llevará al boy

con él, que para eso paga

su manutención. Su esposa

dice que bien (la taimada),

que será de la criatura

la cariñosa madrastra

(y el niño irá a un internado

en Suiza o en Gran Bretaña).

 

La nipona está transida

de dolor (¿o es ‘transitada’?),

pero no le queda otra

solución a la cuitada

que transigir y transige

(¡vaya un lío de palabras!).

Como el suicidio no es cosa

de dejar para mañana,

Cio va a ver a una vecina

para pedirle prestada

tan solo por un día o dos

una afilada katana

y se agujerea el estómago

de una estocada bien dada.

Besa a su hijo y fenece,

dejando toda la estancia

más sangrienta que en Kill Bill

y tan sucia y tan pringada

que se tardan cuatro días

en limpiar toda la mancha.


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