Formación y lecturas de Jardiel

 


          En cuanto a estudios y formación, ha de recalcarse el ambiente cultural de la familia. Enrique estudió en la prestigiosa Institución Libre de Enseñanza, de donde guardó recuerdo de muchos profesores y del «abuelito» (que así era como llamaban a don Giner de los Ríos). Pasó luego a la Sociedad Francesa (1909), a los Padres Escolapios de San Antonio Abad (1912), —donde colaboraría incipientemente en un periodiquín de alumnos (Páginas calasancias)— y al Instituto de San Isidro (1917), lugar en el que conocería a José López Rubio, futuro comediógrafo con quien mantendría siempre gran amistad.

          Cuando Jardiel era pequeño... bueno, cuando era niño, porque pequeño lo fue toda su vida (no sobrepasó el 1,60 de estatura), tuvo merecida fama de díscolo y rebelde. Era el típico chico que se pegaba con los compañeros y faltaba a clase, como deben ser a esas edades los niños que se respeten. Desarrolló, además, un odio profundo por las matemáticas y la geometría: «Nunca pude admitir el que la suma de los ángulos de un triángulo sea igual a dos rectos. Aún hoy [son palabras escritas en 1929] me resisto a admitirlo.» En realidad, no careció nunca de respeto por las ciencias exactas y, aunque bromeando, dejó dicho lo mucho que admiraba la capacidad matemática en las demás personas:

           Admiro a esos hombres que suman y restan deprisa y que multiplican sin equivocarse. En cuanto a los hombres que saben dividir, a ésos los miro con tanto respeto, que, por grande que haya sido nuestra amistad, nunca me he atrevido a tutearlos.

 

          Pero la verdadera educación la tuvo en su casa y con los suyos; una educación nada tradicional, debido al ambiente de bohemia vital de la familia. El germen de su gran cultura literaria brotó de las grandes librerías repletas de volúmenes que había en su domicilio. El joven Enrique leyó a un tiempo a Dante, Dickens, Aristóteles, Arniches, Swedenborg, Ganivet, Lope, Dumas, Chateaubriand, Conan Doyle y a muchos otros, sin que sus padres pusieran trabas a su lectura. Jardiel consideraría esto más tarde como una refinada maniobra pedagógica que le ayudó a superar sin trabas la difícil crisis de la adolescencia, dando a su personalidad un elemento adecuado de precocidad.

          Y, además, la pronta lectura de todo tipo de autores —antes de verse influido por ideas ajenas— desarrolló en él una profunda capacidad crítica y una independencia de juicio envidiables. Aprendió a valorar a la literatura por sí misma y no por otras consideraciones de prestigio. Nunca haría mella en él ningún esnobismo literario, como se deduce de la siguiente afirmación:

           Ha sido preciso que pasasen los años para comprender —y para atreverme a decirlo— que el Tasso es insoportable y para preferir una página de Julio Verne traducida por un analfabeto a toda la Ilíada, recitada por Homero en persona. Esto, que alguien dirá que es una blasfemia, no tengo inconveniente en repetirlo por los micrófonos de Unión Radio (EAJ7).

 

          Pero su precocidad no quedó reducida al ámbito de las letras. El niño vio trabajar las rotativas antes de ver trabajar los abrelatas, conoció la Mitología antes que la Historia Sagrada y tuvo nociones de lo que era el socialismo antes de tener nociones de lo que era el fútbol. Y todo por el ambiente selecto que se respiraba en aquel hogar.

          De pequeño su padre le llevaba cada tarde al salir del colegio al Congreso de los Diputados, donde reseñaba la sesión para su periódico desde la tribuna de la Prensa. Allí Enrique conoció por dentro y como cosa natural las iniquidades y corrupciones de la vida pública y las debilidades de los próceres, aprendiendo a desconfiar de los hombres brillantes y a dudar del talento de los oradores. Sus recuerdos de este lugar le llevarían más tarde a escribir un artículo de aguda crítica titulado Cómo me retiré de la política a los once años.

          De la mano de su madre visitaba frecuentemente exposiciones y museos, aprendiendo a distinguir las obras de los diferentes pintores, adquiriendo casi sin darse cuenta un gran conocimiento de historia del arte y una sensibilidad artística especial.

          Y sus períodos de vacaciones en el campo, en la finca de Quinto de Ebro, le pusieron directamente en contacto con otro tipo de vida, otro vocabulario, otra cultura, en suma. Allí el pequeño Enrique se dedicaba a trillar en la era, a ir a la vendimia, a montar a caballo, como cualquier otro niño del pueblo. En su Autorretrato, recuerda con mucha nostalgia este período de su vida:

 Y fue el contacto aquel con la Naturaleza

merced al cual logré resistencia y dureza

moviendo la guadaña, el azadón y el hacha,

y el que, dándome luz en su región oscura,

me impidió escribir, luego, respecto a agricultura

cosas como: «las ramas llenas de remolacha»;

o «el árbol del tomate»; o que «el peón se agacha

para recolectar la algarroba madura»;

o, al revés, que «se empina para alcanzar altura

al coger la patata»; desatinos que empacha

encontrar con frecuencia, durante la lectura

de libros de escritores a los que se les tacha

de tener una inmensa y sólida cultura.

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