Los perros de Juan y Judas


UN VERSO RELIGIOSO, APROPIADO PARA ESTOS DÍAS, DE UN POETA OLVIDADO PERO DE GRAN SENSIBILIDAD: RAFAEL DUYOS (1906-1983). ESTÁ INCLUIDO EN EL LIBRO «CANTOS A LO DIVINO», UNA ANTOLOGÍA DE LA POESÍA SACRA QUE MANJULA BALAKRISHNAN Y YO HEMOS PUBLICADO RECIENTEMENTE. ESPERO QUE OS GUSTE.


En el olivar ladraron
los perros cuando Él salía.
El perro del Iscariote
—negros pelaje y pupilas,
grande, sucio y olvidado
por su amo en la noche impía—
y el perro blanco y chiquito
de Juan el Evangelista...

De tanto caminar juntos
—canes de razas distintas—,
los perros de Juan y Judas
se peleaban y querían...
Junto al Señor, muchas veces,
en las noches palestinas,
dejando a Judas y a Juan,
plácidamente dormían
o tomaban de su mano
los restos de las comidas,
saltando en torno de Cristo,
recibiendo sus caricias...

Fieles perros... Cuando el Jueves
se fundó la Eucaristía
y el pan fue Cuerpo de Dios
y el vino su Sangre misma,
ellos se quedaron fuera,
solos en la corraliza,
esperando inútilmente
la llamada del Mesías...

Ni Judas, huyendo en busca
de las monedas malditas,
ni Juan, absorto, soñando
con la Comunión pristina,
se acordaron de sus perros
en la Cena de aquel día.
Los perros abandonados
están; y en la noche tibia,
con la luna del Nisán,
grande, redonda, blanquísima,
cuando Cristo salió al Huerto
mientras sus hombres dormían
se oyeron dulces gruñidos...

Los canes —hambre canina—
saltaron viendo al Señor
y el Señor... nada traía...
Lamen sus pies, cariñosos,
como una señal sumisa
y Él reza, solo, postrado
y suda sangre y suspira...
Pero no está solo. Mientras
los Apóstoles dormitan,
antes que Pedro despierte,
los buenos canes vigilan...
Y cuando llega la chusma
y Judas dice mentira
besando a Jesús, su peno
ladra loco... Es que adivina
que el beso y el «Salve, Maestro...»
de su amo, con voz fingida,
son el beso y las palabras
de un traidor... Y desconfía
y ladra y quiere a su dueño
morder... Y Jesús se inclina
y acariciando a los canes
les habla y les tranquiliza...

«No. No es nada... Yo me voy.
Pero volveré en seguida...»
Mas el Señor no volvió,
y al pie de la Cruz bendita,
subiendo tras de su rastro
—calle de Amargura arriba—
los dos perros alcanzaron
a ver a Jesús con vida...
De doce hombres, sólo Juan
estaba allí con María...
Y los dos perros, los perros,
los perros fieles gemían
ululando, estremecidos,
viendo morir al Mesías...
Y cuando el de Arimatea
cedió su huerta vecina
para sepulcro de Cristo,
los perros allí seguían,
sin fuerzas para ladrar,
pero seguros vigías
de aquella tumba que sólo
los cielos abrir podían...

¿Y Judas...? ¿Y los demás
Apóstoles...? Con María,
sólo Juan... y... los dos canes
con las orejas caídas
y los hocicos hambrientos...

Los soldados —vino y risa—
les maltrataron, pero ellos
pegados a las rendijas
del Sepulcro, no tuvieron
miedo de lanzas y chirlas.
No fueron como los hombres
que niegan con cobardía...
Fieles siempre, le siguieron
ahora muerto como en vida...

Cuando al nacer el Domingo
la tumba quedó vacía
y las mujeres llegaron
con las luces matutinas
y habló el Ángel: «Quien buscáis
resucitó al tercer día...»,
los dos perros ya no estaban
ni en el jardín ni en la cripta...
Nadie los vio más... ¿Se fueron
con Él...? ¿Se convertirían
en lebreles celestiales
de las estrellas altísimas...?

Por todo Jerusalén,
Juan los buscó muchos días...
Y una tarde, ya de vuelta
del Huerto de la Agonía,
reviviendo huellas del
Señor, el Evangelista
encontró a los canes, muertos
con las abiertas pupilas,
en las puertas del Cenáculo,
esperando la comida,
la comida celestial
que a ellos nunca llegaría...

Juan, llorando, contempló
la azul cúpula infinita...
Nubes, con forma de perros,
ladraban cielos arriba...
 

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