VIERNES, 24 DE MAYO - 19:00 H.
CENTRO CULTURAL «LOPE DE VEGA»
(C/ Concejo de Teverga, 1 - Madrid)
ENTRADA GRATUITA HASTA COMPLETAR AFORO
HUMORADAS
de
Enrique Gallud Jardiel
de
Enrique Gallud Jardiel
LA LITERATURA PARA EL PLACER. EL ATAQUE A LOS MAJADEROS. LA SÁTIRA DEL MUNDO.
LA ACADEMIA
La divina comedia
Hay gente que odia a su prójimo
y se inventa mil maneras
de causarle sufrimiento
y de hacerle la puñeta:
Atila se cargó a muchos
en las nórdicas estepas,
Adolfo mató judíos,
Chueca compuso zarzuelas
y Dante cogió y escri-
bió la Divina comedia.
Como muchos no han podido
leerse el tocho, no me queda
más solución que contarlo
y ¡que sea lo que Dios quiera!
A la mitad del camino
de su vida va y se encuentra
perdido en un bosque oscuro
el cretino del poeta
(que pudo haberse agenciado
algún mapa con las señas
de a dónde pensaba ir).
En fin: que no halla la senda,
por lo que tiene Virgilio
que dejar la vida eterna
y acudir a echarle un cabo
a Dante Alighieri. Cuentan
que fue la misma Beatriz
la que mandó por su cuenta
al Virgilio-cicerone
para enseñarle la puerta
de los infiernos al Dante
porque, si no, no la encuentra.
Y allí, nada más entrar,
se dan ambos en la jeta
con un cartel en que pone
(traducida a varias lenguas
para evitar confusiones)
esta macabra advertencia:
«Considera, ¡oh, pecador!,
que la muerte es cosa eterna;
nunca se supo de nadie
que regresara de vuelta
de los infiernos profundos
donde se quema la peña
en castigo al gran pecado
de haber gozado en la Tierra
de mil placeres inmundos
y haber hecho cuchufletas
del Cielo y haber reído
como en una comedieta.
Este lugar en que estás
—conocido por Gehena
por los cursis— es antiguo.
Puso la primera piedra
la Divina Potestad
hace ya un montón de eras.
Y, aunque ha sufrido reformas,
su estructura está perfecta
y sirve divinamente
para asar como chuletas
a todos aquellos hombres
que pecan con sus blasfemias
o que devoran, gulosos,
chococrispies y galletas
o que hacen lujuriamientos
con señoras estupendas,
que es el pecado más grave,
que se da con más frecuencia.»
Dante y Virgilio leen esto
y, en leyéndolo, se quedan
sin muchas ganas de entrar.
Pero, en fin, al final entran
y llegan al primer círculo
de los nueve, donde encuentran
multitud de caballeros
que los textos interpretan
de la Biblia y que se llaman
exégetas o exegetas.
Este círculo es el Limbo,
que viene a ser la despensa
donde se guardan las almas
de los muertos de viruela
antes de ser bautizados.
Cuando al segundo penetran
ven a los fornicadores
(o sea: a todo el planeta).
No cabe allí un alfiler
y la tortura es siniestra,
porque se hallan condenados
a perseguir a las hembras
sin comerse ni una rosca
por la eternidad eterna.
En el tercero es la gula
el pecado que se observa.
Hay mil gulantes famélicos
con más hambre que vergüenza.
En el cuarto los tacaños
no tienen ni dos pesetas.
Avanzan más y en el quinto
hallan una charca infecta
llamada laguna Estigia,
donde las almas coléricas
se pegan continuamente
trompazos en la cabeza.
El sexto círculo tiene
expiando allí sus penas
a muchos heterodoxos,
a los herejes y herejas.
Ya llegan por fin al séptimo,
que es un servicio de urgencia
y en donde asesinadores
y gentes de esa ralea
están siendo muy pinchados
por diablos y diablesas
como castigo ejemplar
por emplear la violencia.
Después, Dante se va al cielo
y lo visita a conciencia.
Ve lo que hay que ver allí
pero ¿a qué conclusión llega?
Pues que el infierno es mejor
y no hay nadie con paciencia
suficiente para estar
por toda la vida eterna
entre ángeles, nubes y harpas
sin un poquito de juerga.
Al marqués de Esquilache le dan la patada
Lo que le hizo a Esquilache
nuestro rey Carlos Tercero
hemos de reconocer
que estuvo bastante feo.
No sé si ustedes están
al tanto de aquel suceso,
lo del motín y el follón
que armaron los madrileños
cuando cortaron sus capas
en sólo un palmo o en menos.
Si no estudiaron la historia
cuando fueron al colegio,
no sufran, que aquí estoy yo
y enseguida se la cuento,
porque para eso me pagan
(la última frase que he puesto
sólo es fruto de la inercia,
porque, en verdad, yo no veo
un duro por más que escribo;
y vamos a dejar esto,
pues me entra la frustración,
la depresión y el cabreo
viendo que el de escritor es
oficio de majaderos,
no reporta beneficios
y es gran pérdida de tiempo).
