Estamos en Pekín, no sabemos en qué época, pero imaginamos que hace muchos siglos, porque parece que la población del reino es aún escasa.
El emperador proclama que casará a su hija Turandot únicamente con quien sepa responder a tres acertijos. Lo hace con la confianza de que ninguno lo conseguirá, que la chica quedará solterona y él se ahorrará la dote.
El catch-22 del asunto es que quien no supera la prueba es condenado a muerte. Nada más empezar la ópera nos enteramos de que el príncipe de Persia ha fracasado miserablemente y que la guardia imperial lo ejecutará al salir la luna, por lo que surgen miles y miles de chinos hasta de debajo de las piedras, pues ya se sabe cuánto le gusta al pueblo llano este tipo de espectáculos.
Llega entonces a la ciudad un cieganciano (anciano ciego: es que nos gusta mucho ahorrar espacio al escribir), acompañado por una mujer que lo guía para que no se meta en todos los charcos. Aun así, el viejo tropieza y se pega una costalada. Le ayuda a levantarse un desconocido que reconoce en el ciego a su señor padre. Entonces canta un rato para así informar al público de que el ciego es Timur, rey de los tártaros, a quien han expulsado de su reino por pelmazo y que ahora depende de la esclava Liú para cuidarle, lavarle y mendigar para alimentarle.
El levantador de ancianos es Calaf, el príncipe tártaro que, casualmente, pasaba por aquella ciudad. Le pregunta a la esclava la razón de su bondad para con el viejo y ella responde que Calaf le había sonreído una vez, cuando vivían en palacio. De esta respuesta deducimos de inmediato tres cosas: que ella es una infeliz romántica, que está enamorada del príncipe y que morirá de seguro antes de que acabe la ópera, pues eso es lo que le suele pasar a este tipo de personajes.
El verdugo imperial, Pu-Tim-Pao, aparece por allí para finiquitar al persa y también llega Turandot, a quien muchos piden clemencia para el condenado, porque es guapito y se parece a Omar Sharif en sus buenos tiempos. Turandot, sin embargo, tiene el pecho duro como el pedernal o un filete de menú de bar y ordena que la ejecución continúe, máxime cuando tanta gente se ha reunido allí para presenciarla y no es cosa de defraudarles en el último minuto.
Calaf, a quien le va la marcha, se enamora de Turandot y decide pasar la prueba de los tres dichosos acertijos. Ping, Pang y Pong, tres ministros del emperador —que, a pesar de ser ministros, son personas decentes—, aconsejan al tártaro que no lo haga. Aducen que la princesa es tan solo una mujer, con las mismas cosas que las demás mujeres, ni una más ni una menos, y que no merece la pena arriesgar por ella ni un pelo del flequillo. Al oír esto, Calaf frunce el ceño pero no ceja (queremos decir que se preocupa, pero no desiste de su empeño). Liú también le ruega que desista, pero el otro la oye como quien escucha caer el chirimiri chino.
El héroe se dirige a un gong gigante que han puesto en la plaza ex profeso para indicar que hay un nuevo candidato a la mano (y al resto del organismo) de la princesa —y que interrumpe el tráfico, armando unos atascos monumentales— y lo toca tres veces, en uno de los momentos más dramáticos de la ópera.
Allí se acaba el primer acto y los espectadores aprovechan esta clarita para salir a estirar las piernas y a desbeber.
Ping, Pang, Pong están cantarrando (cantan narrando) las situaciones extremas y desventuradas que han tenido que vivir por los caprichos de la princesa y así sabemos que ella es un bicho de mucho cuidado y no le arrendamos la ganancia al príncipe que la conquiste.
Para la ceremonia de las adivinanzas el emperador se ha puesto un traje lujoso pero cómodo, porque la cosa suele alargarse bastante. Cuando Calaf llega a su presencia (y a la de toda la corte, que ha acudido allí para chafardear), el emperador le pide que se acerque y le pregunta quién es y por qué se mete en ese fregado. Calaf insiste en permanecer de incógnito y no dice «Esta boca es mía». El emperador quiere salvarle la vida (y ahorrarse la dote, recuerden) y le susurra al oído que si él (el emperador) fuera él (Calaf), saldría corriendo de allí y no pararía hasta llegar a cualquier país de la antigua Yugoeslavia, por lo menos. Le revela al pretendiente que a una de sus antepasadas la violó un extranjero y que Turandot, rebosante de conciencia de género, está tomando venganza en los forasteros. Pero al tártaro le da igual e insiste en que le hagan las preguntas.
«¿Qué es eso que tan pronto se tiene como no se tiene, que va y viene y aun así nos mantiene?» «La esperanza», responde Calaf; y la princesa tiene que reconocer, manque le pesa, que ha acertado.
El siguiente enigma es: «¿Qué es lo que se enfría si te mueres, arde si te enfadas y se escapa si te pegan un puñetazo en las narices?» Y el pretendiente exclama: «¡La sangre!» «Has acertado», admite Turandot, que ya no las tiene todas consigo y empieza a temer que va a tener que maridar a aquel patán maloliente (dato sobre Calaf que se nos había olvidado mencionar).
«¿Qué es una cosa fría que te pone caliente?» Y la princesa sonríe creyendo que el otro no conseguirá adivinar este enigma.
«¡Turandot!», responde al instante el príncipe incógnito. «Esa era fácil.»
Ella se queda de piedra pómez.
El consejo de mandarines decide que la respuesta es correcta y que Calaf pasa a la siguiente prueba (y la más difícil): casarse con la princesa.
Turandot ruega a su padre por piedad que no la obligue a ello, pero el emperador tiene que dar ejemplo respetando la ley, porque de otra manera su pueblo no le tendría ningún respeto.
La princesa se retuerce las manos de angustia y es obvio que no quiere casarse. Calaf se da cuenta y, gratuitamente —porque no hacía ninguna falta— le propone un nuevo acertijo. Se casarán si ella no adivina su nombre antes del amanecer; pero si lo hace, él morirá. Turandot acepta y nos imaginamos que todo este añadido es para darle un poco de interés al clímax de este segundo acto.
De nuevo aparecen en escena Pong, Pang y Pin (esta vez entran en distinto orden) e intentan convencer a Calaf de que abandone su empeño, ofreciéndole riquezas y mujeres (u hombres, lo que haga falta), pero el otro sigue en sus trece.
Por otro lado, los guardias han apresado a Timur y, como huele como un tártaro, imaginan que conocerá la identidad del pretendiente. Le torturan para que la revele, pero Timur opta por desmayarse de dolor, con lo que no puede decir nada. Turandot hace entonces atormentar a Liú, que tampoco descubre el nombre, sino que aprovecha un momento en que uno de sus torturadores está rascándose la espalda para arrebatarle una espada y hacerse un harakiri chino, si es que ese concepto existe. Liú le dice a la princesa en su agonía que sí sabía el nombre del extranjero misterioso pero que no le ha dado la gana de decírselo y que todo lo ha hecho por amor. Luego se muere, como ya hemos advertido antes que acabaría por suceder.
El príncipe se enfrenta a la princesa, recriminándole su frialdad por derramar sangre inocente, y tienen una larga conversación musical (o, al menos, a nosotros se nos hace muy larga). Eventualmente, Calaf consigue besar a la princesa y parece ser que a ella le gusta. Él, en medio del morreo, le descubre su nombre.
Hay un cuadro más, en el que Turandot, ante todos los presentes, reconoce haber perdido la apuesta, porque el único nombre que le puede dar al extranjero es Amor, de lo que se alegran todos los personajes. Con esta cursilada acaba la función, de lo que se alegran todos los espectadores.
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