A los que me conocen no se
les oculta que yo sufro desde antiguo un trastorno psico-filológico conocido
como SPAI (Síndrome de la Poemadicción Aguda e Incontinente), lo que me impele
a escribir a todas horas romances sobre gran cantidad de estupideces. No lo
puedo remediar. Voy, por ejemplo, en el metro o en autobús y me descubro a mí
mismo buscando rimas y diciendo en voz baja: «trucha», «mucha», «achucha»,
«escucha», «babucha», «casucha», «lucha», «hucha» o cosas por el estilo.
Así es que un día comencé un
romance sobre Calvino, para tomarle un poco el pelo a sus seguidores. Comenzaba
así:
Ésta es la historia, señores,
del pícaro Juan Calvino,
nacido en la Picardía,
de donde el nombre le vino.
Su padre era el tonelero
oficial en el cabildo
de Noyon. Su madre, Jeanne,
era retoña de un rico
hostelero de Cambrai.
Ambos tuvieron seis hijos,
mas como tres se murieron,
sólo les quedaron cinco,
porque no sabían restar,
por no hablar de logaritmos. [...]
Pero luego pensé: ¿merece
este señor que se escriba sobre él en tono entre simpático y lúdico? ¿O, por el
contrario, a lo que se hizo acreedor en vida fue a un trancazo bien fuerte en
el occipucio y, ya muerto, a escupitajo simbólico? Dicho de otra manera: ¿cómo
tratar a aquellos que, históricamente, han sido responsables de innumerables
muertes?
El problema es de aúpa, pues
se tendría necesariamente que incluir en esta categoría de matadores a un buen
número de reyes (prácticamente a todos) y a mucha más gente.
Volviendo a Calvino, él fue
quien se cargó a Miguel Servet. Y Servet fue orgullo de los maños y un
científico tremendamente benefactor de la Humanidad, con mayúscula. Descubrió
la circulación pulmonar de la sangre. Este avance posibilitó las transfusiones
que, a su vez, facilitaron las intervenciones quirúrgicas. O sea, que su
descubrimiento fue crucial para que siglos después se pudieran salvar todos los
millones de vidas que se han salvado mediante operaciones de una u otra índole.
Pero como Servet disintió
con Calvino sobre si la Trinidad era un poco más así o un poco más asá, Calvino
le prendió fuego alegremente.
Este ejemplo me conduce a
dividir maniqueamente al género humano en dos únicas categorías morales
definitivas e inapelables: la gente decente y la otra.
En la primera categoría
incluyo a los que han hecho cosas (científicas o artísticas) para mejorar o
embellecer la existencia de sus semejantes y también a todos aquellos que no
han hecho nada muy destacado en esos campos pero que tampoco han perjudicado a
nadie, sino que se han limitado a vivir su vida y no interferir en la de los
demás.
En la segunda categoría, en
la que escupo, caen todos aquellos que han contribuido a matar a algún
semejante, directa o indirectamente, con su tiro, con su firma, con su
aquiescencia.
Y, cuando digo todos, digo
todos.
Porque, como muy bien
enunció Perogrullo y, más tarde, los filósofos Ortega y Gasset, «lo más
importante de la vida, es la vida».
Con lo que aquí no hay
salvedades. No vale decir: «maté porque eran malos», «maté porque se lo
merecían», «maté porque me atacaron o me invadieron», «maté por un ideal, para
defender esto o aquello». Todas esas razones son falaces, asquerosas y yo,
sobre ellas, escupo.
(Esperen: que voy a beber agua y vuelvo, porque como tenga que escupir
otra vez sobre algo o alguien, no voy a poder hacerlo.) ¡Glub, glub, glub! (Ya está.)
«Malo» es un concepto
subjetivo. Nadie tiene derecho a decidir que alguien «merece» morir. Ante el
ataque, la única opción ética es escapar; matar para defender un palmo de
tierra es el colmo de la avaricia. No hay ideal religioso, político o lo que
sea que justifique la muerte del prójimo.
Luego no hay muertes
justificables.
A primera vista parece que
tenemos un problema gordo. Churchill caería en el mismo saco que Hitler. Y yo a
eso me digo: ¿y por qué no? Ambos mandaron matar a otros para mantener las
cosas como ellos querían que estuvieran. Mataron para seguir mandando. Mataron
para seguir mangoneando el mundo. Se dirá que unos más y otros menos, se dirá
que unos con más crueldad y otros con más cariño. Pero esto son sutilezas para
un segundo plano de interpretación.
Y como casi todos los
gobernantes que en el mundo han sido se han metido en guerras, han mandado
ahorcar a los rateros, etc., pues tenemos una lista kilométrica de asesinos
indeseables, desde Alejandro Magno a George W. Bush, pasando por todos los
demás, incluido don Jaime I el Conquistador, que nos puede caer simpático, pero
que era igual de asesino que los demás.
Visto lo visto, os exhorto,
queridos amigos y vecinos, a que contempléis la historia antigua y moderna en
su justa perspectiva y os abstengáis en el futuro de cualquier homenaje,
recuerdo cariñoso, donativo para estatua en paseo público y, en general,
cualquier referencia elogiosa a toda esa panda de asesinos que nos han
precedido, que nos dan mala fama y nos hacen avergonzarnos a todos aquellos que
no hemos matado a nadie ni para defender ninguna bandera ni por cobrar ningún
sueldo de ningún gobierno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario