¡A ver si aprendemos a insultar!

 


 Me veo obligado a dar consejos en pro de la buena lexis a un lector (como he sabido más tarde) tras gastarse alegremente algunos euros en uno de mis libros, se sintió estafado y me escribió un correo electrónico que contenía únicamente una palabra. La trascribo aquí. La palabra era:

«gilipollaas»

A mí los insultos me dejan indiferente, pero la incorrección lingüística (a ustedes se lo confieso) me saca de mis casillas.

Así es me vi en la necesidad imperiosa de explicarle a mi insultante anónimo que tal palabra no lleva dos aes en la última sílaba, sino una sola:

«gilipollas»

Es más, como es una única palabra la que escribe, se entiende que es principio de frase, por lo que debería ir con mayúscula. La forma correcta —le dije— sería:

«Gilipollas»

No sólo eso, sino que era un vocativo con el que me increpaba. Por ello, su correcta puntuación exigía signos de admiración. Véase:

«¡Gilipollas!»

Para el correcto uso y escritura de términos despectivos y vejatorios, le aconsejé al anónimo la consulta del Diccionario secreto, de Camilo José Cela. Son dos volúmenes y está publicado, creo, en Alfaguara.

Pero el asunto no acabó ahí, porque el insultador anónimo me atacó de nuevo a vuelta de correo. Yo había intentado devolver bien por mal, procurando que mejorara su castellano, pero todo había sido en vano.

No le valieron mis explicaciones. Creyendo corregir su manera de insultarme, cometió dos nuevos fallos. Porque me escribió:

«Pues bien, ¡Gilipollas!.»

Pero en esta nueva versión la palabra «gilipollas» no es inicio de frase, por lo que no debía llevar mayúscula.

Además, al cerrar admiraciones no se ha de poner punto.

Resumiendo, señores: que de donde no hay no se puede sacar.

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