La Odisea

  


(Entrada de servicio —llamémosla así— del palacio de Ulises, en la isla de Ítaca. No se dejen deslumbrar por el nombre: es un sitio cochambroso. Es aproximadamente el año 1170 a. C., si hemos de creer las especulaciones de los historiadores. Sobre un maloliente montón de estiércol de buey amontonado contra una pared yace el fiel perro Argos, de aspecto bastante mugriento, acompañado por un gran número de pulgas. Las pulgas no hablan en esta escena. Al poco, aparece Ulises, que viene viejo y hecho un asco, bajo una túnica de mendigo. Al verle, Argos da un respingo y se pone en pie de un salto.)

 

Argos.—(Muy contento.) ¡Guau guau, guau, gurruguau, gua guau!

Ulises.—(Respondiéndole.) ¡¡Guuuuuau!! ¡Gua gua guauuuu!

(El fiel perro Argos y su amo han estado siempre tan compenetrados que se entienden a las mil maravillas en lenguaje perruno.)

Argos.—¿Guauuuu guarraguau?

Ulises.—(Contestando a su pregunta y rascándole detrás de las orejas.) ¡Guau guau guau!

Un lector enfadado.—¡Hagan ustedes el favor de hablar de manera que se comprenda algo, que nosotros los lectores no somos san Francisco de Asís, que entendía la lengua de los animalitos!

Argos.—¿Guau gua guau guarraguau? (Que quiere decir: «Amo: ¿quién es ese san Francisco del que habla este señor?»).

Ulises.—El caballero tiene razón, querido Argos. Hablemos en griego del clásico a partir de ahora para que todos puedan conocer nuestra historia.

Argos.—Okey, mackey.

Ulises.—Cojámoslo donde lo dejamos. (Abrazándole.) ¡Mi querido y fiel perro!

Argos.—¡Amo Ulises!

Ulises.—Me has reconocido.

Argos.—Hombre, está claro.

Ulises.—Pero yo he venido disfrazado de mendigo.

Argos.—Y hueles de manera muy creíble, en serio.

Ulises.—Yo no quería que nadie supiera que había regresado a mi reino y le pedí a la diosa Atenea que transformase mi aspecto para hacerme irreconocible.

Argos.—Pues ha hecho contigo una chapuza, amo. Solo te ha cambiado las narices y, por cierto, te las ha dejado mucho peor que antes. Pero, en general, pareces un vejestorio pringoso; mejor dicho, pareces Ulises, hecho un vejestorio y con ropas pringosas. Otra vez, pídele el favor a una deidad más complaciente o más eficaz que Atenea, porque sigues siendo tú.

Ulises.—No has perdido tu olfato. Sin embargo, hasta el momento, nadie más me ha reconocido. Y así tiene que seguir, pues necesito mantener el incógnito para recuperar el trono, que me figuro que no andará en buenas manos.

Argos.—¡Si yo te contara! Pero, ¡qué contento estoy de verte, amo! ¡Déjame que te lama una mano!

Ulises.—Ya me lamerás luego, ahora hemos de tener precaución!

Argos.—¡Solo un poquito! ¡He ansiado tanto que llegara este momento...!

Ulises.—Bueno, lame. (Le da la mano, que el perro lame.) Date ese gusto. Pero procura que nadie nos vea juntos, porque si alguien llega a saber que me reconoces, mi personalidad de mendigo y todos mis planes se irán al traste.

Argos.—Efectivamente: no debe verte nadie bajo ningún concepto.

(Aparece por allí Hemorrodo, un esclavo.)

Hemorrodo.—¡Por Zeus y todos los dioses que viven a su costa! ¡Mira tú a quién se ve por aquí! Argos lleva diez años sin mover ni la cola y ahora le está lamiendo la mano a este extranjero, por lo que este mendigo tiene a la fuerza que ser Ulises, el antiguo rey.

Ulises.—¿Antiguo rey? ¿Es que hay un rey más nuevo?

Hemorrodo.—(Gritando en todas direcciones.) ¡Amigos, venid! ¡Ulises ha regresado de la guerra de Troya y aquí tampoco van a faltar las bofetadas! ¡Venid, no os lo perdáis!

