Lady Godiva

 

Una persona curiosa

fue esta condesa de Ingla-

terra —alabada en las crónicas

y glosada en mil poesías—

a la que el mundo recuerda

como una mujer guapísima,

pero que en la realidad

no era ninguna Afrodita,

sino, más bien, lo contrario:

un adefesio, una birria.

Sin embargo, no se puede

negar que anduvo muy lista,

pues logró ser recordada

como una belleza mítica.

¿Cómo pudo hacerlo? Atiendan,

no se pierdan ni una sílaba

y les contaré la historia

real de Lady Godiva

de Coventry, una señora

la mar de exhibicionista.

 

Fue allá por el siglo XI,

según cuentan los cronistas;

pasó en Coventry, un condado

que está un poco más arriba

del otro que hay más al sur

y abajo del que está encima.

Leofric, el conde de Chester,

era un tremendo roñica

y subía los impuestos

cada tres o cuatro días.

La plebe estaba hasta más

allá de la coronilla

y a punto de rebelarse

contra tanta tiranía.

 

La condesa pidió al conde

que, olvidando su avaricia,

rebajara los impuestos;

y el conde (que o era un bromista

consumado o a su esposa

le tenía mucha tirria)

fue y accedió... siempre y cuando

ella fuera a la campiña

cabalgando en un caballo

y sin llevar nada encima.

Godiva aceptó la condi-

ción de salir sin camisa

(que era su sueño secreto

ya desde que era una niña)

y, cual reguero de pólvora,

se propagó la noticia,

porque por estos asuntos

toda la gente se pirra,

que es parte de la natura-

leza humana ser cotilla.

 

Comenzaron a cruzarse

apuestas, por si tenía

todas sus cosas bien puestas

o más o menos caídas,

si era del tipo matrona

o, por el contrario, lisa.

Las comadres afirmaron

que era una exhibicionista

e impúdica lagartona

que estaba un tanto salida.

Los varones se quedaron

todos a la expectativa

para comprobar sus di-

mensiones y sus medidas

y acudieron de muy lejos

para contemplar sus chichas.

 

Ya saben que la interfecta

era más fea que la Hidra;

no era esbelta, sino gorda;

con su poquito de giba;

la piel de un tono enfermizo,

cual si tuviera ictericia;

muslos fofos, pies muy grandes

y mucha grasa en la tripa.

Pero ella había hecho un

máster en psicología

y dedujo (con razón)

que se la recordaría

guapa, por salir desnuda,

y así quedaría descrita,

pues estas gestas se prestan

a añadirles fantasía

y, tras pasar varios siglos,

todos creerían la engañifa.

 

Dicen que cuando la lady

se montó —a pelo y sin silla

al jaco— nadie miró;

y que, además, ella iba

muy tapada por su largo

cabello, ¡pero es mentira,

señores!; se le veía

todo, de los pies al cráneo,

incluso la campanilla,

que iba con la boca abierta

(aunque luego cogió anginas).

Y en cuanto a que no miraron,

es una trola cochina:

la vio todo el mundo; es más:

la población masculina

tuvo, de tanto mirarla,

esguinces en las retinas.

 

El conde hubo de ceder

(aunque no le hizo ni pizca

de gracia bajar impuestos)

y soportó la rechifla

que se armó con el asunto,

siendo así la comidilla

como esposo que accedió

a prestarse a tan ridícula

apuesta. La población

quedó, en cambio, contentísima

y lady Godiva fue

desde entonces muy querida

(y logró fama de hermosa,

que era lo que pretendía,

aunque, al no haberse inventado,

no fue portada en revistas).

 

Lo malo fue que, a resultas

de su picaresca gira,

cogió un dolor desde el cuello

y hasta ya la rabadilla

tremendo, como si hubiera

trabajado en la vendimia,

y por haberse paseado

por su condado corita,

a las dos o tres semanas

murió de una pulmonía.

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