Romeo y Julieta

 


Capuletos y Montescos,

dos familias en vendetta

de la ciudad de Verona,

famosa por sus paellas.

En una nace Romeo,

en otra nace Julieta.

¿Quién nace en dónde? No sé,

pero no hace diferencia.

¿Tan antigua enemistad

cuándo empezó? No se acuerda

nadie, ni falta que hace.

El caso es que si se encuentran

ambos bandos por la calle

hay cadáveres a espuertas,

por lo que no tiene paro

el gremio de plañideras.

 

El destino, caprichoso,

hace una vil jugarreta

y el cretino de Romeo

va a emborracharse a una fiesta

y se enamora a lo bruto

de una doncella coqueta.

Ella, entonces, al muchacho

al principio no le encuentra

especialmente atractivo,

porque él, por una apuesta

se ha presentado en la casa

disfrazado de hamburguesa

y, tras echarse dos bailes,

le ha dejado todas llenas

de ketchup sus vestiduras

hechas de brocado y seda.

Pero luego, entre los dos

saltan dos chispas eléctricas,

él va y se salta la valla

del jardín a la torera,

y ella se salta el decoro

y se vuelve pizpireta,

y él salta de la alegría,

y luego salta sobre ella,

y a nosotros nos asalta

enseguida la sospecha

de que en el primer asalto

de aquella amorosa guerra

ambos han quedado K.O.

y chafado las apuestas.

 

A partir de este momento

el amor de la pareja

es ardiente como el fuego,

dulce como una galleta,

resistente como el hierro,

monumental como Lérida,

es honesto cual novicia,

serio como una abadesa,

poderoso cual tornado

y embriagador cual taberna.

Un tal fray Lorenzo casa

en secreto a la pareja

que se ahorra de esta forma

listas de boda y tarjetas.

 

Pero Romeo, un buen día

que se halla comprando setas

en el mercado con ánimo

de hacerlas a la cazuela,

tiene un mal encontronazo

con un sujeto que apesta,

con Teobaldo, que es un primo...

que es un primo de Julieta.

Se mira, se reconocen,

Teobaldo saca la lengua

y le hace burla a Romeo,

que enseguida se cabrea

y le insulta: «¡Vil! ¡Tontaina!»

El otro le abofetea.

Ambos se escupen. Romeo

coge y le tira una berza

que había allí mismo a Teobaldo

dándole entre ceja y ceja.

Su enemigo, con un rábano...

(Mas fue muy larga pelea

y no he de contarla toda,

señores, que el tiempo apremia.)

El caso que es va y lo mata

y el príncipe le destierra

y Romeo se va a Mantua

sin casi hacer la maleta.

 

A Julieta se le ocurre

la estratagema perfecta.

Fingirá su propio óbito

con pócima farmacéutica,

engañará a su familia,

que creerá que está bien muerta,

y escapará con su amado

sin que nadie se dé cuenta.

Mas Romeo ha de saber

que es tan sólo una pamema

su defunción, y una carta

le envía por la estafeta.

(No sé si es así la historia

o es el fray o una alcahueta

quien lo tiene que decir.

Mejor será que me lea

el cuento antes de narrarles

el final de la tragedia.

O mejor: me salto un cacho

y así el problema se arregla.)

 

Él cree fiambre a su amada

y, el muy copión, se envenena.

Cuando Julieta después

se despierta y despereza

y contempla hecho piltrafa

al que antaño fue guaperas,

se atiza con un puñal

entre la quinta y la sexta

con fuerza tal que el temblor

hace olas en Venecia.

 

Esta historia nauseabunda

de italianos majaretas

no gusta a nadie al principio,

nadie a nadie se la cuenta,

hasta que llega un inglés

(que está muy falto de ideas

y tiene que robar muchas

para escribir sus comedias)

y va y la pone de moda

en la corte elisabeta.

Desde entonces y debido

a que los necios respetan

cualquiera majadería

si viene de Angalaterra,

esta historia es conocida

de Vladivostok a Huelva,

Verona es más visitada

que el Monasterio de Piedra,

Romeo se hace más famoso

que el Minotauro de Creta

y Shakespeare gana más pasta

que Camilo José Cela.

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