Ulises.—(A Argos.) ¡Mira la que has armado con tus lametones! Este cretino me ha reconocido y ahora voy a tener que matarlo! (Saca un cuchillo.)

Hemorrodo.—¡Ulises ha vuelto, bajo un disfraz ridículo! (Ulises le corta el cuello.) ¡Venid a ...aaaag! (Muere.)

Argos.—¡Lo siento, amo!

Ulises.—No ha sido culpa tuya. Y es una pena, porque este esclavo creo recordar que trabajaba bien. ¿Cómo se llamaba? ¿Hipermetropio? ¿Halitosio?

Argos.—Hemorrodo.

Ulises.—Sí, yo recordaba que tenía nombre de algo molesto. En fin, ahora que parece que estamos solos, cuéntame con todo detalle lo que ha pasado aquí en mis veinte años de ausencia.

Argos.—¡Veinte años ya! ¡Quién lo iba a decir!

Ulises.—En efecto. Es una barbaridad de tiempo. Y, a propósito, dímelo tú que lo sabrás mejor: ¿cuántos años viven los perros?

(Argos pone cara de circunstancias.)

Argos.—Pues... trece o catorce, con suerte.

Ulises.—Y tú tenías ya tres o cuatro, cuando me marché, si no recuerdo mal.

Argos.—(Apabullado por la idea.) No recuerdas mal.

Ulises.—Ya eras un perro adulto y habías tenido tus aventurillas con aquella galga tan pizpireta, ¿eh, pillín?

Argos.—(Recordando con pena.) Sí: era muy pizpireta.

Ulises.—(Volviendo a la cuenta.) O sea, que andarás por los veinticuatro.

Argos.—Y aun por los veintiséis, amo.

Ulises.—Razón de más para darse prisa.

Argos.—Pues te lo contare, aunque, bien pensado, no sé si me va a dar tiempo.

Ulises.—Cuéntamelo telegráficamente.

Argos.—Paris raptó Helena. Tú fuiste Troya. Luchaste diez años. Hiciste caballo madera. Emprendiste regreso. Eolo, dios vientos, cabreose contigo. Tu nave derivó. Retrasaste una década.

Ulises.—Tienes talento para la síntesis. Y contéstame ahora a una pregunta que me ha venido carcomiendo todos estos años: ¿qué pasó aquí en Ítaca durante mi ausencia? Y no me refiero a qué tal se dieron las cosechas. Mi idolatrada esposa Penélope ¿me fue leal o se olvidó de mí y mancilló mi tálamo con esa cosa asquerosa con la que se suelen mancillar los tálamos?

Argos.—¿Eso es lo que quieres saber?

Ulises.—Más que nada en el mundo. Nunca he estado tan impaciente por oír una respuesta. Habla.

Argos.—Yo es que no hablo, amo.

Ulises.—Claro. Ladra, quiero decir, pero ¡date prisa!

Argos.—Pues has de saber que Penélope...

(Les interrumpe la llegada de dos soldados.)

Soldado 1º.—¡Un forastero!

Soldado 2º.—Sepamos quién es.

Ulises.—(Aparte.) Nada: que me quedo sin enterarme de lo que más me importa.

Soldado 1º.—(A Ulises.) ¿Quién eres?

Ulises.—Un mendigo, nada más. ¿Qué pasa?

Soldado 2º.—(Amenazador.) ¿Te nos pones chulo?

Ulises.—(Recogiendo velas.) ... que pasa de paso por aquí.

Soldado.—¿Adónde te diriges?

Ulises.—(Sin saber que decir.) Esto... a Olimpia. Voy a ver a unos parientes.

Soldado 2º.—Pues te queda un cacho de camino. Y tendrás que coger un barco.

Ulises.—¿Un barco?

Soldado 1º.—¿Para ir a Olimpia? Claro está. ¿No sabías que Ítaca es una isla?

Ulises.—¿De veras? Sí, algo había oído, pero nunca suelo hacer caso de las habladurías de la gente.

Soldado 1º.—Bueno, cada uno es libre de recorrer el mundo como quiera y por donde quiera.

Soldado 2º.—(Por Hemorrodo.) ¿Y este cadáver?

