Iván IV de Rusia

 


Para contar la historia de Iván «el Terrible» y decidir si merecía o no un lugar de honor en un libro de locos como es debido quisimos acudir a las fuentes más fidedignas y nos dimos cuenta de que tal cosa no existe en absoluto ni ha existido nunca. Los historiadores son unos mentirosos de tomo y lomo que cuentan lo que quieren.

Así es que para obtener detalles de aquel zar no nos quedó otro recurso que recurrir a la única herramienta válida que existe para conocer la historia.

Tal herramienta es el espiritismo.

Efectivamente: armados de una grabadora y de un medium de confianza, convocamos al espíritu desencarnado de Iván para que él mismo nos refiriese los episodios que en su vida fueron más salientes, sin contar su nariz. He aquí la transcripción de sus declaraciones póstumas. Como dicen en la radio, no nos hacemos responsables de la fidelidad de dicha transcripción debido a la mala calidad del sonido.

«Yo nací en Kolómenskoye en 1530. Cuando sólo era un infante tierno como un filete caro, los despreciables clanes boyardos, que se disputaban el poder, asesinaron a mi madre con unos polvorones envenenados con plomo y mercurio, y me recluyeron en el palacio del Kremlin, donde viví varios años como un mendigo sin esquina. Muchas veces, para saciar el hambre, tuve que comerme un trozo de mi túnica, hecha de tela de saco, con lo que cuanta más hambre tenía, más frío pasaba. Juré por San Polistio, San Ufronio y otro santo más que no menciono porque su nombre es muy complicado de pronunciar, que llegaría el día en que me vengaría de los malvados clanes de los Shuiski y los Belski, mis despiadados captores.

»Cuando cumplí los trece años, un grupo de leales me restituyó en el trono. Mi primera medida como zar fue mandar que me sirvieran de inmediato un plato de croquetas. Mi segunda orden fue hacer capturar al príncipe Andréi Shuiski y arrojarlo a los perros para que lo devoraran. Pero debió de resultarles muy correosa la carne de aquel infame, porque después de matarlo a dentelladas en el cuello, los animalitos apenas dieron dos o tres bocados al cadáver antes de abandonarlo.

»El obispo Makarios de Moscú, que era amigo de la familia y solía venir muy frecuentemente a palacio para bañarse en la piscina, me quiso ayudar a afianzarme en el trono y se inventó la película de que yo provenía del linaje de los césares romanos, por lo que se me llamo ‘zar’, que no es sino la misma palabra latina ‘caesar’ pronunciada por un analfabeto.

»El título completo que ostenté fue el de «Zar de todas las Rusias». Claro que Rusia no había más que una, pero nunca está de más ser optimista y en el caso de descubrirse alguna otra, así la tendría ya incluida en mi patrimonio.

»Me casé con Anastasia Románovna, a quien amé mucho a causa de un lunar que tenía muy bien colocado en una parte de su cuerpo que no sería honesto especificar. Si no mencionamos que durante aquellos años desfloré a más de mil vírgenes, puede decirse que siempre le fui fiel a Anastasia y su muerte me provocó un gran dolor.

»Hice cosas muy útiles para mi país. Organicé el primer ejército permanente, de unos 3.000 soldados, aunque no les asigné sueldo alguno, pues aquella labor la dejé pendiente para que la llevaran a cabo mis sucesores, ya que no era cosa de hacerlo todo yo.

»Di gran impulso a los artistas y a los poetas, entendiéndose por lo de darles impulso que les hice sacar a empujones del reino, con lo que Rusia se vio libre de un montón de vagos que pretendían vivir sin apenas trabajar.

»Mandé revisar el código legal, que para entonces era un batiburrillo que no se entendía ni jota.

»Estuve a punto de casarme con la reina Isabel I de Inglaterra, una unión que convenía a ambos reinos. A tal efecto mandé que me pintaran un retrato y se lo enviaran. Luego supe que la soberana inglesa, al verlo, había desarrollado un asco tal por el género masculino que había tomado la decisión de no contraer matrimonio jamás.

»Para acabar con la dominación tártara a lo largo del Volga hube de conquistar los khanatos, habitados por tártaros, churases, maríes, mordvinos, udmurtos e incluso algunos murcianos llegados de lejos. Prometí perdonarles la vida a los khanes tártaros a cambio de la receta de su famosa salsa. Pero cuando la probé, no me gustó nada, por lo que cambié de parecer y los hice descuartizar a todos.

»Invadí Kazán y pasé a cuchillo a todos sus habitantes masculinos (yo personalmente no, pues habría sido muy fatigoso; ordené a mis soldados que lo hicieran por mí). Mi intención era perdonar la vida a las mujeres. Y así lo hubiera hecho de haberse ellas quedado calladas. Pero los alaridos de dolor de aquellas viudas eran tan molestos y me produjeron tal dolor de cabeza que tuve que hacer matar a todas también para tener un poco de tranquilidad.

