LA ACADEMIA

 VIERNES, 24 DE MAYO - 19:00 H.
CENTRO CULTURAL «LOPE DE VEGA»
(C/ Concejo de Teverga, 1 - Madrid)
ENTRADA GRATUITA HASTA COMPLETAR AFORO


 

¿Cómo se llama tu ornitorrinco?

La divina comedia

 


Hay gente que odia a su prójimo

y se inventa mil maneras

de causarle sufrimiento

y de hacerle la puñeta:

Atila se cargó a muchos

en las nórdicas estepas,

Adolfo mató judíos,

Chueca compuso zarzuelas

y Dante cogió y escri-

bió la Divina comedia.

Como muchos no han podido

leerse el tocho, no me queda

más solución que contarlo

y ¡que sea lo que Dios quiera!

 

A la mitad del camino

de su vida va y se encuentra

perdido en un bosque oscuro

el cretino del poeta

(que pudo haberse agenciado

algún mapa con las señas

de a dónde pensaba ir).

En fin: que no halla la senda,

por lo que tiene Virgilio

que dejar la vida eterna

y acudir a echarle un cabo

a Dante Alighieri. Cuentan

que fue la misma Beatriz

la que mandó por su cuenta

al Virgilio-cicerone

para enseñarle la puerta

de los infiernos al Dante

porque, si no, no la encuentra.

 

Y allí, nada más entrar,

se dan ambos en la jeta

con un cartel en que pone

(traducida a varias lenguas

para evitar confusiones)

esta macabra advertencia:

«Considera, ¡oh, pecador!,

que la muerte es cosa eterna;

nunca se supo de nadie

que regresara de vuelta

de los infiernos profundos

donde se quema la peña

en castigo al gran pecado

de haber gozado en la Tierra

de mil placeres inmundos

y haber hecho cuchufletas

del Cielo y haber reído

como en una comedieta.

Este lugar en que estás

—conocido por Gehena

por los cursis— es antiguo.

Puso la primera piedra

la Divina Potestad

hace ya un montón de eras.

Y, aunque ha sufrido reformas,

su estructura está perfecta

y sirve divinamente

para asar como chuletas

a todos aquellos hombres

que pecan con sus blasfemias

o que devoran, gulosos,

chococrispies y galletas

o que hacen lujuriamientos

con señoras estupendas,

que es el pecado más grave,

que se da con más frecuencia.»

 

Dante y Virgilio leen esto

y, en leyéndolo, se quedan

sin muchas ganas de entrar.

Pero, en fin, al final entran

y llegan al primer círculo

de los nueve, donde encuentran

multitud de caballeros

que los textos interpretan

de la Biblia y que se llaman

exégetas o exegetas.

Este círculo es el Limbo,

que viene a ser la despensa

donde se guardan las almas

de los muertos de viruela

antes de ser bautizados.

 

Cuando al segundo penetran

ven a los fornicadores

(o sea: a todo el planeta).

No cabe allí un alfiler

y la tortura es siniestra,

porque se hallan condenados

a perseguir a las hembras

sin comerse ni una rosca

por la eternidad eterna.

En el tercero es la gula

el pecado que se observa.

Hay mil gulantes famélicos

con más hambre que vergüenza.

En el cuarto los tacaños

no tienen ni dos pesetas.

Avanzan más y en el quinto

hallan una charca infecta

llamada laguna Estigia,

donde las almas coléricas

se pegan continuamente

trompazos en la cabeza.

El sexto círculo tiene

expiando allí sus penas

a muchos heterodoxos,

a los herejes y herejas.

Ya llegan por fin al séptimo,

que es un servicio de urgencia

y en donde asesinadores

y gentes de esa ralea

están siendo muy pinchados

por diablos y diablesas

como castigo ejemplar

por emplear la violencia.

 

Después, Dante se va al cielo

y lo visita a conciencia.

Ve lo que hay que ver allí

pero ¿a qué conclusión llega?

 

Pues que el infierno es mejor

y no hay nadie con paciencia

suficiente para estar

por toda la vida eterna

entre ángeles, nubes y harpas

sin un poquito de juerga.

 

 

 

 

Cuentos legendarios de la India

MI ÚLTIMO LIBRO (Nº 336)

 


 

Al marqués de Esquilache le dan la patada

 

 

Lo que le hizo a Esquilache

nuestro rey Carlos Tercero

hemos de reconocer 

que estuvo bastante feo.


No sé si ustedes están

al tanto de aquel suceso,

lo del motín y el follón

que armaron los madrileños

cuando cortaron sus capas

en sólo un palmo o en menos.

Si no estudiaron la historia

cuando fueron al colegio,

no sufran, que aquí estoy yo

y enseguida se la cuento,

porque para eso me pagan

(la última frase que he puesto

sólo es fruto de la inercia,

porque, en verdad, yo no veo

un duro por más que escribo;

y vamos a dejar esto,

pues me entra la frustración,

la depresión y el cabreo

viendo que el de escritor es

oficio de majaderos,

no reporta beneficios

y es gran pérdida de tiempo).

