El capitán Daland tiene un barco mercante con el que vuelve a su casa, en algún sitio de Noruega. Y tiene más cosas: una hermosa hija, una verruga en la nariz y una suerte pésima, porque una tormenta no perfecta pero casi le obliga a buscar un puerto en el que refugiarse para no hacer esa cosa que hacen a veces los barcos y que ahora no nos acordamos de cómo se llama. A ver... Lo tenemos en la punta de la lengua. ¡Qué rabia! ¡Vaya memoria la nuestra! ¡Ah, sí! Ya lo hemos recordado: zozobrar.
Como fuere, el capitán deja al timonel de guardia, para que se empape bajo la gélida lluvia, y él y los marineros se van al camarote y a la bodega, respectivamente, a dormir. El timonel hace el paripé de vigilar durante un rato y luego él también se lanza a los brazos de Morfeo.
Entonces, como salido de la nada (lo que es incorrecto, porque tuvo que salir de algún sitio), aparece un buque fantasmagórico con las velas rojas de color de sangre y con el casco pintado del fucsia más hortera que ustedes se puedan imaginar. Fantasmales garfios de abordaje enganchan los dos barcos, fantasmales manos mueven las velas y por una fantasmal escala de fantasmales cuerdas sube un ser (fantasmal, en efecto: ¡lo han adivinado!).
Es un hombre pálido; por sus barbas negras sabemos que es holandés y las patillas nos indican que es errante. Canta un aria en que revela que le persigue una maldición, porque una vez invocó a Satanás y le pilló durmiendo la siesta, por lo que el diablo, en vez de agradecer la aparición de un nuevo devoto, le condenó a navegar sin reposo y sin cambiarse nunca de calcetines. Solo una vez cada siete años tiene una oportunidad de redimirse, si consigue engatusar a alguna moza para que le ame con un amor puro. Hasta el momento, esto no ha sucedido.
Como el paisbajeño está solo, no sabemos a quién le canta sus penas, pero su vozarrón despierta al capitán. Ambos charlan de fútbol y del gobierno, y Daland le revela que tiene una hija (esto ya lo sabíamos nosotros) que se llama Senta (esto aún no lo sabíamos). El fantasma le pide su mano a Daland (la de la chica, no la suya, aunque puede que Daland hubiera aceptado lo primero, pues el holandés se ha ofrecido a regalarles a cambio un cofre con tesoro).
Ya de acuerdo, capitán y fantasma se las apañan para que sople un viento sur y ambos buques se dirigen hacia el hogar de Daland, sito en un pueblo que no sabemos cuál es porque Wagner no se acordó de decírnoslo.
En casa del capitán, Senta hila con unas amigas que son más feas que ella (para algo es la protagonista). Y resulta que la muchacha está fascinada con la leyenda del holandés errante y canta un aria contando lo mismo que ya había contado el otro, solo que en una tonalidad distinta. Como tiene un alma romántica, se ha propuesto amar con amor puro a cualquier holandés con el que se tope —por si es el de la historia— y así liberarle de la maldición.
Pero entonces aparece por allí —inoportuno como él solo— Erik, un ex de Senta, y le revela que ha tenido un sueño horrible y premonitorio en el que un extranjero misterioso se llevaba a la joven al mar. Senta le recomienda que no cene tanto, para no tener pesadillas. Erik se marcha desesperado y no vuelve a salir en la ópera, por lo que no hace falta que le recuerden.
Al poco, llegan Daland y el holandés. Fantasma y muchacha se miran y quedan como tontos, lo cual es una indiscutible prueba de amor. Senta jura al forastero que le será leal y parece que la obra ya no da más de sí y que se va a acabar de un momento a otro.
Pero queda un acto todavía. En el inicio, las muchachas locales les llevan comida y bebida a los marineros de Daland y beben y bailan con ellos, dejándose meter mano muchas de ellas (prácticamente todas). Para ver si en el otro barco hay alguno más guapo, suben a él para invitar a la tripulación del holandés a su juerga norueguense, pero huyen despavoridas al ver a las formas fantasmales fregando la cubierta.
Habíamos dicho que Erik no volvía a aparecer más, pero nos habíamos equivocado: sí sale, con Senta, a la que le reprocha su abandono, cuando le había jurado amor del bueno y eterno, además. Como suele ocurrir en estos casos, el holandés pasa por allí cerca y oye retazos de conversación que, descontextualizados, le dejan entender que no tiene futuro con la chica, pues ella acabará casándose con su novio de toda la vida.
El fantasma sale por pies (¿tienen pies los fantasmas o deberíamos haber empleado otra expresión?), llega a su barco y da la orden a sus marineros de izar las amarras, soltar el ancla, levar las velas o lo que diantres se diga para largarse con viento fresco (que, por aquellos mares, el viento siempre lo es).
Y ahora viene lo mejor de la ópera y lo más difícil de poner en escena. Senta coge carrerilla, pega un volantío y se arroja al agua tras su amado, dándose una tremenda panzada. En ese momento, el barco espectral desaparece y la chica y el holandés suben al cielo mientras se cantan cosas tiernas el uno al otro, jurándose amor eterno y el consabido «contigo pan y cebolla» (porque el holandés, que se sepa, no tiene ingresos).
Como para esta escena hay que meter un mar embravecido en el escenario y luego conseguir que un enorme barco desaparezca de pronto y que el barítono y la generalmente oronda soprano vuelen, no es de extrañar que esta obra se represente poco.
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