Ulises.—(Disimulando.) ¿Qué cadáver?

Soldado 2º.—Este que estás pisando y que te ha empapado de sangre la sandalia.

Ulises.—¡Ah, este! Siento deciros que tuve que matarlo. No era mi intención en un principio, pero... Bueno, es una historia muy larga y bastante tediosa: seguro que no querréis perder el tiempo escuchándola.

(Los soldados se miran el uno al otro.)

Soldado 1º.—Realmente no nos interesa. Los griegos somos un pueblo muy amante de la filosofía y creemos que todo efecto tiene una causa. Si le mataste, es obvio que tendrías tus razones para ello. Le arrinconaremos aquí, junto a este montón de estiércol (lo hacen) y seguiremos con nuestra ronda. Tú puedes mendigar todo lo que quieras en la ciudad. No está prohibido. Lo estuvo antaño, en tiempos del rey Ulises, pero no era práctico tener las cárceles llenas todo el tiempo, así es que la ley se derogó.

Ulises.—¡Sabia decisión! ¡Que los dioses os acompañen!

(Los soldados inician el mutis y luego se detienen.)

Soldado 2º.—Por cierto, y ya que hemos hablado del rey Ulises, ¿sabes que te le pareces mucho?

Ulises.—¿Yoooooo?

Soldado 1º.—Sí, tú; más viejo, pero con su misma cara.

Ulises.—Yo solo soy un mendigo asqueroso e indigno.

Soldado 2º.—(Sacando una moneda y contemplándola.) El parecido es innegable. (A su compañero.) ¡Mira, mira! ¡Es clavadito a él!

Soldado 1º.—¡Es cierto, por Apolo Musageta!

Ulises.—Seguro que, si me miráis bien, observaréis que mis narices son distintas.

Soldado 1º.—(Muy serio.) Yo juraría que eres tú. (Queda hablando aparte con su compañero.)

Argos.—(Aparte, a Ulises.) ¿Qué hacemos ahora? Te han reconocido.

Ulises.—(Aparte, a Argos.) Tú confía en mí y no te enfades. (Le pega una patada a Argos, que lo deja hecho fosfatina.)

Argos.—(Aullando.) ¡Aúuuuuuuuuuuuuuuuuuuu!

Ulises.—¡Perro sarnoso! ¿Cómo te atreves a acercarte a mí? ¡Fuera de aquí, bicho repelente! ¡Toma! (Le pega otro metido de cuidado.)

Argos.—(Aullando de nuevo y retirándose hasta el montón de estiércol.) ¡Aúuuuuuuuu! ¡Aúuuuuuuu!

Ulises.—(Aparte.) Se me parte el alma al hacer esto, pero no me queda otra. (Alto.) ¡Qué asco me dan los perros! (Le sacude otro zurriagazo.)

Soldado 1º.—(Aparte al soldado 2º.) ¿Has visto?

Soldado 2º.—(Aparte, al soldado 1º.) No puede ser él. En primer lugar, su perro le habría reconocido y, además, él era un buen hombre: nunca hubiera sido capaz de pegarle a su perro de forma tan injusta solo para disimular.

Soldado 1º.—(Aparte, al soldado 2º.)—Tienes razón. (Alto.) Tu parecido con nuestro antiguo rey nos tuvo confundidos por unos momentos, pero ya lo hemos aclarado y nos vamos. ¡Queda con Dionisos!

Ulises.—¡Que él os acompañe!

(Los soldados hacen mutis y Argos se acerca a Ulises con cara de malas pulgas.)

Argos.—Los perros somos fieles, amo, ¡pero no hay que abusar!

Ulises.—Lo siento mucho, pero no había otra forma de escape. Me estabas diciendo que Penélope...

Argos.—¡Solo te importa Penélope!

Ulises.—¡Cuéntamelo todo!

Argos.—Vale. Pero ráscame el lomo mientras tanto. (Ulises lo hace.) Ella te fue fiel. Le salieron pretendientes, ¿cómo no?, porque tenía un bocado...

Ulises.—¿Qué tenía un bocado?

Argos.—Es la manera perruna de decir que estaba buena.

