Historiadores,
investigadores y pasantes de abogado de todo el mundo se hacen ya hace desde
hace tiempo esta misma pregunta: ¿Fue cursi la Edad Media?
La respuesta es un sí rotundo, señoras y señores.
La prueba está en el mítico reino de Camelot, el sitio más corny de toda Inglaterra y colonias
adheridas.
El lugar existió en realidad, no es un camelot (‘camelo’,
en inglés antiguo).
Camelot es el nombre de la fortaleza del rey Arturo de
Inglaterra, legendario fundador de la mesa redonda y promotor de grandes
empresas caballerescas. (Si quieren
averiguar más sobre este majadero bien que famoso rey, busquen en la
enciclopedias, que para eso están. Y si no quieren saber nada del susodicho —lo
que a mí me parece la postura más sensata— es mejor que no busquen nada. La
felicidad está en la ignorancia.) Bien es verdad que en aquella época se
conocía a los castillos por el nombre del lugar donde estaban emplazados.
Darles otro nombre distinto se consideraba un poco gay y pretencioso.
Camelot... (un consejo: no hagan nunca esto de empezar dos
párrafos seguidos con la misma palabra, pues es una trasgresión grave de las
normas estilísticas y yo lo he hecho por dos razones: porque para eso este
libro es mío y me lo puedo permitir, y porque no sabía cómo empezar la frase de
otra manera). Camelot —decía yo— es el emplazamiento de una gran cantidad de
leyendas artúricas, entre la que destaca la de los cuernos que le puso Lancelot
a Arturo con la reina Ginebra y la ira de Arturo al ser absolutamente el último
en todo el reino en enterarse.
La ubicación del sitio sigue siendo un misterio. Se cree
que el nombre deriva de Camulodunum, nombre romano de la actual Colchester (en
realidad es el mismo nombre, sólo que los ingleses pronuncian el latín
lastimosamente). Hay, sin embargo, otras teorías, pues muchos lugares quieren
para sí el honor de albergarlo (incluso el alcalde de Villacerezos de la Presa
ha dicho algo al respecto). Es uno de los emplazamientos más recreados en la
literatura de ficción, pues aparece en todas las novelas y poemas sobre Arturo,
Lancelot y el mago Merlín. Cuando la historia se llevó al cine, lo que se hizo
abundantemente, los decorados los pagaban entre los productores de las diversas
películas y así les salía más económico.
Los romances emplazan a Camelot junto a un río y una
catedral, St. Stephen, centro religioso de los caballeros de la mesa redonda y
punto de partida para la búsqueda del Santo Grial, que fue el pretexto que
encontraron los caballeros de la mesa redonda para salir de allí escapados,
pues no aguantaban a Arturo que, a más de otras cosas que luego salieron a la
luz, era un pelma.
El castillo está rodeado de bosques prácticamente
impenetrables, lo que dificultaba la entrega a domicilio de las cenas de «El
estofado veloz».
En un film en
versión musical de 1960, de Lerner y Loewe, se decía: «Que nadie olvide que
hubo una vez un lugar radiante conocido como Camelot». Bueno: la gente le hizo
caso y se olvidó completamente de Camelot, de Lerner, de Loewe y de su versión,
donde salía Richard Harris cantando coplas sajonas, subido encima de un cerezo.
De cualquier modo, la frase se convirtió en un símbolo cultural para la
generación hippie, junto con el pachulí, el jabón casero y la artesanía
de cuero para vender en esos simulacros de mercadillos medievales que tanto
abundan.
Pero, ¡oh, dolor!, este maravilloso castillo no atrae a
todo el mundo por igual. En la película de los Monty Python Los caballeros de
la mesa cuadrada y sus locos seguidores, el rey Arturo y sus nobles
coinciden en que Camelot es «un lugar estúpido» y, haciendo que aumente nuestra
admiración montypythonesca, deciden no acercarse por allí para nada en
absoluto.

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