Jaime Bono del Tesoro




Son muchas las novelas sobre Jaime Bono del Tesoro (o, si lo prefieren a la inglesa, James Bond, porque ésa es la traducción del nombre) que Ian Fleming escribió sobre el agente, aceptando de antemano que no las leería nadie pero que su venta para el cine le supondría una buena pila de billetes de curso legal.
          Aunque a mí me gusta la ficción como al primero, tengo que objetar a las inevitabilidades de estas historias topiconas, aunque lo haga en el desorden que me caracteriza últimamente, desde esa última craneotomía que me hicieron para curarme una dolencia que, lamentablemente, no consigo recordar muy bien.
          Para empezar, Jaime se empeña siempre en decir su nombre en toda ocasión. Es un agente secreto muy poco secreto, sobre todo con las chicas. Ella (la que sea) le dice: «Llámame Kitty» (o Flicky, o Sparky, da igual) y él no le dice «Me llamo John Smith», sino que le contesta: «Puedes llamarme Bond. James Bond.»
          (¿Se imaginan eso a la española? El protagonista de la historia pone cara interesante y dice: «Puedes llamarme Cerrillo. José Miguel Cerrillo» (o Menéndez, o Pla, o lo que sea.)
          Tras esta identificación y otras muchas, claro está, le descubren. Se presenta ante el malo fingiendo querer comprarle la cuadra de caballos o un microchip asesino y no le dura el incógnito ni el tiempo de tomarse un té británico. El malo le cala enseguida. Vamos, que tiene para entonces un dossier completo de Bond con foto reciente, sus últimos análisis de sangre y los certificados de sus retenciones de Hacienda.
          Otro tópico son los escenarios. Siempre se ambienta la cosa en dos países. Y la regla es: 1) que pillen lejos; y 2) que tengan climas opuestos. (Islandia y el sur de Chile, por ejemplo, no valen porque, aunque están lejos, en ambos hace frío.) Así, si leemos que Bond está en Rusia, sabemos que luego irá al Caribe. Si está en Francia, aparecerá en China y así sucesivamente.
          También es obligatorio que use todos los cachivaches que el servicio secreto le proporciona. Por ello, si al principio de la novela le dan un reloj que abre automáticamente las compuertas de las cámaras acorazadas color magenta, inevitablemente Bond se enfrentará a una cámara acorazada del susodicho color. Si tiene un coche que se desliza por la nieve, lo usará, aunque el malo tenga su cuartel general en Marraquech y sea agosto. No pasa nada. El malo decidirá ir de vacaciones a los Alpes dolomíticos y Bond se lo encontrará allí con la suficiente nieve para rentabilizar la inversión del coche.
          Otro axioma bóndico es que en las películas basadas en estas novelas el papel de malo lo interpreta siempre un gran actor que está pasando por un bache en su profesión y acepta el papel por las libras esterlinas. Así, el gran Max von Sydow, el caballero de El séptimo sello bergmaniano, acaricia a un gato y dirige Spectra. Y le da tanta vergüenza hacerlo que procura que le enfoquen lo menos posible y sólo vemos al gato en sus rodillas. (Para eso podían haber puesto las rodillas de cualquiera de esos curiosos que asisten a los rodajes.)
          De la ética de estas historias, mejor ni hablamos. Bond tiene «licencia para matar» a quien a él le parezca bien, sin necesidad de pensárselo mucho. Maldad en estado puro. Además, él la usa a placer, pero, ¿quién ha sido el monstruo de liviandad que le ha dado tanta libertad? ¿La reina de Inglaterra? Suponemos que sí.
          Y Bond obedece sin pestañear. Si algo no le gusta, directamente dispara. Vamos: que es un facha de mucho cuidado.
          Por cierto, tanto si remueves un martini como si lo agitas, sabe exactamente igual. Lo sé porque lo he comprobado expresamente para poder decirlo aquí.
          Luego Bond es un asqueroso consumista. Se pringa de barro con mucha facilidad y no lava nada. Enseguida sabemos que está en su habitación del hotel con tres camisas nuevas, envueltas en papel de celofán, junto a una botella de champagne.
          También es estúpido. Porque, después de vapulear a un malo y dejarlo sin sentido, dice siempre una u otra frasecilla con supuesta gracia, sin que haya delante nadie para oírle. O sea, que se hace gracia él solo. Es de esas personas detestables a las que sólo les gusta oír su propia voz.
          Como final, un augurio: Bond acabará pillando una E.T.S.; es inevitable.






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