El trovador

 


Si alguna vez se «operó» un dramón, fue en la historia de Manrico, el trovador con mala suerte.

El conde de Luna, a la luz de la ídem, en vez de dormir tan a gusto y a pierna suelta en su palacio de la Aljafería, en Zaragoza, se pasa las noches en vela, pateándose arriba y abajo una callejuela llena de barro donde vive su amada Leonora, dama de honor de una princesa u otra. El conde lunero siente celos de su rival, el trovador Manrico, quien, sin embargo, no aparece por allí, al menos en este acto.

Al capitán de los guardias le han encargado que vigile la calle, no vaya a ser que algún delincuente del barrio le robe al Conde el reloj y la cartera. Pero los guardias se duermen y su capitán, para mantenerlos despiertos, les narra la tremebunda historia del Conde. Una gitana fue acusada de embrujar al hermano pequeño del de Luna cuando ambos eran pequeñitos. La presunta bruja acabó en la hoguera innecesariamente (no había habido embrujamiento ni nada por el estilo), pero se vengó, porque era de armas tomar: encargó a su hija, Azucena, que no se quedara mano sobre mano viendo cómo achicharraban a su madre. Azucena, como retoña obediente, cogió al niño y lo arrojó a la hoguera en que ardía su progenitora, para aprovechar el fuego. Los guardias, al escuchar esta narración, pierden el sueño para un mes largo.

En el jardín del palacio de la princesa coinciden esa noche los personajes y, como está oscuro, pisan más de una de esas cosas que dejan los perros por ahí cuando se les saca a pasear. Leonora confunde al Conde con su amante (ambos llevan el mismo corte de pelo: ninguno, porque en el siglo XV, entre los varones tardomedievales, se estilaban las greñas) y corre sus brazos. Entonces llega Manrico a liarla. El Conde reconoce a su rival y le reta a pelear, mientras Leonora profiere grititos por miedo y para lucirse con el aria con que acaba el acto.

En un campamento gitano, Manrico se sienta junto al lecho de su madre, que

tiene dolor de cabeza porque, al fondo, los gitanos golpean yunques con sus martillos, armando un ruido tremendo. Esta madre resulta ser... ¿quién dirán ustedes? ¡Pues nada menos que la gitana Azucena. Ella es más vieja que la Ley Hipotecaria, pero sigue rumiando su venganza por la muerte de su madre, ya que el achicharramiento del Luna pequeñito no le parece bastante.

Entonces empieza el barullo, porque Azucena le confiesa a su hijo (Manrico) que cuando intentó quemar al hijo (del padre que era su padre y también padre del Conde actual), quemó por error a su hijo (al suyo propio). La justificación que da para esto es que ese día, con el ajetreo, no llevaba las gafas puestas.

Manrico se da cuenta (no sabemos cómo, pero se da) de que él no es hijo de Azucena, aunque la ama como si fuera su madre (que no lo es, aunque él creía que sí hasta el momento en que dejó de creerlo; que hizo muy bien en dejar de creerlo, porque no lo era).

Llega entonces un mensajero a mensajear que Leonora piensa que Manrico está muerto, pues debería estarlo si tenía que pelearse con el Conde, que tiraba muy bien a las armas. En su desesperación, ella ha decidido quitarse del medio, ingresando en un convento muy adecuado, porque allí se lleva un hábito marrón que favorece mucho y hace juego con el color de su cabello (por no hablar de los dulces de coco tan ricos que hacen allí).

Nuestro héroe corre a rescatar a Leonora de las garras de las monjitas y ¡menos mal que lo hace!, porque el malvado Conde (como es el malo de la ópera, creemos que ya le podemos ir dando el apelativo de ‘malvado’ y otros semejantes) pretendía raptarla, cosa que Manrico impide mediante el procedimiento de madrugar más y raptarla él.