Ulises.—¡Ah, ya entiendo! ¡Eso sí! Buena, lo que se dice estar buena, estaba buena. O, al menos, lo estaba hace veinte años, cuando me fui. (Preguntando con miedo.) ¿Ha engordado?

Argos.—¿Tú que crees?

Ulises.—¿Ahora te haces el loco y contestas a mi pregunta con otra pregunta?

Argos.—¿Cómo quieres que te lo diga sin darte un disgusto?

Ulises.—¿Pero es que tú estás tonto?

Argos.—¿Y yo qué culpa tengo de que haya engordado y se haya convertido en un adefesio?

Ulises.—¿También se ha puesto feísima?

Argos.—¿Pues no te lo estoy diciendo?

Ulises.—Bien, dejemos esta ristra de preguntas; me fue fiel, me dices.

Argos.—Sí, pero la tienen agobiada. «Cásate», le dicen sus pretendientes, «con uno, con cualquiera de nosotros. Ulises no va a volver y, además, era un alfeñique que seguramente era incapaz de hacerte feliz en la cama».

Ulises.—(Indignadísimo.) ¿Yo? ¿Eso le decían?

Argos.—Eso mismo.

Ulises.—¿Y la presionan para que se case?

Argos.—En efecto.

Ulises.—¿Pero no dices que está gorda y fea?

Argos.—Sí, pero no deja de ser la reina y, además, aunque no me hayas preguntado, las cosechas han sido muy buenas y el reino es próspero.

Ulises.—¡Vaya por Zeus!

Argos.—Ella dice que se casará cuando acabe de tejer un sudario, pero como lo descose por las noches, no avanza mucho y va ganando tiempo.

Ulises.—¿Qué sudario?

Argos.—El de tu padre, Laertes.

Ulises.—(Agitadísimo.) ¡¿Que se ha muerto mi padre?! ¡¡¿Que se ha muerto mi padre, el buen Laertes, y me lo cuentas así, entre paño y bola, como quien no quiere la cosa?!!

Argos.—No, amo, no. Tranquilízate. Lo del sudario es solo un pretexto.

Ulises.—(Aliviado.) ¡¡Ah!! ¡Vaya! ¡Qué susto me has pegado!

Argos.—De hecho, Atenea ha rejuvenecido a tu padre para que pueda ayudaros a ti y a tu hijo Telémaco a vengaros de los moscones de la reina.

Ulises.—¡Pues para luego es tarde! Voy a buscarlos a ambos para empezar mi escabechinatoria venganza. (Deteniéndose un momento a pensárselo.) ¿Los pretendientes son muchos?

Argos.—¡Qué va! Una docena, a lo sumo. Antes eran más, pero se marcharon, aburridos.

Ulises.—Podremos con todos.

(Sale Telémaco, hijo de Ulises, joven de unos veintitantos.)

Telémaco.—(Sorprendido al ver al perro.) ¡Argos! ¡Te has levantado de tu cama de estiércol!

Argos.—¡Guau guau!

Telémaco.—No me ladres, que ya sabes que no entiendo una puñetera palabra de lo que me dices. (Por Ulises.) Y este tío asqueroso ¿quién es y qué hace aquí?

Ulises.—(Conmovido y con voz llorosa.) ¡Telémaco, hijo mío!

Telémaco.—¿Quéeee?

Ulises.—¡Soy tu padre, Ulises! ¡He vuelto!

Telémaco.—¿Qué milonga me estás contando, desgraciado?

Argos.—(Queriendo contribuir a convencer a Telémaco.) ¡Guau guau guau!

Ulises.—¡Calla, Argos, él no te entiende!

Telémaco.—¿Tú sí le entiendes?

Ulises.—Sí.

Telémaco.—¿Y qué ha dicho?

Ulises.—Ha dicho: «Huélele y verá como es el mismo Ulises en carne y hueso».

Telémaco.—No me parece una demostración muy científica, la verdad. (Se acerca a Ulises y le huele.)

Ulises.—¿No recuerdas a tu padre?

Argos.—Así, a primera olida, no.

Ulises.—Pues lo soy, Telemaquito. He regresado, por fin, de la guerra de Troya.

Telémaco.—¿Y esas narices tan ridículas? Mi padre no las tenía así.

