La estatua de Jardiel Poncela




          Jardiel fue poco amigo de homenajes durante su vida, si no iban marcados con el sello del humor. Con este talante participó en una curiosa encuesta organizada por la revista Gutiérrez en 1929 en la que se les preguntaba a personajes famosos cómo querían que fuese su estatua cuando se la hicieran.
          Es interesante rescatar el texto que el humorista redactó para aclarar de una vez por todas su visión del mausoleo ideal:

Cómo deseo que sea mi estatua

          Ante todo, será bueno decir que, por lo que a mí respecta, creo merecer la estatua. Podré no merecerla, señores, por «obra y gracia» de «la gracia de mi obra»; pero es indudable que la merezco por la contumacia y el valor frío con que, desde hace años, almuerzo y como en restaurants.
        Los que no hayan comido y almorzado algunos meses consecutivos en restaurants, no podrán comprenderme; más los que lo hayan hecho —siquiera sea durante una semana— me darán la razón.
          Pocas personas, muy pocas, sospechan la serenidad, el espíritu de sacrificio, la paciencia, la abnegación, el estoicismo ante el martirio, el arrojo y la fortaleza de ánimo que son necesarios para resistir un día y otro día, sin desmayar, la lucha enconada contra los huevos a elegir, la ternera asada, los escalopes y la pescadilla en vinagreta, soldados habituales e invencibles que defienden a la bayoneta los intereses económicos de los dueños del restaurant.
        Pero nada me importa que existan pocos seres capaces de compulsar mi heroísmo. Merezco la estatua; yo lo sé. Esto me basta. Y me basta también mi certidumbre de que los héroes de Numancia, de Gerona y de Verdún no osarían nunca soportar una comparación conmigo.
        ¿Cómo deseo yo que sea mi estatua?
        Esta es cuestión aparte, que tengo muy meditada desde hace años.
        Mi estatua debe ser tal como la veis en esa fotografía.
        La explicaré brevemente, pues a estas horas ya os habréis preguntado para qué necesito yo tantos extraños objetos.
          Una estatua, queridos lectores, es algo tan eterno que no puede imaginarse de cualquier manera. Hay que evitar el poner al estatuizado en posturas violentas y hay que huir de privarle de aquellas cosas que le hicieron siempre feliz.
          ¿Se le va a poner a una estatua un abrigo? No, porque en verano sudaría la gota gorda. ¿Se la va a poner a cuerpo? No. Porque en invierno daría diente con diente y eso debe reservarse para cuando se asiste a la representación de un drama policíaco.
          Yo exijo que en mi estatua se me coloque sentado, con una pierna encima de la otra, según mi postura habitual, fumando, porque las chimeneas y yo tenemos las mismas afinidades (ambos nos pasamos el día echando humo y ambos estamos rematados por un ladrillo) y leyendo, porque yo me paso la vida leyendo; pero estarme encima de un pedestal toda la vida sin leer se me hace tan imposible como explicarles por gestos a dos sordomudos un tratado de Psicología.
          Exijo también que se me provea de un abrigo practicable; esto es, ceñible y desceñible, a voluntad.
          Y de un paraguas para resistir la lluvia y el sol.
          Y de una tacita de café del Café, porque como no está hecho con café es el que más sabe a café.
          Y una botellita de licor, pues lo que yo no tomo, ni tomaré jamás es bebidas alcohólicas.
          Y de varios libros.
          Y de una pitillera repleta.
          Y de una caja de cerillas con sus cabezas correspondientes.
          Y de un cenicero.
          Y de un cacharro con flores para vivir en un ambiente perfumado.
          Y de unos cuantos útiles de toilette.
          Si además de esto el Municipio me da permiso para bajarme del pedestal los martes y poder hacer una visita semanal a la Casa de Fieras, seré una estatua completamente feliz.
          (Apunto el último detalle, porque soy tan afectivo que no puedo dejar de ver mis amigos, por lo menos, una vez a la semana.)

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