Por otra parte, los soldados del Conde se han ganado bien su sueldo y han capturado a Azucena. El jefe de la guardia la reconoce como la gitana que raptó a su hermano (el de él no: el del Conde). Sabe que es ella por un tatuaje del «Che» Guevara que ella lleva en la espalda. El Conde, al saber que es la madre de Manrico (o casi), tiene ahora doble motivo para condenarla a morir. Al principio duda entre cortarle la cabeza o quemarla viva, pero como la noche está fría y por allí corre ese vientecito zaragozano tan famoso, no tarda mucho en decidirse.

En un castillo (no sabemos si es propiedad de Manrique o alquilado) ambos amantes se aman con amor amoroso. Pero su dura no dicha tanto (¡vaya una metátesis más gorda!), porque no faltan gente de esas cotillas que no hacen nada más que enterarse de cosas e irles y venirles a las gentes con el cuento. Alguien llega a informar de que el Conde se propone hacer con Azucena un pincho moruno tamaño natural. Manrico tiene que ponerse los calzoncillos (les había pillado la noticia en medio de algo importante) y salir escapado en su ayuda, deteniéndose solamente lo imprescindible (doce minutos y medio) para cantar una romanza que dice: «Di quella pira l’orrendo foco» (las horribles llamas de aquella pira). Cuando acaba de cantar, se marcha raudo como el viento (¡otra cursilada!; se conoce que hoy no estamos muy finos).

Nada más llegar a rescatar a su cuasimadre, Manrico cae prisionero del de Luna. Leonora llega también —pues no se va a perder el último acto, siendo la protagonista— y ruega piedad para su amado. El Conde responde con un vocablo que no es para transcrito.

Como último recurso, Leonora le ofrece al Conde su cuerpo a cambio de la libertad de los presos y el Conde accede, pensando que siempre podrá luego volver a apresarlos, tras haber disfrutado de la castaña (de la belleza del pelo castaño: de Leonora, queremos decir). Ella, por su parte, planea dejarle con la miel en los labios o en cualquier otro sitio, pues se ha tomado un veneno de efecto retardado para no tener que entregarse al canallesco Conde.

Marcha al calabozo y anuncia a Manrico que él y Azucena están ahora libres como unas golondrinas y les aconseja que huyan. La gitana dice que bien, pero que antes tiene que echar un sueñecito. Manrico no quiere irse sin Leonora y ambos comienzan a discutir. Pero antes de que lleguen a un acuerdo, Leonora agoniza y muere en brazos del galán, que se queda de piedra.

Como hemos llegado al clímax y tienen que pasar sucesos todavía más graves, aparece por allí el Conde y, al ver a Leonor fiambre (fiambra, si somos políticamente correctos), entiende que ella ha preferido eso a entregársele y coge de inmediato un terrible complejo de inferioridad, por considerarse feo y desagradable (que lo es, solo que antes no se había dado cuenta).

Vengativo, ordena la ejecución de Manrico, que no se resiste porque se ha quedado vegetativo de la impresión recibida. Mientras se cumple la terrible sentencia y los soldados apiolan al trovador (que, curiosamente, no ha trovado nada en toda la ópera), Azucena se despierta, se despereza y se entera de que a Manrico le han mandado a ese sitio de donde vuelven muy pocos (no decimos que no vuelve nadie para que no se enfaden con nosotros los espiritistas).

La vieja pega un chillido que le pone los pelos de punta al público e incluso a los músicos —aunque estos ya la han oído en todos los ensayos— e increpa al Conde de esta manera:

—¡Cacho de animal! ¿Qué has hecho? Manrico era tu hermano, porque aquel día me confundí al quemar al niño, ya que les tenía a él y a mi hijo, uno en cada mano, y soy un poco disléxica. Así es que quemé al que no era y crie al otro. ¡Manrico era tu hermano, pedazo de fratricida! Pero bueno, así, por lo menos, mi madre queda definitivamente vengada. ¡No hay mal que por bien no venga!

En la orquesta, el músico del bombo mete un terrible redoble y la ópera concluye sin más novedad.


 

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