Ulises.—Eras muy pequeño cuando muy fui y el mundo cambia, no digamos ya unas narices.

Telémaco.—Bueno: este perro se le llevaba media pantorrilla a todo el que se atrevía a acercársele y a ti parece ser que te quiere; o sea, que tendré que rendirme ante la evidencia.

Ulises.—¡Hijo!

Telémaco.—¡Padre! (Se abrazan.)

Argos.—(Contento.) ¡Guau!

Ulises.—No tenemos tiempo. He venido a vengarme, así es que busca al abuelo y tráete unas lanzas bien puntiagudas, que vamos a asaltar el palacio. Pero antes, avisa a tu madre para que se ponga a salvo. Dile que huya hasta que la matanza haya finalizado.

Telémaco.—¿Huir mamá? No va a poder ser.

Ulises.—No es momento de hacerse la valiente.

Telémaco.—Es que casi no puede moverse del lecho; por lo menos, no sin ayuda. Es por su voluminosidad. Pero haré que nuestros fieles sirvientes la lleven en alzas. (Hace mutis.)

Ulises.—(A Argos.) ¿Habíamos hablado de voluminosidad?

Argos.—¿No es mejor dar las malas noticias poco a poco?

Ulises.—Bien. Ahora he de dejarte, mi fiel Argos. Cuando acabe el trágico combate, vendré a traerte algún hueso para que lo roas a mi salud.

Argos.—Sí, pero este final va a quedar muy prosaico.

Ulises.—¿Y qué propones?

Argos.—Como de seguro que algún poeta estúpido con ansias de inmortalidad escribirá sobre ti y tus hazañas, ¿no quedaría bien que contara cómo solamente tu perro te reconoció, cuando ni sirvientes ni familiares ni tu propio hijo lo hicieron?

Ulises.—Tienes razón. Resultaría muy poético y los amantes de los perros de los siglos futuros verían en ti un ejemplo conmovedor.

Argos.—¿Verdad que sí?

Ulises.—Y quedaría mejor aún si yo fingiera no conocerte, para que no se descubriera mi personalidad.

Argos.—¡Eso!

Ulises.—Yo querría abrazarte, pero no podría hacerlo y tendría que contener mis lágrimas.

Argos.—(Entusiasmado por el relato.) Y yo me acercaría a ti y tú tendrías que apartarme de tu lado, puesto que no me conocías.

Ulises.—Y, para dar más realismo a mi comedia, te daría una patada en medio de los morros.

Argos.—(Dolido.) Eso ya lo has hecho, amo, delante de los soldados.

Ulises.—(Avergonzado.) Bueno, sí; pero sabes que no quería. Perdóname otra vez.

Argos.—Está en mi naturaleza perdonarte y quererte siempre, amo.

Ulises.—Lo sé. Es una de las pocas cosas que sé con certeza en este mundo.

Argos.—Y, para darle aún más emoción al encuentro, yo me moriría al ver que pasabas por mi lado sin detenerte.

Ulises.—Ese sería un final excelso para el episodio.

Argos.—Un final homérico.

Ulises.—(Indignado.) ¿Pero va a ser ese cretino de Homero el que escriba sobre mis aventuras?

Argos.—¿Qué quieres? Es el cronista oficial del reino y cobra un sueldo precisamente por relatar hechos de este tipo.

Ulises.—Bueno, pues que lo cuente Homero, pues, si no hay otro remedio. Pero que conste que siempre me ha parecido un autorcete de tres al cuarto sin pizca de imaginación. Estoy convencido de que no irá a ninguna parte ni se hablará jamás de él.

Argos.—Como fuere, nuestra historia acabará por conocerse y será inmortal. Como la de Romeo y Julieta.

Ulises.—(Acariciándole la cabeza al perro. Con orgullo.) Argos, perro de Ulises. (Tras una pausa.) En fin, me voy a matar a unos cuantos imbéciles. (Hace mutis.)

Argos.—(Pensativo.) Y ahora es cuando yo me muero de verdad, porque, historias aparte, estoy viejísimo y si me he mantenido con vida hasta hoy, ha sido tan solo para poder ver a mi amo una última vez. ¡Guau! (Argos muere lentamente.)

TELÓN


 

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