 

A lo que íbamos: corría

ese siglo tan coqueto,

cursi y repipi que fue

aquel del mil setecientos

y España estaba hecha un asco,

con la moral por los suelos;

los franceses nos mandaban

a través de un rey inepto

y los Pactos de Familia

hacían que nuestro ejército

tuviera que pelearse

(sin comerlo ni beberlo)

en las guerras en que Francia

nos metía de relleno;

la economía iba mal;

la delincuencia, en aumento;

la nobleza que tenía

más de dos siglos y medio

mangoneaba el país,

gozaba de privilegios,

sus miembros hacían su santa

voluntad en todo el reino

y, como suele decirse,

le daban morcilla al pueblo.

 

Viendo que la patria era

una merienda de negros,

el rey Carlos tuvo a

bien hacer un experimento

y se trajo desde Italia

no a un grupo de gondoleros

ni de tenores de ópera

ni artistas de medio pelo,

sino a un plantel de políticos

con méritos verdaderos

(no como éstos de hoy en día,

titulados por correo,

que en tres fines de semana

hacen másteres a cientos).

Los colocó de ministros

para ver si su talento

bastaba para arreglar

aquel desorden tremendo

en que España estaba tras

tres siglos del mal gobierno.

 

Esquilache lo intentó:

construyó barcos y puertos,

hizo adoquinar las calles

y hasta recortar los setos,

repintar muchas fachadas

y darle cera a los suelos.

Saneó la economía,

subió sueldos, bajó impuestos,

reguló el precio del pan,

los churros y los buñuelos

y, en resumen, lo hizo bien

y al rey se le quitó un peso

de encima, porque podía

irse a cazar con sus perros

mientras trabajaba el otro

redactando los decretos.

 

Pero hete aquí que un buen día

—quizá un 30 de febrero—

Esquilache promulgó

un bando (con sello regio)

para recortar las capas

y el ala de los sombreros.

No fue esta una «ocurrencia»

ni un capricho pasajero.

La cosa tenía su aquel,

un «aquel» que explicaremos:

bajo la capa, escondidas,

llevaban muchos gamberros

varias armas que empleaban

en la lucha cuerpo a cuerpo:

espadines y floretes,

cuchillos albaceteños,

incluso navajas suizas,

granadas y hasta morteros.

Y como estaban prohibidas

las armas (que para eso

estaban los alguaciles)

no hacía falta ser experto

para comprender la lógica

de aquel bando hecho ex profeso.

 

Pero el pueblo de Madrid

tenía entonces poco seso

(no hemos de hacer comentarios

sobre el presente momento),

se enfadó con el ministro,

protestó y le puso cerco

a su casa, en un escrache

que, por cierto, fue el primero

del que tenemos noticia

y se guardan documentos.

 

Para demostrar su enfado,

los madrileños rompieron

las calles pavimentadas

con adoquines y esmero

y, no contentos aún,

a garrotazos hicieron

trizas miles de farolas

que el italiano había puesto,

que habían costado una pasta

(vean ustedes que no he hecho

ningún chiste con la pasta

y el italiano del cuento).

 

Fue entonces cuando el rey Carlos

se vio puesto en un aprieto.

Las muchedumbres pedían

la cabeza del minestro.

Querían que el «italianini»

se marchara a tomar viento,

como mínimo, o que fuera

a prisión, por extranjero,

setenta, ochenta, noventa

o cien años, por lo menos,

que le cortaran los pies,

las tres manos y el cabello

ya de paso. En fin, pedían

un castigo muy severo.

 

¿Qué tenía que hacer el rey?

Defender a un hombre honesto,

trabajador, que lo había

hecho porque había que hacerlo.

Lo suyo era no hacer caso

de los cafres rompesuelos,

felicitar al ministro,

darle respaldo sincero,

palmaditas en la espalda

y una medalla de premio;

explicar que el bando era

necesario al par que bueno

y que destrozar Madrid

y dejar todo deshecho

no estaba ni medio bien,

que habría que hacerlo de nuevo

y eso iba salir muy caro,

nos iba costar... (no hacemos

la comparación prevista,

sino un gran escamoteo,

que la lengua coloquial

no nos gusta en nuestros textos).

 

Pero el rey no hizo tal cosa,

no defendió a su Consejo

de Ministros, sino que

quiso cumplir el deseo

de aquel cerril populacho

para ganarse su afecto

y, sin más contemplaciones,

envió a Esquilache al destierro.

¡Para un hombre inteligente

que hubo en aquel siglo yermo

le mandaron a hacer gárgaras!

¡Y gracias que salvó el cuello!

 

Luego dicen que el rey Carlos

fue un soberano estupendo,

el monarca más querido,

un hombre dicharachero,

«el alcalde de Madrid»,

también «el rey arquitecto»

(pues construyó algunas cosas

con ladrillos y cemento),

el mejor de los Borbones

(no era muy difícil esto),

ejemplo de sus gobernantes...

Podemos seguir diciendo

los piropos que le echaron,

pero en nuestro fuero interno

nos parece un gran traidor,

un monarca chaquetero

que, por no meterse en líos

o bien porque tuvo miedo,

se puso al lado del caos

y en contra del intelecto.

España, ¡qué mala suerte

que tienes con tus gobiernos!

Cuando no te mandan viles

es porque te mandan necios:

reyes malos y peores,

con colección de defectos,

y en cuanto a los presidentes...

sobre esos ya, ¡ni te cuento!

Estoy falto de adjetivos

que añadir a mi lamento.


 



[1] He puesto 'minestro', porque 'ministro' no rimaba. El lector sabrá disculparme esta pedestre licencia poética