»Tras la conquista de Kazán, repoblé la zona con rusos, echando a patadas a la población musulmana. Con motivo de aquello, el patriarca de Constantinopla me mandó una postal en la que decía que me nombraba literalmente «zar y soberano ortodoxo de toda la comunidad cristiana desde el este al oeste, hasta caerse en el océano».

»Mis conquistas fueron celebradas en canciones y baladas, por las que se recompensaba con largueza a los compositores cuando lograban cantar acertadamente mis glorias y se les cortaba una mano o dos si los versos resultaban ripiosos.

»En 1560 los boyardos envenenaron a mi esposa con plomo y mercurio nuevamente, porque cuando le coges gusto a una cosa es muy difícil ponerte límites. Creí volverme loco y muchos de mis contemporáneos afirmaron que, efectivamente, me había vuelto. Reconozco que a raíz de este suceso me hice un poco autoritario. En cuanto a lo que se dijo acerca de mi manía religiosa fue una exageración, pues nueve horas de rezos diarios a San Andréi, patrón de la santa Rusia, no me parecen demasiadas, ni mucho menos.

»La desgracia no dejaba de perseguirme, ya que poco después del fallecimiento de mi amada Anastasia, murió también el obispo Makarios, mi amigo y consejero, y el único que me daba los masajes de pies como a mí me gustaban. Su sucesor, el obispo Afanasio, no sabía hacerlo y me apretaba demasiado.

»Los nobles empezaron entonces a ponerse un tanto pesaditos y a pedirme que abdicara. Hube de crear una guardia personal, los llamados opríchnik, unos tíos como armarios que manejaban el sable a las mil maravillas. El único problema con ellos era que bebían como cosacos, lo que no era de extrañar porque, en efecto, eran cosacos. Teniendo diez o doce de ellos alrededor a todas horas me sentía seguro y ningún asesino se atrevió a atentar contra mi vida. El inconveniente de estar en todo momento tan protegido por mi guardia era que casi todos los opríchniks roncaban y se movían mucho en la cama, lo que me impedía dormir con comodidad.

»En 1570 la población de Nóvgorod se sublevó contra mí. Mandé a mis opríchniks a darles una lección y he de reconocer que se excedieron un poco, pues mataron a unos 60.000 habitantes, cuando yo sólo quería que mataran a 15.000 ó 20.000, todo lo más. Pero no pasó nada. Le echamos la culpa de las muertes a la peste y todo quedó allí.

»Se dijeron muchas cosas malas de mí: que si yo era un psicópata, que si hice asesinar a todos mis primos (no a todos), que contaba con los dedos y muchos otros infundios, pero casi nada de ello era verdad (salvo lo de mis primos), sino propaganda de mis enemigos polacos, que crearon una leyenda negra contra mí, por lo que la historia me conoce como Iván «el Terrible» en lugar de Iván «el Estupendo», que era lo que yo pretendía.

»Es cierto que maté a mi único hijo primogénito, el zarévich Iván, golpeándole repetidas veces con un bastón. No es algo de lo que me sienta orgulloso. Pero es que el niño me sacó de quicio, metiéndose el dedo en las narices, pese a las muchas veces que se lo había prohibido.

»Mi último logro militar fue la conquista de Siberia, un amplísimo territorio. La verdad es que me resultó fácil. No tuve que combatir contra nadie porque allí no había nadie. La cosa consistió básicamente en ir hasta allí y quedarse. En aquellas estepas no crecía nada, pero como prisión para revoltosos resultó muy útil durante muchos siglos e imagino que lo seguirá siendo.

»Me morí en 1584. Todos pensaron en que los boyardos me habían envenenado con plomo, por seguir la tradición, pero esta vez no fue así. Mi óbito se debió a una indigestión de boquerones, que me gustaban mucho.

»Mis exequias tuvieron lugar en la catedral de San Miguel Arcángel. Por cierto, como es la costumbre ortodoxa, se expuso mi cuerpo en un féretro abierto durante tres días, en los que me quedé tieso. Los vivos imaginan que los muertos no tenemos frío, pero es una suposición errónea. Si no lo saben con certeza, que nos lo pregunten.

»Incluso hasta aquí, el otro mundo, ha llegado el rumor de que hay un movimiento patriótico que quiere otorgarme la santidad, aunque la Iglesia ortodoxa rusa se ha manifestado en contra. Estaría feo que yo, como parte interesada, manifestara mi opinión al respecto en público, pero aquí, en confianza, diré que otros muchos han subido a los altares con menos méritos que yo.»

Aquí acabó el espíritu del zar Iván la relación de su vida y sus hazañas, que nos ha sido muy útil a la hora de diagnosticarle. Le dimos las gracias por su amabilidad y nos despedimos de él cordialmente, no sin antes preguntarle por los próximos caballos ganadores de derbies, los números que iban a salir premiados en los siguientes sorteos de la lotería del Niño y otros datos parecidos, porque los fantasmas saben mucho y no es cosa de dejar pasar las oportunidades de prosperar en esta vida.


 

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