A lo que íbamos: corría
ese siglo tan coqueto,
cursi y repipi que fue
aquel del mil setecientos
y España estaba hecha un asco,
con la moral por los suelos;
los franceses nos mandaban
a través de un rey inepto
y los Pactos de Familia
hacían que nuestro ejército
tuviera que pelearse
(sin comerlo ni beberlo)
en las guerras en que Francia
nos metía de relleno;
la economía iba mal;
la delincuencia, en aumento;
la nobleza que tenía
más de dos siglos y medio
mangoneaba el país,
gozaba de privilegios,
sus miembros hacían su santa
voluntad en todo el reino
y, como suele decirse,
le daban morcilla al pueblo.
Viendo que la patria era
una merienda de negros,
el rey Carlos tuvo a
bien hacer un experimento
y se trajo desde Italia
no a un grupo de gondoleros
ni de tenores de ópera
ni artistas de medio pelo,
sino a un plantel de políticos
con méritos verdaderos
(no como éstos de hoy en día,
titulados por correo,
que en tres fines de semana
hacen másteres a cientos).
Los colocó de ministros
para ver si su talento
bastaba para arreglar
aquel desorden tremendo
en que España estaba tras
tres siglos del mal gobierno.
Esquilache lo intentó:
construyó barcos y puertos,
hizo adoquinar las calles
y hasta recortar los setos,
repintar muchas fachadas
y darle cera a los suelos.
Saneó la economía,
subió sueldos, bajó impuestos,
reguló el precio del pan,
los churros y los buñuelos
y, en resumen, lo hizo bien
y al rey se le quitó un peso
de encima, porque podía
irse a cazar con sus perros
mientras trabajaba el otro
redactando los decretos.
Pero hete aquí que un buen día
—quizá un 30 de febrero—
Esquilache promulgó
un bando (con sello regio)
para recortar las capas
y el ala de los sombreros.
No fue esta una «ocurrencia»
ni un capricho pasajero.
La cosa tenía su aquel,
un «aquel» que explicaremos:
bajo la capa, escondidas,
llevaban muchos gamberros
varias armas que empleaban
en la lucha cuerpo a cuerpo:
espadines y floretes,
cuchillos albaceteños,
incluso navajas suizas,
granadas y hasta morteros.
Y como estaban prohibidas
las armas (que para eso
estaban los alguaciles)
no hacía falta ser experto
para comprender la lógica
de aquel bando hecho ex profeso.
Pero el pueblo de Madrid
tenía entonces poco seso
(no hemos de hacer comentarios
sobre el presente momento),
se enfadó con el ministro,
protestó y le puso cerco
a su casa, en un escrache
que, por cierto, fue el primero
del que tenemos noticia
y se guardan documentos.
Para demostrar su enfado,
los madrileños rompieron
las calles pavimentadas
con adoquines y esmero
y, no contentos aún,
a garrotazos hicieron
trizas miles de farolas
que el italiano había puesto,
que habían costado una pasta
(vean ustedes que no he hecho
ningún chiste con la pasta
y el italiano del cuento).
Fue entonces cuando el rey Carlos
se vio puesto en un aprieto.
Las muchedumbres pedían
la cabeza del minestro.
Querían que el «italianini»
se marchara a tomar viento,
como mínimo, o que fuera
a prisión, por extranjero,
setenta, ochenta, noventa
o cien años, por lo menos,
que le cortaran los pies,
las tres manos y el cabello
ya de paso. En fin, pedían
un castigo muy severo.
¿Qué tenía que hacer el rey?
Defender a un hombre honesto,
trabajador, que lo había
hecho porque había que hacerlo.
Lo suyo era no hacer caso
de los cafres rompesuelos,
felicitar al ministro,
darle respaldo sincero,
palmaditas en la espalda
y una medalla de premio;
explicar que el bando era
necesario al par que bueno
y que destrozar Madrid
y dejar todo deshecho
no estaba ni medio bien,
que habría que hacerlo de nuevo
y eso iba salir muy caro,
nos iba costar... (no hacemos
la comparación prevista,
sino un gran escamoteo,
que la lengua coloquial
no nos gusta en nuestros textos).
Pero el rey no hizo tal cosa,
no defendió a su Consejo
de Ministros, sino que
quiso cumplir el deseo
de aquel cerril populacho
para ganarse su afecto
y, sin más contemplaciones,
envió a Esquilache al destierro.
¡Para un hombre inteligente
que hubo en aquel siglo yermo
le mandaron a hacer gárgaras!
¡Y gracias que salvó el cuello!
Luego dicen que el rey Carlos
fue un soberano estupendo,
el monarca más querido,
un hombre dicharachero,
«el alcalde de Madrid»,
también «el rey arquitecto»
(pues construyó algunas cosas
con ladrillos y cemento),
el mejor de los Borbones
(no era muy difícil esto),
ejemplo de sus gobernantes...
Podemos seguir diciendo
los piropos que le echaron,
pero en nuestro fuero interno
nos parece un gran traidor,
un monarca chaquetero
que, por no meterse en líos
o bien porque tuvo miedo,
se puso al lado del caos
y en contra del intelecto.
España, ¡qué mala suerte
que tienes con tus gobiernos!
Cuando no te mandan viles
es porque te mandan necios:
reyes malos y peores,
con colección de defectos,
y en cuanto a los presidentes...
sobre esos ya, ¡ni te cuento!
Estoy falto de adjetivos
que añadir a mi lamento.
[1] He puesto 'minestro', porque 'ministro' no rimaba. El lector sabrá disculparme esta pedestre licencia poética