Relataré en este verso
la historia del Ramayana,
una epopeya muy
gorda
escrita en hojas
de palma,
tan famosa allá
en su tierra
como en Europa
la Ilíada,
que se debe
conocer
para presumir de
vasta
cultura, por más
que el libro
tiene tal montón
de páginas
que, al verlas,
flaquean las fuerzas
y se te quitan
las ganas.
Pues el asunto
comienza
con que el buen
rey Dasharatha
—hijo de otro
rey famoso
que no sé cómo
se llama,
nieto de quien
no recuerdo
y bisnieto de un
monarca
muy conocido en
su época,
cuyo nombre se
me escapa—
se marcha al
monte a cazar
montado en una
caballa
(ustedes
perdonarán
esta incoherente
palabra,
pero ‘caballo’
no rima
y me chafa la
asonancia.)
Como fuere; pues
cree ver
un ciervo en la
lontananza
y le dispara
flechazos
hasta que estira
la pata.
Pero resulta que
el ciervo
aquel no es
ciervo ni nada,
—pues Dasharatha
es miope
y no ve bien lo
que caza—:
es un muchacho
que vive
en una astrosa
cabaña
con sus padres,
que son viejos
y están hechos
una lástima.
Los ancianos le
maldicen:
«¡Malvado! ¡Feo!
¡Canalla!
¡Te maldecimos
con que
sufras herpes y
almorranas
y pierdas
también a un hijo
en trágicas
circunstancias!»
El rey se asusta
al principio,
pero luego dice:
«¡Anda!
Yo no tengo
ningún hijo.
La maldición no
me espanta.»
Y se vuelve a su
palacio
antes que le den
las tantas.
¿Y la maldición,
dirán
ustedes? ¿Se
cumple? ¿Pasa
lo que se ha
apuntado? Pues,
de momento, se
retrasa.
En rey, en
cuestión, se muere
tras unos años,
encarna
de nuevo y la
maldición
en otra vida le
aguarda,
porque
Dasharatha —el pobre—
diversas veces
se casa
y la que es
segunda esposa
—una arpía muy
malvada—
para que herede
su hijo
obliga al rey a
que le haga
la pirula al
primogénito,
le desherede a
mansalva
y, no contenta
con esto,
envíe al
destierro a Rama,
(que el primer
hijo del rey
es así como se
llama),
junto con su
esposa, Sita,
y su
hermanastro, Lakshmana.
Rama, obediente
a su padre,
no duda en irse
a hacer gárgaras;
coge a su esposa
y a su
hermano, que no
hace nada
de provecho, y
se destierra
una larga
temporada,
mientras que en
el reino el pueblo
llora tal montón
de lágrimas
que rebosan los
pantanos
y baja el precio
del agua
mineral. Y,
mientras tanto,
los exiliados se
instalan
en una selva muy
cuca,
toda llena de
lianas,
de arbustos y,
¿por qué no
decirlo aquí?,
de alimañas.
Allí pasan
varios años
los tres,
jugando a la taba,
hasta que un día
de agosto
se lía todo, verbigratia:
llega a la selva
un diablo
con diez cabezas
contadas
—de todas a cuál
más fea—
al que le dicen
Ravana.
Se encuentra con
la princesa
y le gusta la
chavala
(por sus curvas
muy bien puestas)
y quiere
beneficiársela.
Ni corto ni
perezoso,
coge Ravana y se
planta
ante ella. Al
ver sus bigotes,
la muchacha se
desmaya.
Ese era el plan
del demonio
quien,
velozmente, la rapta
y la lleva por
los aires
hasta su reino
de Lanka
(llamada también
Ceilán
por una burla
geográfica),
agarrándola del
moño
para que no se le
caiga.
Vuelven esposo y
cuñado
y pronto la
echan en falta
al ver, para su
disgusto,
que se han
quemado las gachas
que estaban
puestas al fuego,
lo cual resulta
una lástima.
Se preguntan
sobre el pa-
radero de la
muchacha:
«¿Qué le puede
haber pasado?»
«¿Habrá ido a
hacer la colada?»
«¿Dónde estará
mi princesa?»
«¿Quién cocinará
mañana?»
Tras un rato de suspense
y conjeturas, un
águila
llega allí y
cuenta que ha visto
al demonio
secuestrarla,
dejándola K.O.
de un golpe
y llevándola en
volandas
rumbo a esa isla
que antes
ha quedado
mencionada,
por lo que decir
su nombre
no hace ya
ninguna falta.
Resumimos, que,
si no,
este verso no se
acaba:
al ver que la
han secuestrado,
al marido le da
rabia.
Parten los dos
al rescate,
cruzan la India
en seis etapas,
llegan al mar
que hay abajo,
se dan un baño
en la playa
y solo entonces
se fijan
en que carecen
de barca
para cruzar a la
isla,
que no dominan
la braza
y menos, la
mariposa.
No importa. No
pasa nada,
pues si algo
caracteriza
a estas leyendas
indianas
es que en tales
situaciones
siempre pasan
cosas mágicas.
Un ejército de
monos
decide ayudar a
Rama.
Echan piedras en
el mar
que flotan sobre
las aguas
y así, pegando
saltitos,
llegan todos
hasta Lanka.
No quieran saber
ustedes
el follón que
allí se arma.
El príncipe reta
al malo
a una igualada
batalla
(porque si Rama
está fuerte
porque consume
espinacas,
Ravana, por no
ser menos,
va al gimnasio y
está cachas).
Durante un mes,
los rivales
se sacuden a
mansalva
y, como suele
pasar
que el criminal
nunca gana,
al final de la
contienda
saca Rama de su
aljaba
una flecha
poderosa
—que hacía
tiempo que guardaba
para un momento especial—
y la dispara a
la napia
del demonio que,
alcanzado,
se pega una
costalada,
y agoniza un
cuarto de hora
antes de estirar
la pata.
Aquí se acaba la
historia
de Sita, esposa
y cuñada,
quien, por estar
de buen ver,
metió a su
esposo en jarana
y le hizo
cruzarse toda
la India de una
sentada.
Les he evitado
que tengan
que leer cosa
tan larga,
por lo que
espero, señores,
que, al menos,
me den las gracias.
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