El arte de pergeñar

 

 

Aquí confieso cosas que otros escritores no confiesan.

Escribir bien es muy difícil. Escribir, simplemente, como lo hago yo, no es nada complicado. Basta con poner una palabra detrás de otra. Yo tengo facilidad para ello: no me atasco, el papel en blanco no me asusta. Nada hay que me dé tanta risa como esa imagen cinematográfica del escritor, detenido ante la máquina de escribir sin saber qué poner, o tirando arrugadas bolas de papel en blanco a un rincón de la habitación, dejándola hecha un asco.

Yo no plagio. Las heterodoxas variedades literarias que empleo son fruto de mi imaginación y de la combinatoria. Cuando no se me ocurran más cosas tendré que tomar ideas prestadas, pero eso, por fortuna, aún no me ha sucedido.

Escribo a mano y luego lo copio en el ordenador. Se me hace muy cuesta arriba corregir. Sí presumiré de que la primera redacción de cualquier cosa me sale —tras años de práctica— bastante correcta en cuanto a gramática, ortografía, puntuación y demás.

He realizado bastantes trabajos de investigación y esto, creo, ha dotado de cierto orden a mi mente. Los artículos, los ensayos los redacto tras haber preparado, ordenado y clasificado un montón de fichas. Luego lo que digo será estúpido, pero nunca está desordenado; siempre mantiene una estructura coherente y lógica, no digo varias veces lo mismo, no me dejo nada sin decir, etcétera. Con los escritos de ficción pasa igual. Podrá faltarme el ingenio, la chispa, la originalidad o la gracia, pero mis escritos en prosa están bien estructurados, mis versos respetan las reglas, las comas están en su sitio, etcétera otra vez.

Mantengo mi mente alerta a temas e ideas. Escucho con atención las conversaciones donde pueden saltar afirmaciones originales y no me desprendo de un libro, un folleto, un anuncio, un papel cualquiera sin explorar antes sus posibilidades cómicas.

Voy por el mundo provisto de un cuadernillo donde apunto lo que se me ocurre. Puedo asegurar a que todo el mundo se le vienen a la cabeza muchas ideas originales al cabo del día. Pero, si no se apuntan de inmediato, la inmensa mayoría de estos gérmenes literarios se olvida.

Hay días que escribo mucho y otros, nada en absoluto, dependiendo del tiempo que me dejan libre mis otras ocupaciones. No tengo preferencias ni problemas en cuanto al horario o lugar de escritura.

No publico todo lo que escribo, ¡qué más quisiera yo! A veces hago cosas tan malas que me daría vergüenza que nadie las viera. Sirven como ejercicio y quizá de base para escritos futuros. Pero son también cosa necesaria, para ayudar a superarte y no perder el sentido crítico. A veces me arrepiento de haber roto y tirado cientos de cosas que me acabaron pareciendo muy malas. Creo que daría algo importante por recuperarlas, pues siempre se podrían rescribir a la luz de la experiencia.

Procuro siempre lograr la variedad, aunque inevitablemente me repita. Yo soy bastante cuadrado de mente. Por ello, si escribo un día la historia cómica de Roma —es un decir— automáticamente contemplo la posibilidad futura de escribir la historia cómica de Asiria, de Babilonia y de todos los imperios habidos y por haber.

Intento evitar la actualidad. No quiero que me pase como a Aristófanes, cuyas comedias lees y te dices: «Esta sátira en su día sería graciosísima, pero yo no me entero de contra quién iba dirigida ni por qué».

A veces puede parecer que respeto pocas cosas o personas, a juzgar por lo que me burlo de ellas. Esto no es así, pero la parodia y la admiración son perfectamente compatibles. Me puedo chunguear de las películas de Kubrick, que me parecen todas excepcionales. Por eso mismo, las he visto muchas veces y las conozco lo suficientemente bien como para parodiarlas con cariño. El desprecio es para aquellas cosas que no recuerdas, de puro vacías.

Siguiendo a Lope, escribo muchas cosas empezando por el final, para lograr la gradación precisa, esencial en las obras de ficción.

 No muestro mis escritos a nadie de antemano, ni pregunto opiniones. Es triste, pero cuando lo he hecho no he conseguido nada útil. Puedes someter una novela al juicio de tus amigos y te dirán que sí, que les ha gustado, pero no saben por qué. Ante la pregunta de qué cambiar o cómo mejorar, no te saben decir. Y si la entregas a un especialista, probablemente te sugerirá algún cambio con el que no estarás de acuerdo en absoluto. La literatura es algo personal y todos debemos tener nuestro estilo propio y responsabilizarnos de nuestros errores y fracasos.

Opino firmemente que el secreto de la escritura está en leer cosas buenas, no cualquier cosa. En el aspecto técnico, las ayudas —diccionarios temáticos, concordancias y demás parafernalia— son mucho más útiles de lo que pudiera parecer.

Finalmente, escribo como lo hago, porque no sé hacerlo de otro modo mejor.

 

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